El uso de las apps de citas también crece durante esta época
Sandy y Danny, los protagonistas de Grease, se conocieron en una playa y vivieron un típico romance veraniego. Un amor que acaba en otoño y se convierte en recuerdo, en historia que contar a tus amigos al volver a clase. Es lo que hacen en la canción Summer Nights al principio de la película, todavía sin saber que en realidad están en el mismo instituto. “Empezó a hacer frío, ahí es donde acaba”, canta al final de la canción Sandy, interpretada por Olivia Newton-John. Ese verso resume todo lo que entendemos por un amor de verano: una relación que se fragua en la lentitud estival y que tiene fecha de caducidad.
Los amores de verano han sido objeto de canciones y películas durante muchos años. La inspiración, como casi siempre, está en la vida real. “Mi primer novio, que solo me duró quince días de un verano, era mi vecino de la playa”, cuenta Tera Blanco a Verne. “Me enamoré de él porque siempre entraba en la urbanización saltando por encima del portalón del garaje, en vez de por la puerta”. En este caso, no fue el otoño quien acabó con la relación. “Lo nuestro no prosperó porque por aquel entonces a mí los besos con lengua me daban grima”.
En aquella época no había Tinder, así que los líos veraniegos había que buscarlos en vecinos y turistas. Además, no quedaban registrados más que en nuestra memoria y en las cartas que enviábamos a nuestros amigos. Ahora las apps de contactos sirven no solo para seleccionar a un potencial compañero antes de cruzártelo por la calle, sino también para crear un importante registro de datos sobre cómo nos relacionamos que prueba lo que ya sospechábamos: en verano buscamos más el amor.
Emma Bouhours, asistente de comunicación y relaciones públicas internacionales de la app de contactos Happn, nos cuenta por email que hay efectivamente un patrón anual que muestra “actividad creciente que empieza a principios de enero y alcanza su pico en julio y agosto”. A partir de mediados de septiembre, “la actividad y los nuevos registros se ralentizan”.
Desde Tinder comentan algo similar. En 2018, por ejemplo, agosto fue el mes con más actividad en España. Además, destacan que “hace dos años, cuando hubo grandes olas de calor en verano en España, en uno de los días más calurosos (14 de junio) el uso de la aplicación fue un 40% más alto que el día más frío de ese mismo año (18 de enero)”.
Amores de viaje
Muchos de estos amores, además, ocurren cuando estamos de viaje. Donna Sheridan, el personaje de Meryl Streep en Mamma Mia!, vivió un verano del amor a finales de los 70. Entre París y Grecia, tuvo tres aventuras en 25 días, que dieron como resultado un embarazo y la duda de quién de los tres sería el padre.
Bea Vila también vivió un amor de verano mientras pasaba un mes en Francia. En su caso, un amor frustrado y muy distinto a las experiencias de la protagonista del musical con canciones de ABBA. En el verano de sus 14 años, se fue de intercambio a la región de la Vendée, al oeste del país. Se hizo amiga de la chica de su familia francesa, así que volvió todos los veranos hasta que cumplió los 18. En su pandilla había un francés que le gustaba y al que una de sus amigas de España llamaba el “chico coche” porque su nombre es muy parecido a Renault.
Nos cuenta que fue un amor frustrado porque lo “idealizaba todo tanto que me negué a que me besara cuando se había tomado dos cervezas”, aunque “era lo que más quería”. También le pesaba “la vergüenza a hacer el ridículo con nada más y nada menos que un chico francés”. Además, cosas de la adolescencia, “no estaba dispuesta a que aquello trascendiese en aquella pandilla de verano. Era un amor en silencio y me conformé con tenerlo cerca”.
A veces los viajes son precisamente para encontrarse con alguien. Tera Blanco, la entrevistada que se enamoró de su vecino de la playa el que no usaba la puerta, recuerda también que 12 años después, un verano hizo las maletas y se fue a París “a conocer a una chica con la que me había estado escribiendo emails extrañamente poéticos y sugerentes durante dos semanas. Aterricé en París y esa misma noche me despedí para siempre de la heteronormatividad”.
Estar fuera de nuestro entorno habitual, algo común en las vacaciones de verano, ayuda a que nos soltemos más y estemos más abiertos. “Sí que vemos más uso en los destinos veraniegos más típicos durante las vacaciones”, explica Emma Bouhours, de Happn. “En estudios que hemos hecho en Francia, por ejemplo, vemos más actividad en la costa oeste y del Mediterráneo en los meses de verano”.
Además, cuenta que los usuarios suelen “actualizar sus perfiles y mencionar si están allí de vacaciones” cuando están en un lugar durante un período limitado de tiempo.
Los efectos del cambio de rutina
Hay una explicación científica para todo esto. La psicóloga y sexóloga clínica Irene Bedmar nos cuenta por email que en verano mucha gente modifica su estilo de vida, priorizando “el descanso y disponiendo de mayor tiempo y espacio dedicado a actividades relacionadas con el relax, el ocio o la diversión”.
