Angela Merkel se dispone a votar el tercer rescate griego, el 17 de julio en el Bundestag. / TOBIAS SCHWARZ
Pese a su protagonismo en las últimas crisis de la eurozona, el país no es capaz de desempeñar el papel de potencia hegemónica que muchos le atribuyen. Y la historia nos muestra que la solución no puede estar en una Europa dirigida desde Berlín.
Se ha vuelto habitual decir desde que comenzó la crisis del euro hace cinco años que de ella saldría unaEuropa alemana. Durante estos años, y puesto que se trata del mayor acreedor, es cierto que Alemania ha disfrutado de una situación de extraordinario poder y ha podido imponer en gran medida sus preferencias a los demás miembros de la eurozona, pero no ha sido ni es —como afirman muchos— una potencia hegemónica. Tampoco es posible que lo sea. Alemania sigue siendo demasiado frágil para asumir las cargas que comporta ese papel preponderante, tanto en lo referido a las transferencias fiscales como a la mutualización de la deuda europea o una inflación moderada. Es más acertado decir, como ya sugerí en un artículo publicado en estas páginas a finales del año pasado, que Alemania parece más bien haber recuperado la posición de semihegemonía que ocupó entre 1871 y 1945, aunque, esta vez, en un sentido más geoeconómico que geopolítico.
En esos años, que desembocaron en la barbarie nazi, la cuestión alemana, tema central de aquella Europa, siempre giró en torno a su incapacidad para ser líder. Tras su unificación en 1871 se hizo demasiado poderosa como para ser desafiada por las demás grandes potencias, pero no lo suficiente como para derrotar a una coalición de estas. El historiador alemán Ludwig Dehio describió la posición de Alemania en Europa como la de una “semihegemonía” más que la de una hegemonía. Esa situación estructural dio lugar, como una profecía autocumplida, a un temor alemán al envolvimiento: lo que Bismarck llamó la pesadilla de las coaliciones.
Los hechos de las últimas semanas han vuelto a probar lo que la historia nos enseñó: que la solución no puede estar en una Europa dirigida desde Berlín. Los acontecimientos han mostrado también no solo la medida sino también los límites del poder alemán. El Gobierno de Merkel y la opinión pública alemana que le da su apoyo mayoritario esperaban que a estas alturas hubiera acabado la crisis, después de que la periferia de la eurozona emprendiera reformas estructurales y se volviera más competitiva. En Alemania, muchos creen que algo así ya estaba sucediendo, incluso en Grecia, hasta que, en enero, los votos designaron a Alexis Tsipras como primer ministro. Con su elección, consecuencia directa del fracaso de la política de la eurozona en Grecia, la crisis de la moneda única volvió a agudizarse, como era de prever. Sin embargo, en vez de ver la llegada de Tsipras como una señal de alarma y cambiar su estrategia, Alemania y la eurozona decidieron enrocarse.
La decisión de la eurozona fue en definitiva que, como las exigencias de los últimos cinco años no habían servido de nada, eran necesarias otras aún más duras. En Alemania predominaba el sentimiento de que los acreedores habían perdido la confianza en los deudores. Durante estos cinco años, los políticos alemanes han citado con frecuencia a Lenin, sin saberlo: “La confianza está bien; pero el control es mejor”. Desde que tomó posesión el gobierno griego, y en particular desde que el ministro de Finanzas, Yanis Varoufakis, envenenó aún más las negociaciones al llamar “terroristas” a los acreedores, estos han exigido más control que nunca. En concreto, exigieron “medidas previas” antes de empezar a discutir un tercer rescate para Grecia.
Estos años, los políticos alemanes han citado a Lenin sin saberlo: “La confianza está bien; el control es mejor”
Quizá acabemos viendo los acontecimientos del fin de semana del 11 y 12 de julio como un punto de inflexión en la crisis, como lo fue aquel Consejo Europeo de junio de 2012 del que salieron las decisiones que salvaron el euro pero que en Alemania se consideraron una derrota. Vistos aquellos días en retrospectiva, es posible que el plan del ministro alemán de Finanzas, Wolfgang Schäuble, de colocar 50.000 millones de euros de activos griegos en un fondo en Luxemburgo para luego privatizarlos y, sobre todo, su clara defensa de la idea de expulsar temporalmente a Grecia de la eurozona, hayan transformado la moneda única para siempre.
