¿Humanos o replicantes? El unicornio de origami de 'Blade Runner'
Ni un diván de psicoanalista ni en nuestra intimidad. Quizá el lugar donde de verdad se hallen nuestros miedos y ambiciones sea en nuestros hábitos de consumo inconfesables
En 2013, el periodista Alexis C. Madrigal recibió en el buzón de su hogar un catálogo de productos para bebés. Parecía algo tremendamente oportuno, ya que su mujer estaba embarazada de tres meses, si no fuese por un detalle perturbador: no le habían contado aún a nadie la buena noticia. La pregunta era obvia: ¿qué clase de información estaba manejando Right Us, la empresa responsable del catálogo, para que supiesen más sobre ellos que sus familiares o sus amigos más cercanos? La respuesta, investigación periodística mediante, tomó forma en uno de los reportajes más reveladores publicados aquel año en 'The Atlantic'.
Había dos posibles respuestas: una muy perturbadora y otra más preocupante aún. La primera, que es la que probablemente el autor y los lectores tenían en mente, era que o la empresa o alguna compañía externa habían accedido ainformación sensible que el periodista había deslizado sin querer en la red. La verdadera era quizá aún peor: una empresa llamada Marketing Genetics había llegado a tal conclusión a partir de su comportamiento previo como consumidor. Les había delatado, en concreto, esos regalos para los recién nacidos de su círculo íntimo, que sugerían que eran firmes candidatos a que ellos mismos fuesen padres más pronto que tarde. Bingo.
¿Vemos el anuncio de las zapatillas que nos gustan porque de verdad las deseamos o las deseamos porque vemos ese anuncio sin parar?
Esta anécdota, resumida someramente, es la síntesis perfecta del lado oscuro de ese 'marketing' moderno que cristaliza en las ofertas personalizadas que nos asaltan cada vez que abrimos un navegador y que nos escupen a la cara nuestro lado más oscuro. Todos hemos oído alguna vez, o hemos vivido en nuestras propias carnes, una de esas serendipias en las cuales hablamos de algo que queremos adquirir o hacer —de cosas tontas como comprar una camisa a algo más complejo como pasar las navidades en Rangún— y, por arte de magia, de repente encontramos esa camisa de rayas o un vuelo a Birmania en nuestra pestaña de Google Chrome. Hay quien incluso afirma haber pensado en una posible adquisición y habérsela encontrado minutos después en forma de anuncio en su 'smartphone'.
Al parecer, tal cosa no es posible técnicamente (aún). Lo asegura un grupo de investigadores de la Universidad del Noroeste, que tras analizar más de 17.000 apps, llegaron a la conclusión de que no, no activan el micrófono para grabarte cuando no estás atento (aunque están ocurriendo cosas casi peores, como la filtración de información a terceros sin el permiso del usuario). Cuando lo comento a conocidos, me responden que sí, que muy bien, claro, pero que no se lo creen ni ellos. Y esta respuesta apunta a algo aún más terrible: que lo que está en juego no es tan solo un puñado de 'banners' cuando entramos en internet, sino nuestra propia identidad como seres humanos.
El huevo y la gallina de lo humano
Una de las grandes discusiones históricas, clave tanto para la filosofía como para la religión, es la del libre albedrío: ¿hasta qué punto es dueño el ser humano de sus propias decisiones? ¿Hay algo en cada uno de nosotros íntimo e intransferible que nos distingue de los demás, o somos simplemente el resultado de una combinación casual de historia, cultura y nuestras propias circunstancias? Nos gusta pensar lo primero, por supuesto, al igual que a la escolástica medieval, que recordaba que sin el libre albedrío, el hombre no podía elegir ser bueno y, por lo tanto, su creencia o no en Dios carecía de valor.
Lo que los anuncios nos recuerdan es que no solo nos conocen mejor que nosotros mismos, sino que son capaces de anticipar nuestros pasos
Nuestra nueva era abre otra pregunta inquietante, más de andar por casa. ¿Vemos ese anuncio de las zapatillas que nos gustan —pero que no necesitamos— porque realmente las queremos, porque forman parte de nuestros deseos más íntimos y constituyen por lo tanto parte de nuestra identidad (ya sabemos que la guerra ganada del consumo es hacernos pensar que somos lo que compramos), o las queremos porque vemos sus anuncios sin parar? Es el irresoluble enigma moderno del huevo y de la gallina. Una explicación simplista y comodona es pensar que el capitalismo nos vende sus chorradas y nosotros las compramos como buenos esclavos, o si somos rebeldes, nos abstenemos de ello.
Pero como bien saben los publicistas al menos desde los tiempos del sobrino de Freud, Edward Bernays, nuestro subconsciente es tan complejo que resulta casi imposible descubrir hasta qué punto nuestros deseos son nuestros o, como ocurre hoy, son distorsiones de nuestro lado más vulnerable, el que apela directamente a nuestros miedos y ambiciones. Lo que los anuncios personalizados nos recuerdan una y otra vez es que no solo nos conocen mejor que nosotros mismos, sino que son capaces de anticipar nuestros pasos, como que por fin vamos a tener ese hijo con el que nuestros amigos llevan años bromeando o dónde vamos a ir de vacaciones. Otro buen ejemplo del inquietante conocimiento que muestran los algoritmos sobre nosotros son las 'playlists' de Spotify: semana tras semana, descubro cómo son capaces de ofrecerme aquello que he escuchado de forma 'offline'. La pregunta inquietante es por lo tanto la siguiente: si tan previsible soy, ¿acaso puede decirse de mí que soy humano?
Hay otro matiz que suele pasarse por alto en estos casos, y es que el consumo moderno es tremendamente íntimo. En una tienda física, uno cree sentirse observado por lo demás —aunque en realidad les dé igual si quieres esa lencería para regalársela a tu mujer o ponértela tú mismo—, por lo que tiende a preservar su imagen. La búsqueda en Amazon no solo es íntima, sino que suele realizarse en esos momentos en los que nos encontramos cansados, tristes, frustrados o enfadados y utilizamos como terapia el consumo 'online'. Es como el diván de los psicoanalistas elevado a la máxima potencia, ya que no depende de lo que nosotros queramos desvelar o deslicemos de forma inconsciente, sino que es una ventana abierta a nuestros deseos más profundos. Tanto es así que nos sentimos incómodos cuando los descubrimos en forma de anuncio mientras navegamos en internet.
Tal vez recuerden el unicornio de origami de 'Blade Runner', que apareció en algunas de las muchas versiones "definitivas" de la película. Era la pista que sugería que el propio Rick Deckard era un replicante y que sus sueños habían sido implantados sin que él se diese cuenta, que los consideraba parte intrínseca de su ser. Los anuncios que nos rodean son el equivalente de ese unicornio, una constante pregunta sobre de dónde provienen nuestros miedos, anhelos y ansiedades, deglutidos en nuestros hábitos de consumo; el camino más corto a nuestro subconsciente. En la entrada del templo de Apolo en Delfos estaba escrito el aforismo "conócete a ti mismo". Ya no hace falta filosofía, basta con consultar nuestro historial de búsquedas o, mejor aún, comprobar qué reflejo nos ofrece ese espejo que son los algoritmos de recomendaciones. ¿Black Friday? No, Black Freud.
AUTOR
HÉCTOR G. BARNÉS 25/11/2018
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