El presidente ruso Vladimir Putin da la bienvenida a los ciudadanos rusos, entre ellos Artyom Dultsev, Anna Dultseva y sus hijos, tras el intercambio de prisioneros entre Rusia y los países occidentales. (Reuters/Mikhail Voskresensky)
El reciente canje de prisioneros entre Rusia y Occidente plantea cuestiones apremiantes sobre cómo los responsables occidentales deben negociar con Moscú en el futuro sin darle ventaja.
La semana pasada, ocho rusos encarcelados en Occidente fueron liberados a cambio de ocho ciudadanos estadounidenses y alemanes y ocho disidentes rusos, en uno de los mayores intercambios de prisioneros entre Rusia y Occidente desde la Guerra Fría. Las imágenes del presidente, Vladímir Putin, abrazando a un asesino convicto mientras su homólogo estadounidense, Joe Biden, daba la bienvenida a casa al periodista Evan Gershkovich y a otros ciudadanos estadounidenses desencadenaron debates sobre cómo se benefició cada parte y, en última instancia, cuál podría considerarse la "ganadora".
Poco después de que el presidente estadounidense saludara el intercambio como un logro del que "todos los estadounidenses pueden sentirse orgullosos", los críticos se apresuraron a señalar las difíciles decisiones morales y políticas que implicaba, sobre todo por parte de los negociadores alemanes, que incluyeron en la liberación a Vadim Krasikov, un hombre condenado a cadena perpetua por el asesinato de un solicitante de asilo checheno en Berlín. Pero más allá de estos debates inmediatos, el intercambio ha planteado también varios dilemas estructurales con los que los responsables occidentales tendrán que luchar en los próximos años.
La primera y más obvia no es nueva: ¿cómo tratar con los secuestradores? Negociar con ellos es una cuestión de vida o muerte para los rehenes, pero confirma la suposición del secuestrador de que la máxima presión puede ser recompensada. En este caso, el canje de la semana pasada corrobora la suposición del Kremlin de que encarcelar a ciudadanos occidentales (si es necesario, con cargos completamente falsos) es una palanca eficaz para empujar a Occidente a liberar a los operativos rusos. Cuantos más ciudadanos occidentales sean encarcelados, mayores serán las posibilidades de llegar a un acuerdo, ya que aparentemente ningún responsable occidental escatimará esfuerzos para traerlos de vuelta a casa.
La presión ejercida sobre Occidente para realizar el canje también se derivó de su preocupación por el estado de salud de varios presos políticos rusos, cuyas vidas podrían haber estado en juego si permanecían en la cárcel. Intencionadamente o no, la muerte de Alexei Navalny probablemente aumentó la presión sobre los responsables occidentales para llegar a un acuerdo con el Kremlin y conseguir su liberación antes de que fuera demasiado tarde. Rusia sigue deteniendo a varios ciudadanos occidentales y a cientos de presos políticos rusos, y es posible que quiera utilizarlos para futuros canjes. A la luz de este reciente acuerdo, el Kremlin está probablemente más seguro que nunca de que puede chantajear a Occidente para que haga concesiones; la cuestión es solo cuánta presión necesitará.
El segundo dilema tiene que ver con la situación de los ciudadanos occidentales que viven en Rusia o viajan a este país. Cualquiera de ellos podría convertirse en una ficha en la negociación de Rusia con Occidente. Los gobiernos occidentales no pueden considerar que sus ciudadanos están seguros en Rusia, especialmente si están acreditados allí como periodistas. Pero reconocerlo y extraer las consecuencias lógicas — es decir, aconsejar a los ciudadanos occidentales que no viajen ni se establezcan en Rusia— no haría, sino disminuir aún más, las posibilidades de interacción con los rusos en Rusia y la calidad de la información sobre la evolución del país.
En última instancia, aumentaría el aislamiento de la población rusa y haría al país aún más hermético a la influencia occidental, dos objetivos que el Kremlin persigue activamente desde la invasión de Ucrania, si no antes. Si se produjera un cambio político en Rusia, ese aislamiento también reduciría las posibilidades de Occidente de entablar una relación diferente con los rusos. El dilema aquí es, por tanto, entre garantizar la seguridad de los ciudadanos occidentales ahora o preservar algunas posibilidades de relacionarse con la sociedad rusa ahora y a largo plazo.
Por último, pero no por ello menos importante, el intercambio de presos políticos rusos por espías y operativos permite al Kremlin equipararlos artificialmente y, por tanto, alimentar su narrativa que describe a la oposición rusa como "agentes extranjeros": si no fueran agentes extranjeros, ¿por qué querría Occidente sacarlos de la cárcel? Este es uno de los principales mensajes que el Kremlin quería transmitir a la opinión pública rusa con este intercambio de prisioneros: los espías son patriotas al servicio de su país, mientras que los políticos de la oposición y los activistas de la sociedad civil son traidores al servicio de intereses extranjeros.
Esto explica la frustración del disidente ruso Ilya Yashin al ser canjeado contra su voluntad. Toda la lucha política de Yashin había consistido en impugnar la definición de patriotismo del Kremlin y en reivindicar su derecho, como ciudadano ruso, a buscar otro futuro para Rusia. Sacarlo de su país permitirá al gobierno ruso hacer que su reivindicación sea aún menos audible para la opinión pública rusa y desacreditarla como un intento de injerencia por parte de un agente extranjero.
Sacar a ciudadanos extranjeros de las cárceles rusas y probablemente salvar la vida de presos políticos rusos es un éxito diplomático y un logro moral que justifica las difíciles decisiones que tuvieron que tomar los responsables occidentales.
Nada de lo anterior cuestiona la legitimidad y la necesidad del intercambio que tuvo lugar el 1 de agosto. Sacar a ciudadanos extranjeros de las cárceles rusas y probablemente salvar la vida de presos políticos rusos es un éxito diplomático y un logro moral que justifica las difíciles decisiones que tuvieron que tomar los responsables occidentales. Pero deben estar preparados para afrontar más decisiones de este tipo y limitar, en la medida de lo posible, las posibilidades de que Rusia les chantajee con concesiones cuestionables. Impedir que los ciudadanos occidentales viajen a Rusia sería un error. Sin embargo, se les debe informar adecuadamente de los peligros a los que pueden enfrentarse y darles consejos sobre cómo minimizar el riesgo de detención y cómo comportarse si ocurre lo peor.
Es probable que en el futuro se produzcan más intercambios de prisioneros. Actualmente, hay varios ciudadanos occidentales encarcelados en Rusia que no formaron parte de este intercambio, además de cientos de presos políticos cuyos nombres son menos conocidos en Occidente que los de Vladímir Kara-Murza, Oleg Orlov o Ilya Yashin. Por último, los responsables occidentales deberían asumir que las mejores oportunidades para que la oposición democrática rusa sobreviva están en Occidente y, por tanto, diseñar una política que permita a los demócratas rusos seguir con seguridad su agenda política sin que la opinión pública rusa los considere agentes de Occidente.
*Análisis publicado originalmente en inglés en el European Council on Foreign Relations por Marie Dumoulin titulado Intercambio resbaladizo: Los dilemas del intercambio de prisioneros entre Rusia y Occidente.