Parecía que no había futuro sin este modelo de trabajo, pero la bancarrota de su principal impulsora y el resurgir de la oficina convencional han truncado su desarrollo. ¿O no?
¿Se acabó la fiesta? En los últimos meses, medios anglosajones como Wall Street Journal y Financial Times empiezan a hablar del coworking como una revolución truncada, una presunta marejada de fondo que se habría acabado quedando muy por debajo del inmenso potencial que se le intuía hace apenas dos años. En opinión de analistas como Kristopher J. Brooks, el futuro ya estuvo aquí, pero las principales compañías del planeta han optado por desdeñarlo y aferrarse al presente. Es decir, por ceñirse a ese modelo tradicional de oficina que la generalización del trabajo a distancia y de los entornos laborales compartidos iba a arrojar al basurero de la historia, junto con el resto de vetustas reliquias del capitalismo prepandemia.
El relato viene condicionado, por supuesto, por el muy reciente colapso de WeWork, principal impulsora a nivel internacional del coworking como modelo de éxito masivo y arma cargada de futuro. La compañía neoyorquina, un unicornio corporativo que llegó a facturar más de 3.000 millones anuales, administrar un total 4 millones de metros cuadrados en 779 ubicaciones repartidas entre 39 países y reunir en sus espacios a una comunidad de alrededor de 547.000 profesionales, se declaró en bancarrota en noviembre de 2023 y acaba de presentar un plan de reestructuración de su deuda que los analistas consideran de pronóstico incierto.
La suya ha sido una suerte pendular, muy ilustrativa de los altibajos que ha venido experimentando la fiebre del coworking desde que irrumpió en nuestras vidas allá por 2010. WeWork empezó como un proyecto innovador, pero de una cierta modestia, una red de “oficinas efímeras juveniles y ecofriendly” en el distrito neoyorquino de Brooklyn. En apenas cinco años, se había transformado ya en una gran corporación multinacional, considerada una de las 50 empresas más prometedoras del mundo por la revista Fast Company, propietaria de espacios en las plantas nobles de edificios singulares como el Manhattan Center, la Bush Tower de Times Square, el Constellation Place de Los Ángeles o incluso el pintoresco rascacielos North Wabash de Chicago, obra póstuma de Mies van der Rohe.
Que una compañía de semejante envergadura se vaya a pique justo cuando los vientos de la historia parecían estar dándole la razón resulta peculiar, pero Kelly Gillblom, redactora de Fortune, lo atribuye “a una dinámica interna de la compañía que muy poco tiene que ver con la salud general del coworking como modelo de negocio y como tendencia”. Gillblom considera que WeWork es un transatlántico que ha sido administrado durante años como si se tratase de una compañía familiar, con ambición, pero también de manera caprichosa, inconsistente y poco racional. Los fundadores, Adam Neumann y Miguel McKelvey, ya no pilotan la nave, víctimas de una crisis reputacional sufrida entre 2018 y 2019 (litigios múltiples por discriminación laboral, acoso o malas prácticas empresariales) que les obligó a dar un paso al costado.
Sin embargo, Jed Rothstein, autor de un muy esclarecedor documental de Hulu sobre la empresa (WeWork, the Making and Breaking of a 47 Million Unicorn), considera también que Neumann y McKelvey cometieron el error de dar por definitiva una tendencia pasajera, la del coworking masivo, sin tener del todo en cuenta que las grandes empresas siguen prefiriendo, a día de hoy, el control jerarquizado y centralizado de sus plantillas que les ofrecen las oficinas tradicionales. Pasado el momento de incertidumbre que trajo la pandemia, los espacios de trabajo compartidos se perfilan como una opción más, con expectativas de seguir creciendo a medio plazo, pero un tanto alejada ya de la capacidad transformadora que se le llegó a atribuir.
Un estudio reciente de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) apunta a que el coworking está pasando por España por un momento relativamente dulce, sin acusar apenas los síntomas de reflujo que se aprecian en otras latitudes. Nuestro país cuenta ahora mismo con 1.400 espacios de cohabitación laboral y trabajo colaborativo, una oferta solo inferior a la de Estados Unidos, India y Reino Unido. Carles Méndez, uno de los responsables del estudio, lo atribuye a lo atractivos que resultan entornos como Madrid, Barcelona, Valencia, Málaga, Granada o Castellón para empresas internacionales emergentes o trabajadores autónomos expatriados, debido, sobre todo, “al clima y el estilo de vida mediterráneos”. Con precios que rondan los 150 euros mensuales para un puesto flexible y 240 para uno fijo tanto en Barcelona como en Madrid, nuestro país se perfila como el principal paraíso europeo del coworking y un receptor masivo de nómadas digitales, un fenómeno que compensa con creces la relativa falta de interés que genera esta opción entre los trabajadores locales.
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