El FMI prepara su salida progresiva de Europa, con un BCE cada vez más incómodo en los países rescatados.
La leyenda dice que los hombres y las escasas mujeres que integran ese ingenio europeo llamado troika visten de negro, como algún pájaro de mal agüero. La realidad constata que más allá del color de sus trajes son temidos y odiados a partes iguales allá por donde pasan, y que no rinden cuentas a nadie, dentro de esa singular forma de democracia que es a veces la Unión Europea, liderada por “una nueva oligarquía ilustrada” que casi nunca da la cara y en la que “nuevas combinaciones de burócratas y tecnócratas sustituyen la voluntad del pueblo”, según la definición del sociólogo José María Maravall. Pero más allá de las leyendas y realidades están los números. Y los números cantan: los funcionarios de la Comisión Europea, el BCE y el FMI que integran la troika —el órgano que diseña y ejecuta los rescates europeos: créditos blandos a cambio de duros, muy duros ajustes— ha conseguido evitar un momento Lehman en Europa, pero después de tres años y medio ese apaño sufre un severo e implacable desgaste, relacionado con los disgustos que dan tasas de paro propias de una depresión, con largas recesiones de hasta seis años en algún caso, con crisis económicas y financieras que han devenido, en fin, en profundas cicatrices sociales y políticas en la periferia de Europa.
Las causas de esa erosión hay que buscarlas en el contraste entre la inflexible disciplina que ha aplicado la troika en todas partes y los magros resultados cosechados hasta el momento: claroscuros en Irlanda, tonos lóbregos en Portugal y Chipre, y colores tenebrosos en una Grecia que presenta unas cifras económicas como de boca de lobo.
La gestión de los rescates merece un suspenso general, según la práctica totalidad de la veintena de fuentes consultadas para este reportaje, entre las que figuran economistas y académicos, funcionarios europeos y exempleados del FMI. Una nota que no comparten los evaluados: Bruselas admite “ciertas diferencias internas”, según un portavoz, que inmediatamente apunta que el trabajo va saliendo adelante, pese a la tensión acumulada entre tres instituciones con culturas e incentivos muy distintos y que trabajan en una especie de estado de excepción permanente. Washington se declara “satisfecha” con la troika aunque admite que el sistema de funcionamiento “es mejorable”, según la directora gerente del FMI, Christine Lagarde. Son dos formas de negar un enfrentamiento evidente, y de decir que cada cual lo hace lo mejor que puede.
Fruto de un cúmulo de errores y de las disensiones internas, pero también como consecuencia de una eurozona que ha progresado y que a día de hoy está mucho mejor equipada que cuando empezó la crisis, la troika tiene los años contados. Nadie en Bruselas, Fráncfort o Washington, ni siquiera los expertos independientes, espera una ruptura abrupta e inmediata. Y aun así van saliendo a la luz episodios de tensión que probablemente volverán a repetirse cuando haya que acometer un tercer salvavidas para Grecia (que se da por seguro), o un segundo (y probable) rescate para Portugal. El trío va camino de una separación gradual, con un BCE que quiere marcharse, una Comisión deseando concentrar más poder en manos europeas y con el FMI emprendiendo una retirada paulatina y mostrando a las claras sus discrepancias a la más mínima oportunidad.
Ya nadie esconde lo que hace unos meses era un secreto a voces. El presidente del BCE, Mario Draghi, aseguró hace unos días en el Parlamento Europeo que “no es probable” que el Eurobanco permanezca dentro de la troika a medio y largo plazo. El vicepresidente de Asuntos Económicos de la Comisión, Olli Rehn, abrió la puerta a la posibilidad de un final pacífico y progresivo para la troika también en la Eurocámara, pero su equipo recuerda que no hay indicios de que los Estados miembros quieran un cambio inminente. El Fondo se limita a admitir en público que el sistema de trabajo es imperfecto, pero hace unos meses disparó un torpedo contra la línea de flotación de la troika, con un mea culpa sobre Grecia en el que acusaba a la Comisión de no entender nada de nada, de haberse propasado con la austeridad y de no admitir un secreto a voces: que tarde o temprano tendrá que haber quitas de la deuda o soluciones similares que el talento eufemístico de los eurócratas permita denominar de otra manera.
En medio de esa marejada, los expertos consultados son mucho más concluyentes que las fuentes oficiales. “La incógnita no es ya si habrá o no habrá divorcio: la única incógnita es cuándo llegará la separación, y en qué condiciones”, resume Tomás Baliño, exsubdirector del FMI. “El legado que dejan las políticas de la troika es pésimo, dramático: económica y socialmente dramático”, añade Paul De Grauwe, profesor de la London School of Economics.
