Uno de los rituales que se hacen en el templo de Manakamana (Nepal) (Uwe-Bergwitz / Getty Images/iStockphoto)
Los santuarios de Manakamana y Dakshinkali conservan prácticas hinduistas milenarias
Nepal es el hogar de ocho de las 14 cimas más altas del mundo, las que sobrepasan los ocho mil metros sobre el nivel mar. La majestuosidad de sus montañas y el misticismo de sus habitantes, junto a la iconografía budista de las tierras altas, hace pensar a la mayoría que se trata de un país que sigue masivamente esta filosofía religiosa.
Sin embargo, Nepal es abrumadoramente hinduista. El 81% de sus habitantes practica esa religión que tiene un concepto de la sacralidad muy alejado de nuestros estándares. Los occidentales siempre se sorprenden del jolgorio y la poca solemnidad que hay en el interior de los templos. Ello solo cambia en el sanctasantórum, donde se aloja la imagen de la deidad principal.
Con más de 33 millones de deidades que se calcula que tienen los hindúes, es lógico que la circunspección sea limitada, no se puede estar serio todo el tiempo.
En Nepal hay dos templos sacrificiales como ya no se estilan ni siquiera en la propia India. El santuario de Manakamana está emplazado en lo alto de una montaña de la región central de Gorkha. Los peregrinos utilizan un moderno teleférico para llegar hasta allí, ahorrándose las extenuantes cinco horas a pie en subida del camino tradicional. El movimiento de personas que portan animales para entregar a la diosa Bhagwati es tal que incluso hay cabinas solo para cabras (que pagan billete, pero solo de ida por razones obvias).
En función de las posibilidades económicas, las familias acuden allí con una paloma, un gallo, un cerdo, un cabra o incluso un búfalo para pedir favores, especialmente la concesión de un hijo varón por parte de las parejas jóvenes.
En la cosmogonía hindú los dioses destructores gozan de gran predicamento, pues no se concibe creación sin devastación
El animal se entrega al matarife del templo, que lo degüella a toda velocidad, rociando con el chorro de sangre la imagen de la diosa, recibiendo una propinilla por la tarea y devolviendo o no el cadáver del sacrificio, según interese al devoto.
En las afueras de Katmandú, a tan solo 22 km de la capital, hay otro templo de similares características. Se halla en la auspiciosa confluencia de dos arroyos, y los sacrificios suelen ser muy numerosos los martes y sábados. Dakshinkali, como su nombre indica, está dedicado a la diosa Kali, devoradora del mal, del tiempo, de la ilusión y del ego. Aunque para nosotros resulte incomprensible, en la cosmogonía hindú los dioses destructores gozan de gran predicamento, pues no se concibe creación sin devastación.
Las escenas son idénticas a las de Manakamana: legiones de devotos entregan animales vivos y cada mañana el altar se convierte en una bañera de sangre. Aunque aquí, tal vez por el magnífico entorno forestal, las familias acuden además con leña y útiles para cocinar y suelen guisar la pieza sacrificada en un picnic festivo. Durante el festival otoñal de Dasain ambos templos multiplican sus visitas.
Los occidentales que asisten al rito deben mostrarse impertérritos yevitar aspavientos o muestras de asco y/o rechazo. Si el viajero no está preparado para contemplar la escena sacrificial lo mejor será retirarse discretamente de la zona en que actúa el matarife. No es un espectáculo teatral sino una liturgia religiosa, si se toman fotografías será de forma discreta y no invasiva.
Información adicional
Dakshinkali está a 22 km de Katmandú. La localidad de referencia es Pharping. Se llega al templo en autobuses locales que parten de la estación del parque Ratna de la capital o pactando un precio cerrado de ida y vuelta por media jornada con un taxista. A Manakamana es mejor subir con el teleférico de Cheres, en la ruta de autobuses que unen la capital nepalí con Pokhara o Chitwan.
http://www.lavanguardia.com/ocio/viajes/20180514/443403171540/ultimos-templos-sacrificio-nepal.html
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