Somos más propensos a prestar atención a fotos con rostros humanos y a contenido que despierte emociones intensas. Así funcionan los mecanismos de nuestras reacciones 'online'
Una reacción online es un corazón, un pulgar hacia arriba o un comentario. Puede significar “hola”, “esto me gusta”, o “tú me gustas”, o “tienes razón”, o “te mando un abrazo”. También “esto debería verlo más gente”, porque le estamos dando una especie de codazo cómplice al algoritmo que prioriza contenidos de acuerdo con nuestra respuesta: “Eh, toma nota, este tipo de cosas me interesan”.
La obsesión por las métricas en Internet, por el número de nuestros seguidores que dicen me gusta, nos conduce a un comportamiento compulsivo, competitivo y ansioso, y nos empuja a crear más y más contenido persiguiendo una idea opaca de éxito social. Para combatir este loco afán por gustar el artista Benjamin Grosser ofrece un software que oculta todas las cifras en las redes sociales, con la intención de frenar “los daños a la salud mental, la privacidad y la democracia” que según él provocan Facebook, Twitter e Instagram. Así, “a 25 personas les gusta esto” se convierte en “people like this” (a la gente le gusta, pero no sabemos a cuántos). La obra artística de Grosser, que surgió en 2012, ha resultado ser visionaria. Hace un mes Instagram anunció que está probando a ocultar el número de reacciones a las fotos “para que los seguidores se centren en lo que se comparte”.
Para quienes no usan redes sociales esta podrá parecer una anécdota irrelevante, pero para millones de personasserá una revolución en la forma en que consumen contenidos en Internet, donde los likes, y también los comentarios y las veces que es compartido el mensaje, son un lenguaje en sí mismo. Nuestros me gusta no son inocentes. Tienen intención y significado, van ligados a la necesidad humana de obtener una identidad y pertenecer al grupo. Al interactuar con un contenido buscamos varias cosas. La más importante es reconocimiento social. Es decir, “quiero demostrar que soy una persona informada que sigue medios internacionales” o “quiero que mis amigos y conocidos sepan que soy feminista”. Queremos construir una imagen pública que encaje con nuestros círculos y que nos proporcione una sensación de seguridad y cierta recompensa: más seguidores; que alguien que admiramos sepa de nuestra existencia; o un refuerzo positivo en forma de likescon la consiguiente descarga de dopamina.
Pero ¿cuán generosos nos mostramos a la hora de repartir aplausos? Esto depende, y mucho, de la herramienta que usemos, asegura Gillian Brooks, investigadora de marketing en la Universidad de Oxford. En el móvil, basta con un simple clic perezoso desde el sofá para regalar un me gusta. La edad y el sexo influyen: los mileniales en Instagram los racionan más que, por ejemplo, las mujeres de mediana edad en Facebook, porque “están más preocupados por su capital social” (su reputación digital) que el resto de grupos demográficos, señala Brooks.
En Internet también interactuamos con contenido porque queremos ser útiles. Al encontrar algo relevante nos convertimos en “DJ de la información”, dice Matthew Lieberman, investigador en neurociencia. No pensamos solo qué queremos escuchar, sino que tenemos en mente al público en la pista. Por eso, lo que marcamos con un corazón o compartimos a veces no se corresponde con lo que consumimos. Esto explica que no siempre los contenidos con más interacciones coincidan con los más leídos. No leemos el 59% de los enlaces que distribuimos en Twitter, según un estudio de 2016 de Microsoft Research, el Instituto Nacional de Investigación en Informática y Automática de Francia (INRIA) y la Universidad de Columbia (EE UU).
Emoción, emoción, emoción
Cualquiera que haya trabajado en redes sociales se ha enfrentado a la temida petición (u orden, en los peores casos): “Esto tiene que hacerse viral”. Conviene explicar, primero, la naturaleza de lo viral. La periodista Delia Rodríguez lo describe en Memecracia (Planeta, 2013): “Popular no es sinónimo de viral. Lo popular es como un envenenamiento del agua comunitaria: todos son alcanzados de forma directa, en un solo paso. Lo viral es una infección que se contagia de uno a otro y a otro más. Aunque el número de enfermos finales pueda ser el mismo, el proceso es muy diferente. Uno es la televisión, el mitin, lo lineal. Lo otro es el rumor, las cadenas de correo electrónico, lo exponencial”. Explicar a un jefe que no podemos garantizar la viralización, que el éxito o fracaso depende, entre otros muchos factores, de algoritmos que cambian (a veces sin aviso) es muchas veces inútil por complicado. Y encima da la impresión de que no sabes hacer tu trabajo. Pero hay una pregunta clave que casi todo el mundo entiende, y que puede repercutir en cómo funciona una historia —si cumple requisitos como canal, público y momento adecuado…, y si los vientos del imprevisible algoritmo soplan favorables—: ¿qué emoción provoca lo que ofreces? Una periodista de un medio digital cuenta cómo a los redactores se les pedía pensar específicamente qué sentimiento transmitía cada publicación antes de lanzarla: esperanza, sorpresa, rabia… La clave no es que la emoción sea positiva o negativa, sino que sea intensa. Mejor euforia o ira que calma. Entra en juego, eso sí, la red social, porque Twitter y Facebook suelen ser campos fértiles para la indignación, mientras que Instagram recibe especialmente bien mensajes inspiradores o esperanzadores.