Más dudoso resulta que el fin de semana dejara al descubierto una Europa más alemana, como afirman muchos comentaristas. Es cierto que fue llamativo que, en el plazo de 24 horas, las propuestas de Schäuble se convirtieran en la base del documento del Eurogrupo (ministros de Finanzas de la zona euro); pareció la prueba definitiva de que Alemania era la que mandaba. Y también lo es que en la reunión hubo más voces que nunca en apoyo de los alemanes, sobre todo provenientes de los tres países bálticos (ahora miembros de la moneda única), de Eslovaquia y de Eslovenia. La impresión es que Alemania simplemente se dio cuenta de que para imponer unas condiciones más estrictas de las necesarias debía dar la impresión de dominio.
La pregunta que Europa se plantea desde hace años y que ahora se ha vuelto más urgente es: ¿qué quiere Alemania? No es una pregunta fácil. Es evidente que los alemanes tienen una actitud cada vez más dura y son cada vez más euroescépticos. Desde 2012, su enfado ha ido en aumento, en especial ante lo que consideran una mutualización furtiva e ilegal de la deuda, y sienten que su país ha perdido el control de los acontecimientos. Las concesiones que Merkel se vio obligada a hacer en el verano de 2012 sirvieron de justificación para el nacimiento de Alternative für Deutschland(Alternativa por Alemania), el partido euroescéptico cuyo nombre pretende refutar la declaración de la canciller de que “no hay alternativa” a su estrategia. Desde la elección de Tsipras, la indignación ha crecido, igual que las presiones sobre Merkel.
En las últimas semanas ha habido mucha especulación sobre las intenciones de Merkel y Schäuble y lo que significan para la política alemana. La paradoja es que a Schäuble se le considera más proeuropeo que a Merkel, se piensa que es el único en Alemania que comparte la visión continental que tenía Helmut Kohl, y sin embargo es él quien ha adoptado la actitud más dura sobre Grecia hasta el punto de desear una salida, un Grexit. Dicen que cree que la moneda única solo puede triunfar si todo el mundo obedece las reglas, mientras que a Merkel le preocupan más los costes geopolíticos de una posible salida, sobre todo dada la postura revisionista del pasado de Rusia desde la anexión de Crimea en 2014. Otros aventuran que la diferencia entre Merkel y Schäuble no es más que táctica, el clásico método de poli bueno / poli malo para obtener concesiones de Grecia.
Es posible que Schäuble crea que elGrexit ayudaría a impulsar el proyecto europeo igual que, en su opinión, ha ayudado la crisis en los cinco últimos años. No solo porque libraría a la eurozona de su miembro más conflictivo, sino porque obligaría a los demás países a profundizar en la integración para tranquilizar a los mercados sobre la sostenibilidad de la moneda única. Esta interpretación la confirma el antiguo secretario del Tesoro estadounidense Timothy Geithner, en cuyas memorias, Stress Test, relata una conversación del verano de 2012 en la que Schäuble dijo que la salida de Grecia sería tan “traumática” que asustaría al resto de Europa y le obligaría a ceder más soberanía a una unión bancaria y fiscal más fuerte. En otras palabras, es posible que Schäuble esté intentando provocar una crisis para imponer una mayor integración que, en caso contrario, contaría con pocos apoyos.
Schäuble, más popular hoy en Alemania que Merkel, es tal vez un europeo proalemán, es decir, alguien que de verdad quiere más Europa pero de acuerdo con los intereses de Alemania (aunque, por supuesto, él lo niega y dice que no quiere una Europa alemana, sino solo una Europa fuerte). En la práctica, eso puede traducirse en un núcleo europeo que siga el modelo alemán, en el que los países se integren cada vez más y tal vez acaben incluso creando una especie de unión política, basada en unas reglas ya establecidas y que no se puedan cambiar, como en el caso del freno al endeudamiento introducido por los países de la eurozona en sus constituciones. En resumen, una Europa más integrada pero en la que todas las decisiones importantes, en particular sobre política económica, se tomen lejos del debate político y el control democrático.
HANS KUNDNANI 26 JUL 2015 - 00:00 CEST
http://internacional.elpais.com/internacional/2015/07/24/actualidad/1437738327_461901.html
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