Todos estos cambios afectan también “a nuestros distintos niveles de respuesta (cognitivo, emocional, fisiológico y conductual) y, por tanto, también influyen potencialmente en nuestro comportamiento a nivel afectivo-sexual”, dice. Como consecuencia, estamos más predispuestos al enamoramiento, ya que “en estas circunstancias solemos estar más abiertos y receptivos al esparcimiento y las relaciones interpersonales”.
Por su parte, Nazaret Iglesias, psicóloga experta en modificación de conducta y directora de Dana Centro de Psicología, señala tres características del verano que “favorecen que tengamos mayor predisposición a conocer a gente y enamorarnos”: más horas de luz (aumenta nuestros niveles de serotonina, que nos relaja, y testosterona y estrógenos, hormonas relacionadas con la sexualidad), liberación de feromonas al llevar la piel más expuesta y sudar más, y que “nuestro principal objetivo en vacaciones es pasarlo bien y disfrutar”, lo que crea “la combinación perfecta para propiciar un amor de verano”.
Para vivir una aventura veraniega, además, no es necesario ser joven. “Tener un amor de verano no depende de la edad, sino de la predisposición que tengamos para ello”, comenta Iglesias, aunque admite que es cierto que “durante la adolescencia y juventud tenemos más tendencia a experimentar y a conocer a gente nueva”. Bedmar coincide, y puntualiza que no hay que “caer en la falsa creencia de que personas adultas o incluso ancianas no viven este tipo de relaciones o aventuras amorosas, ya que la realidad demuestra que también las disfrutan”.
Cuando los amores de verano no acaban
Una de las características de los amores de verano es su fecha de caducidad. Esto es natural, nos cuenta la psicóloga Olivia Sacristán, ya que “el enamoramiento por sí mismo tiene fecha de caducidad”. Así, si las personas “se alejan por motivos logísticos —se acaban las vacaciones— antes de haber pasado a otra fase más profunda, resulta complicado que el amor se consolide”.
Esto explica también la intensidad de la relación y la huella que deja: “cuando nos enamoramos sentimos un tsunami en el que realmente no vemos al otro, sino que volcamos nuestras expectativas de perfección amorosa en él”, asegura la psicóloga. Si la historia llega a su fin antes de superar esa fase, el recuerdo es el de esa visión idealizada. Además, enamorarse “de alguien que vive lejos, que anticipas que quizá no dure, te hace conectar más con el presente, con el aquí y ahora y por tanto vivirlo con mayor intensidad”, asegura la experta.
No obstante, hay casos de éxito, historias que trascendieron el verano incluso cuando parecía que todo había quedado en un bonito recuerdo.
Es lo que les pasó a Miguel e Iria Misa. Él, asturiano, pasaba los veranos en la zona de Baiona, en Galicia, de donde es su padre. “Recuerdo que una vez, yendo a una fiesta, nos cruzamos con un grupo de chicas y tuve esa sensación de que alguien te mira y tú lo miras”. Esa chica era Iria. Ambos grupos de amigos se conocieron y, una vez superados varios escollos de logística adolescente (él le gustaba a otra chica del grupo), “nos dimos unos besos en la playa, a la luz de la luna, con la marea alta… como en las películas”.
Miguel asegura que él se quedó ya “prendado”, pero Iria no lo tenía tan claro. “El fin de semana siguiente nos dimos cuatro besos en el Persígueme [una discoteca de la zona], pero de pronto ella salió corriendo porque ¡pasó un chico que le gustaba!”. El verano siguiente volvió y se volvieron a ver “pero ya no pasó nada”.
Unos diez años después, tras encontrarse un día por la calle y hablar un poco, Miguel recibió un email algo extraño de Iria. “Vi un vídeo que me hizo mucha gracia, El baile de las gambas crudas, y se lo envié”, cuenta ella. Empezaron a hablar por Messenger, “la cosa fue cogiendo intensidad”, comenzaron los viajes de Asturias a Galicia y hasta ahora, ya casados y afincados en Baiona.
A Mónica Domínguez le pasó algo similar. Nos cuenta que en el verano del 89 o el 90, cuando tenía 15 años, conoció “a través de amigos intermedios a un muchacho con el que estuve ese verano”. Al final del verano, él la dejó porque “según él, pobre inconsciente, me oía hablar y me notaba demasiado madura”.
Perdieron el contacto y siguió su vida con normalidad. “Siempre lo recordé con cariño y algo de nostalgia. Y era consciente de que algo de huella dejó, porque curiosamente, a mi exmarido, que no era nada celoso, le molestaba que hablase de él”.
Años más tarde, Facebook “hizo su magia” y se hicieron amigos e intercambiaron algunos me gusta. “Hace poco, ambos felizmente separados, quedamos para tomar un café.
Tuvimos esa sensación de haber llegado a casa que se tiene después de un viaje. Y no nos hemos separado desde entonces”.
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