La crisis del euro ha transformado radicalmente la Unión Europea: donde antes parecía posible una combinación de responsabilidad y solidaridad —al menos en teoría— ahora hay una irrespirable relación entre países deudores y acreedores, muy desequilibrada en favor de los acreedores, según explicaba esta semana en Kiel George Soros, el multimillonario, filántropo y “exdelincuente de aventuras financieras”, según solía definirle el Nobel Paul Krugman. Que el euro estaba incompleto era algo que se sabía: la unión monetaria era un estadio previo hacia la unión económica y la unión política. “Lo que no se sospechaba era que el euro podía dejar a algunos países expuestos a un riesgo de suspensión de pagos” por esa camisa de fuerza que supone no poder devaluar ni imprimir moneda ni tener, en definitiva, un banco central que ejerza de ventanilla de último recurso en caso de apuro, según el impactante discurso de Soros. En ese contexto, la troika ha funcionado como una especie de carcelero, imponiendo ajustes y reformas, diseñando operaciones —como la quita en Grecia— que favorecían en general a los acreedores. Evitó el peor escenario, pero no ha conseguido sacar del barro a los rescatados, sino que forma parte de las reglas diseñadas “para perpetuar ese equilibrio favorable a los acreedores” (de nuevo Soros). Al menos por ahora.
Eso es así en parte porque el corsé europeo aprieta de lo lindo: los programas contenían severos ajustes, reformas, rebajas de sueldo, privatizaciones y demás; devaluaciones internas en toda regla por la imposibilidad de acudir a la devaluación de la moneda. “Y las contracciones fiscales son contractivas, digan lo que digan los trabajos académicos de algunos iluminados”, asegura una fuente diplomática en Bruselas. “El plazo en el que las reformas y los ajustes surten efectos nunca coincide con el plazo que esperan los ciudadanos que soportan esos recortes. Grecia es el caso más claro. Junto con el ajuste era imprescindible un BCE más activo, algún tipo de política de apoyo desde Bruselas, economías dispuestas a estimular su demanda en el corazón de Europa. Pero no ha habido impulso político para conseguir nada de eso”, se queja una alta fuente de la Comisión.
Las diferencias en el seno de la troika aparecieron desde el primer día: algo lógico cuando no hay un solo responsable sino tres, a veces más con el personal destacado en cada país. Y se hicieron patentes cuando se vio que los planes diseñados no eran realistas y que los resultados no llegaban. “La troika ha resultado ser un apaño poco eficaz. Las peleas internas eran lógicas porque cada institución tenía incentivos distintos, pero han generado volatilidad, incluso errores garrafales, como en Chipre”, critica Ángel Ubide, del Peterson Institute. “El FMI ponía menos énfasis en la austeridad y más en reducir la deuda; la Comisión y el BCE más acento en la austeridad y menos en la deuda. Pero el Fondo no tuvo en cuenta el efecto contagio. En eso Bruselas tiene razón: no se pueden diseñar planes de rescate dentro del euro sin tener en cuenta el efecto sobre los demás países”, añade.
El FMI es la única de las tres instituciones que ha hecho algo de autocrítica. Ashoka Mody, exjefe de misión del FMI en Alemania e Irlanda, insiste en que el Fondo “se ha ido inclinando hacia una menor austeridad y mayor reestructuración de la deuda, como se ha visto con Grecia y se va a ver de nuevo en Grecia y en Portugal. Pero las relaciones entre el Fondo y Bruselas llegaron a un punto crítico en Chipre y desde entonces hay una especie de juego sucio”. “Sospecho que la tensión va a ir a más, porque incluso en Europa se ven divisiones, con países que quieren que el Fondo sirva como contrapeso”, sostiene.
