'The Course of Empire - Destruction', por Thomas Cole (1836)
La desarrolla el profesor estadounidense de historia clásica Kyle Harper en 'El fatal destino de Roma', que publica en España Crítica
Es una pregunta que se ha repetido una y otra vez en los últimos 15 siglos: ¿por qué cayó el Imperio romano? Ha habido toda clase de respuestas (un estudioso alemán hizo una lista que incluía 210 posibilidades), desde las interesadamente ideológicas, según las cuales el problema de Roma fue que el Estado gastaba demasiado en guerras y en alimentar a los pobres, a las claramente morales, para las que el hedonismo y el afeminamiento de los romanos les impidieron mantener en funcionamiento una entidad política de su calibre.
Pero las respuestas serias son básicamente dos. Por un lado, que Roma cayó porque el sistema político era tremendamente caótico. La sucesión de los emperadores era demasiado indeterminada y el Estado era al mismo tiempo muy burocrático y siempre se encontraba enzarzado en batallas por el liderazgo militar. Y, por el otro, que el Imperio había crecido en exceso―abarcaba de Londres a Damasco, del Danubio al Sáhara― y eso fomentó la creación de estados secundarios internos que, sumados a las amenazas externas, hicieron inviable la supervivencia de ese monstruo sin precedentes.
Pero hay una nueva teoría, fascinante y original. Lo que acabó con el Imperio romano fueron un cambio en el clima y la viruela.
Así lo explica 'El fatal destino de Roma' (Crítica), del profesor estadounidense de historia clásica Kyle Harper. Según él, ninguna de las teorías anteriores es desdeñable, y no existe ninguna duda de que las razones bélicas, políticas y económicas tuvieron que ver con la desaparición del Imperio. Pero, en los últimos años, el estudio de “núcleos de hielo, piedras rupestres, depósitos de lagos y sedimentos marinos”, así como de “huesos humanos [que] por su tamaño, forma y cicatrices preservan un sutil registro de la salud y las enfermedades”, de “dientes [que cuentan] historias sobre la dieta y la migración, biografías biológicas de la mayoría silenciosa” y de “los genes” nos permite ver muchísimo más allá de lo que lo hicieron los historiadores previos.
En primer lugar, Harper cuenta por qué Roma ―que en el siglo VIII a. C. era un poblacho poco prometedor, alejado del mar y sometido a sus vecinos etruscos― se convirtió en el mayor imperio de la historia. Por supuesto, hay razones humanas: desde el talento de sus líderes a su inteligente organización política y militar, y sobre todo una soberbia comprensión de las posibilidades del comercio y la tecnología. Sin embargo, también tuvieron mucho que ver las fuerzas de la naturaleza; en concreto, el clima.
"El sol fue generoso"
“El crecimiento de los mercados alimentó la expansión empresarial y las instituciones romanas incentivaron deliberadamente la ocupación de tierras marginales. La circulación de capitales propició el enorme aumento de las obras de irrigación en paisajes semiáridos. El auge económico del África romana [recordemos que Egipto fue durante mucho tiempo el granero que alimentaba a Roma] se logró gracias a la construcción de acueductos, pozos, cisternas, terrazas, diques, embalses y [canales]”. Lo cual pudo suceder gracias a que entre los años 200 a. C. y 150 se produjo lo que se conoce como el Óptimo Climático Romano, una fase del Holoceno ―la época geológica iniciada hace unos 12.000 años que permitió la aparición de la agricultura y, con ella, de las entidades políticas complejas― con “altos niveles de insolación (…), un periodo de clima cálido, húmedo y estable en gran parte del vasto Imperio romano”. O, por decirlo de otro modo, “el sol (…) fue generoso con los romanos”.
Como ya advirtió Plinio el Viejo, y Harper cuenta con datos, se produjeronmigraciones botánicas que no se debieron únicamente a las artes humanas: las hayas, que antes solo crecían en las tierras bajas, empezaron a ser un árbol de montaña. Grandes glaciares comenzaron por entonces a retirarse de las alturas de los Alpes. Se podían plantar viñas, olivos y cereal en lugares antes imposibles. “Las condiciones del Óptimo Climático Romano permitieron que mayores extensiones de tierra fueran más maleables al avance de los cultivos humanos que en los siglos anteriores o posteriores”. De nuevo, sin el ingenio humano nada de esto habría servido para forjar un imperio que duró más de 500 años, pero sin estas condiciones, tampoco hubiera sido posible.
Ahora bien, esta época feliz llegó a su fin. Por un lado, el Óptimo Climático Romano terminó: el periodo entre los años 150 y 450 fue de una enorme inestabilidad climática, que tuvo efectos inequívocos en las reservas alimentarias y una enorme influencia en los acontecimientos militares y políticos. Y ya en el siglo VI, con el Imperio condenado, esas alteraciones climáticas culminaron en una Edad de Hielo: entre los años 530 y 540 se produjo la temporada más fría de todo el Holoceno y la energía procedente del sol descendió a mínimos, en parte debido a las erupciones de volcanes, cuyas emisiones crearon una capa que dificultaba la llegada de la luz a la tierra.
Como dice Harper, "los gérmenes son mucho más mortíferos que los germanos"
Pero además, como dice Harper, “los gérmenes son mucho más mortíferos que los germanos”. Roma llegó a tener un millón de habitantes ―ninguna ciudad del mundo igualaría esa cifra hasta el Londres del siglo XIX―, y había creado una red de carreteras y un sistema de intercambio entre zonas geográficas dispersas que no tenían precedentes. Y por eso mismo “deberíamos imaginarnos el mundo romano en su totalidad como un contexto ecológico para los microorganismos (…). La urbe romana era una maravilla de la ingeniería civil y, sin duda, los baños, las alcantarillas y los sistemas de agua corriente aliviaban los efectos más temidos de la eliminación de residuos (...) [pero] la ciudad estaba infestada de ratas y moscas, y pequeños animales graznaban en callejones y patios. No existía una teoría sobre los gérmenes, la gente casi nunca se lavaba las manos y no podía impedirse la contaminación de los alimentos. La ciudad antigua era un hogar insalubre. Las pequeñas enfermedades provocadas por la ruta fecal-oral, que inducían diarreas mortales, probablemente fueron la principal causa de muerte en el Imperio romano”.
En la década de 160 estalló la primera gran pandemia, la llamada 'peste antonina' (por el nombre del emperador del momento). Es probable que fuera la viruela, aunque no se sabe con certeza, y acabó con alrededor del 20% de la población. Las consecuencias políticas y económicas fueron devastadoras, y también se dejaron notar en el reclutamiento militar. El Imperio sobrevivió, pero a partir de entonces no volvería a ser el mismo. Solo mantenerse en pie le costaba ya un esfuerzo colosal.
Nos gusta hacer grandes interpretaciones morales de los acontecimientos históricos más trascendentes, y la caída del Imperio romano quizá sea uno de los más significativos. Este extraordinario ensayo de Kyle Harper demuestra cómo la humanidad se puede condenar no solo por clamorosos errores ideológicos sino por sucesos que escapan a su poder, como el tiempo ―aunque el cambio climático que experimentamos ahora sí tenga que ver con la acción de los humanos―. Sea como sea, deberíamos recordar la lección romana: incluso las civilizaciones mas sofisticadas están a expensas de las leyes de la naturaleza e incluso lo gigantesco puede caer. Así pasa la gloria en el mundo.
El erizo y el zorro AUTOR RAMÓN GONZÁLEZ FÉRRIZ 15/01/2019
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