En redes funcionan las emociones, positivas o negativas, pero siempre intensas. Mejor euforia, o ira, que calma
De la vital importancia de la emoción lleva años pendiente la publicidad. En un mercado interconectado, con muchos productos parecidos, hay que atraer a un consumidor desbordado. Tom Meyvis, profesor en la escuela de negocios de la Universidad de Nueva York, recuerda que antes los banners(anuncios web) atraían con movimiento y reproducción automática, pero hoy no funcionan. Hemos desarrollado “ceguera de banners”.
En ese contexto de sobresaturación y ceguera es donde funciona la emoción. La publicidad ya no cuenta que un detergente lava más limpio, sino que nos remite a la nostalgia por el olor de la infancia. Y en Internet las tendencias, antes dirigidas a lo aspiracional e inalcanzable, vuelven al contenido aparentemente casero, a la vulnerabilidad y a una comunicación cercana. Quienes marcan tendencia, los influencers, son la respuesta a la saturación y pérdida de interés en las marcas, sostiene Gillian Brooks, de Oxford. Interactuar con personas parece más íntimo y fiable que hacerlo con una empresa. Se construye una relación emocional con ellas, aunque hagan, precisamente, publicidad para una compañía.
Vigilando nuestro cerebro
El neuromarketing o “neurociencia del consumidor” es una de las técnicas que intentan desentrañar los mecanismos por los que prestamos atención. La multiplicación de oferta online supone una sobrecarga de información para nuestros cerebros, con capacidad de atención limitada, así que estas disciplinas apuntan directamente a la mente, evitando respuestas subjetivas e imprecisas. Usan técnicas como el eyetracking (seguimiento del movimiento de los ojos en la pantalla); la medición de respuesta galvánica de la piel (GSR), que detecta sudor en las manos para medir la respuesta emocional; la electroencefalografía (EEG), que mide la actividad cerebral y el nivel de atención; o el reconocimiento facial de emociones.
El neuromarketing confirma, entre otras cosas, que en Internet actuamos rápido. Nuestra mirada se desplaza a toda velocidad desde la esquina izquierda superior de la pantalla hacia abajo y a la derecha, igual que cuando leemos —aunque esto varía en culturas que escriben de derecha a izquierda—, y lo hace más rápido que en papel. Hasta los lectores voraces de libros leen superficialmente en pantalla, fijándose en titulares y destacados, apunta Ingrit Moya, coordinadora del máster en Neuromarketing de la Universidad Complutense de Madrid. ¿Cómo de rápido reaccionamos? Podemos hacer clic en un anuncio en 0,1 segundos, según un informe del Journal of Marketing Research (2012), dependiendo de lo que tardemos en identificar la utilidad del producto y también de lo que estemos haciendo (no es lo mismo estar comprando ropa que leyendo las noticias).
Hay otras técnicas para captar nuestra mirada en el escaparate infinito de Internet. Estamos condicionados para prestar atención a las caras humanas, especialmente cuando nos miran directamente (estudios de eyetrackingdetectaron que atraen nuestra mirada, sobre todo, los ojos y las bocas). Una investigación de 2014 del Instituto de Tecnología de Georgia (EE UU) concluyó que las imágenes de Instagram con rostros reciben, de media, un 38% más de likes. Puedes hacer la prueba: ¿cuánto éxito tuvo tu foto artística de un paisaje, y cuánto tu último selfi? Influye lo guapo que seas. Estudios de principios de los años dos mil concluyeron que la mayoría nos interesamos más por fotos del sexo opuesto, especialmente si nos resultan atractivos.
Nos sentimos atraídos por otros elementos por razones evolutivas, señala Tom Meyvis, de NYU, como los colores —asociamos el rojo a emergencias— y lo que se mueve —el vídeo cobra cada vez más protagonismo—. Con la sensación de urgencia a la que respondemos instintivamente juega una de las herramientas más poderosas: las notificaciones, a menudo en forma de punto rojo. “Son baratas, y difíciles de desactivar en muchas aplicaciones”, subraya por teléfono Anastasia Dedyukhina, fundadora de la empresa que educa en minimalismo digital Consciously Digital y autora del libro Homo Distractus. “No sabes qué contienen y siempre deseas que sean útiles o interesantes”.
Pero quizá haya un límite para esta avalancha de estímulos. Nuestros cerebros se están adaptando al uso constante del móvil y a las descargas de dopamina que sentimos con un me gusta o la respuesta a un mensaje, advierte Dedyukhina. Ella decidió cortar por lo sano, cambiando su celular por uno básico solo con llamadas. Quienes piensan en alejarse de las pantallas, en medio de esta batalla por la atención y el tiempo, hoy son legión. Uno de los expertos más reconocidos en atención en Internet, Nir Eyal, publicó en 2014 el libro Enganchado: cómo construir productos y servicios exitosos que formen hábitos. Su nueva obra, editada este año, es Indistractable: How to Control Your Attention and Choose Your Life (Indistraíble: cómo controlar tu atención y elegir tu vida). Atentos al cambio.
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