Baliño, como la inmensa mayoría de los economistas contactados, no tiene dudas de que la troika se encamina hacia la disolución. Aunque el exsubdirector del Fondo matiza: “Más que un divorcio, donde se disuelve un vínculo que en principio es de por vida, estamos viendo el fin de una asociación temporal y con un fin determinado: FMI, BCE y Comisión buscaban compartir costes y riesgos, pero ahora su alianza tiene menos sentido. El FMI aportaba su larga experiencia en crisis financieras —aunque concentrada en países emergentes y en desarrollo— de la que carecían los otros dos miembros, y también cierta cobertura política a la hora de poner condicionalidad, ya que en el FMI la influencia de Alemania es mucho menor que en las instituciones europeas”. Costas Lapavitsas, economista griego de la Universidad de Londres, añade que una vez superados —en principio— los problemas más graves, que dieron pie a hablar de la crisis existencial del euro, “el Fondo se encuentra con que concentra un riesgo excesivo en Europa: por eso quiere salir. Y a la vez, a medida que las instituciones europeas se van dotando, a trancas y a barrancas, de los mecanismos para atender por sí solas las crisis financieras, tienen menos interés en compartir los mandos de la situación. El juego por el poder: es una vieja historia”.
La salida paulatina del FMI ya es evidente: en Chipre, su participación es de apenas el 10% del rescate, cuando en otros países era de un tercio. Pero para los economistas europeos consultados la clave de bóveda de todo el proceso es el BCE, el organismo europeo con más credibilidad y potencia de fuego para encarar la crisis. Su poderío no deja de aumentar: ha asumido las labores de supervisor único en la unión bancaria europea. Para ello, tiene que acometer un examen al sistema financiero en el que se juega su prestigio. Hasta anteayer, todo el mundo creía que los incentivos de Draghi pasaban por hacer un test durísimo para salvaguardar su bien ganada fama en esta crisis. Pero en ausencia de un colchón europeo para financiar las necesidades de capital en caso de que sean necesarias, cada vez más analistas dudan de que el examen del BCE “vaya a ser suficientemente creíble”, opina el economista irlandés Karl Whelan. “Primero, porque si se ven las tripas de la banca y no hay dinero fresco disponible, eso podría exponer a Europa a una segunda vuelta de la crisis del euro en su forma más peligrosa. Y segundo, porque el BCE, dentro de la troika, se ha metido demasiado en política”, explica una fuente diplomática de uno de los grandes países europeos.
Los analistas son muy críticos con el rol del BCE en la troika. De Grauwe asegura que es “una aberración” que el Eurobanco forme parte de ese organismo. “El BCE es una institución independiente que no acepta interferencias de los Gobiernos. Pero la independencia debería funcionar por los dos lados: también significa que el BCE debe abstenerse de intervenir en decisiones de alta política, con consejos sobre impuestos o recortes de gasto. Y eso es lo que ha hecho dentro de la troika: tiene que largarse de ahí lo antes posible”, ataca. Ken Rogoff, de Harvard, apunta que mientras subsistan las dudas sobre la banca y, en general, sobre la periferia europea “es difícil ver cómo puede desarmarse la troika en el corto plazo”. “Aun así puedo entender las frustraciones del BCE y las declaraciones de Draghi expresando su interés por irse”.
Draghi y su banco central se enfrentan a un año fundamental, en el que van a estar constantemente en el ojo del huracán. Guntram Wolf, director del think tank Bruegel, explica que el consejo de gobierno del BCE está en una posición delicada: “No creo que Draghi deba desempeñar un papel fundamental en la troika; más bien creo que debería tender a quedarse en silencio. De lo contrario, tarde o temprano se verá en un conflicto de intereses, si en un momento dado tiene que activar la compra de bonos para restaurar el mecanismo de transmisión de la política monetaria, que está roto”. En plata: los bajísimos tipos de interés del BCE ya no llegan a todas partes por igual. En España, por ejemplo, las empresas tienen difícil acceso al crédito y a unos intereses mucho más altos que empresas austriacas o alemanas de las mismas características. Para acabar con eso, puede verse obligado a poner en marcha medidas extraordinarias, lo que generaría tensiones en Berlín.
Draghi, en fin, se ha metido en política, aunque trate de hacer malabarismos para pasar por un mero asesor técnico. Jörg Bibow, catedrático del Skidmore College, afirma que nadie en la troika está feliz con su papel: “La Comisión quiere más poder, pese a que Berlín ha dejado claro su desprecio por Bruselas. El FMI piensa que puede peligrar su reputación, porque las cosas no van bien (y porque lo que hace falta es aquello de menos consejos y más dinero)”. “Pero sobre todo”, prosigue, “está el dilema del BCE: era comprensible que Draghi se jugara la independencia cuando había sentimiento de urgencia. Pese a que hablar de salida de la crisis es aún muy prematuro, esa urgencia ya no existe, y eso hace que el BCE desentone en un asunto demasiado ligado a la política. Y a la vez no puede irse, porque aún puede haber acontecimientos decisivos y podría ser imprescindible”.
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