miércoles, 7 de agosto de 2019

Todos locos o por qué hay cada vez más payasos como primeros ministros

Foto: El primer ministro británico, Boris Johnson. (Reuters)
El primer ministro británico, Boris Johnson. (Reuters)



Cada día hay más gente irritada y con miedo ante el futuro, y esa es mala receta para un mundo estable. Los políticos deberían tomar nota



La política tiende últimamente a lo estrafalario y hay que preguntarse por qué.
Tras un largo proceso de primarias, los conservadores británicos han optado por el cuidadosamente despeinado Boris Johnson para sustituir a la inoperante May al frente del partido 'tory' y del Gobierno del Reino Unido. La decisión la han tomado 160.000 miembros del partido en un país con una población de 66 millones. Lo han hecho a conciencia, porque tenían otras opciones como Jeremy Hunt, exministro de Exteriores y hombre más sólido y prudente. Es una elección que muestra a las claras hasta qué punto el Brexitha nublado las mentes de la democracia más antigua y admirada del mundo. Johnson ha prometido salir de Europa a fin de año por las buenas o por las malas, con o sin acuerdo, como sea ('do or death'). No sé qué pensará estos días Isabel II, que ha tenido un primer ministro como Winston Churchill, al acabar su reinado con este individuo tan original.
Hace dos años, los norteamericanos votaron contra todo pronóstico a Donald Trump frente a una mujer mucho más consistente pero no popular como era Hillary Clinton. No hay que olvidar que Trump es un empresario de la construcción y un 'showman' televisivo vinculado a concursos de belleza. Fue una elección donde pasaron muchas cosas raras y en la que las agencias de Inteligencia han visto la mano de potencias extranjeras. Trump no tuvo mayoría de votos populares pero se hizo con la presidencia, y a lomos de una economía pujante parece tener unas expectativas relativamente buenas con vistas a los comicios del próximo año, a pesar de haber puesto patas arriba la geopolítica mundial, a pesar de su racismo, sus mentiras, insultos y cambios de colaboradores en la escena doméstica, y alejamiento de los amigos y la creación de nuevos enemigos en la internacional.
Brasil es un escenario diferente porque allí el desprestigio de la clase política es sideral, el presidente Lula ha sido encarcelado y la presidenta Dilma Roussef, sometida a un proceso de destitución por el Parlamento, mientras que un descomunal caso de corrupción (Lava Jato) extendía sus tentáculos por todo el continente sudamericano. El resultado ha sido Jair Bolsonaro, un reaccionario evangelista con simpatías por los generales golpistas, que deforesta el Amazonas a velocidad de vértigo y que es partidario de armar a la gente para combatir las altas tasas de criminalidad. Al menos no asesina directamente, como hace Duterte en Filipinas con los sospechosos de traficar con drogas y sin la molestia y el coste de juzgarlos antes.
Y en Pakistán las urnas han hecho primer ministro a un famoso jugador de críquetImran Khan, un ídolo de las masas que era probablemente el hombre más popular del país aunque careciera de experiencia política. Que el tedioso críquet sea deporte nacional en Pakistán es un problema que solo cabe explicar como otra de las muchas maldades del colonialismo.
En Ucrania, europeos y norteamericanos impulsaron la Revolución Naranja del Maidán para echar a gobernantes corruptos y prorrusos y elegir a partidarios de meter al país en la UE y en la OTAN, como si Moscú se fuera a quedar con los brazos cruzados. No cabe mayor ingenuidad. El resultado es un país dividido con su mitad oriental 'de facto' independiente y donde unas elecciones han llevado al cómico televisivo Volodimir Zelenski a la presidencia y luego han dado la mayoría absoluta a su partido, que ni siquiera existía hace unas semanas. Y ahora Zelenski quiere reforzar su Gobierno aliándose con el partido de un cantante de rock.
En Italia, las urnas han creado un auténtico 'Gobierno Frankenstein' entre los conservadores nacionalistas y xenófobos de la Lega y el Movimiento Cinque Stelle, populista y de izquierdas que —no hay que olvidarlo— fue fundado por el cómico Beppe Grillo. El primero es fuerte en el norte del país y el segundo en el sur, y tienen programas políticos muy diferentes aunque Matteo Salvini se esté llevando el gato al agua y se haya comido literalmente al pobre Di Maio, que de líder de 5 Estrellas ha acabado estrellado en un tiempo récord. Desde entonces, los desplantes y 'originalidades' de Salvini no han hecho más que aumentar sin que eso haya mermado un ápice su popularidad, sino todo lo contrario.
En Europa del norte y del centro, hasta en la misma Francia, crecen grupos nacionalistas y populistas de extrema derecha de carácter egoísta, xenófobo y antieuropeo. Grupos que se definen más por lo que no quieren que por lo que quieren y que resultan profundamente antipáticos porque recuerdan (con todos los matices que haga falta) lo que ya sucedió en los años treinta y que nos llevó a la mayor tragedia de nuestro continente. Aquí no hay comicidad sino tragedia.
Y en España... La clase política acaba de dar un penoso ejemplo de anteponer personalismos e intereses de partido por encima de lo que los votantes les pedían y el país necesitaba. Una tragicomedia. No se ha negociado sobre programas sino sobre sillones, olvidando la sabia máxima de Max Weber de que los políticos deben vivir para la política y no de la política. Veremos qué pasa cuando en otoño lleguen el Brexit y la sentencia del 'procés' si para entonces seguimos sin Gobierno. Me da la impresión de que Andreu Buenafuente podría salir elegido si hubiera elecciones y decidiera presentar su candidatura.
Lo que ocurre no es casual y responde a varias razones: la irritación por la creciente desigualdad y los efectos puntualmente perniciosos de la globalización sobre la clase media y ciertos grupos de población; la inseguridad y el miedo ante el futuro del empleo, radicalmente comprometido por la revolución digital; el hartazgo ante partidos políticos más atentos a la defensa de sus intereses corporativos que al interés nacional, y la comodidad de escuchar mensajes simples y reiterativos en el lenguaje vulgar y próximo de los populistas. Sin olvidar la corrupción y un hartazgo que anima a cambiar para ver si las cosas mejoran. Aunque sea dando un salto en el vacío. Los políticos harán muy mal si no escuchan este clamor ciudadano que se agrava en momentos de vacas flacas como las creadas por la crisis económica de 2008, de la que estamos saliendo con apuros a pesar de los esfuerzos de Trump por desacelerar la recuperación introduciendo variables como el conflicto con Irán, que puede desatar el precio del crudo, o la pugna comercial con China.
Cada día hay más gente irritada y con miedo ante el futuro, y esa es mala receta para un mundo estable. Los políticos deberían tomar nota porque en caso contrario cada vez habrá más payasos como primeros ministros.



AUTOR
JORGE DEZCALLAR     06/08/2019

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