lunes, 9 de marzo de 2020

Tiempo de oportunidad


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Lo sospeché con mucha tristeza hace un año cuando falleció mi madre y ahora el coronavirus parece confirmarlo: la vejez es mala para la salud e incluso conlleva un importante riesgo de muerte. Por lo demás, la ciencia médica no tiene muy claro qué conclusiones sacar de la epidemia mundial desencadenada a finales del año pasado, aparentemente cuando un chino se comió un pangolín. O se acercó demasiado al animal. O algo.
La ciencia no tiene muy claro ni siquiera lo más importante: cuál es el índice de mortalidad del coronavirus. Leo mucho sobre el tema y veo, por ejemplo, que el director general de la Organización Mundial de la Salud declaró esta semana que el índice de muerte era del 3,4%. Poco después una portavoz de la OMS aclaró que este era “un ­cálculo bruto”, que la cifra cambiaría con el tiempo, que se basaba quizá desproporcionadamente en la experiencia de la ciudad china de Wuhan y que no tomaba en cuenta los casos que no han requerido atención médica. Es probable, además, que haya muchos casos no detectados, otra razón para creer que la frecuencia real de mortalidad sea mucho más baja de lo que propuso el médico en jefe del mundo.
Lo único que sabemos, creo, es que pasará bastante tiempo hasta que sepamos con certeza el alcance y las dimensiones de esta enfermedad. Quizá el virus experimente una mutación letal y acabe con la vida humana. Pero tampoco es descartable que el coronavirus resulte ser menos maligno que la gripe de toda la vida. Mientras, el miedo a lo desconocido conduce a que las bolsas se desmoronen y la economía mundial entre en crisis.
Quien detecte una nota de escepticismo en mis palabras no se equivoca. Lo cual me indica que debería intentar un ejercicio que muchas veces recomiendo y pocas veces pongo en práctica. Meterme en la piel del otro. Hacer el esfuerzo de entender la mirada de aquellos de quienes –por temperamento, por convicción, por edad, por vivir en la ciudad y no en el campo– discrepo.
Vamos a suponer, como supone un distinguido experto en enfermedades contagiosas de la Universidad de Harvard, que uno de cada cinco adultos, posiblemente tres de cada cinco, se contagien del co­ronavirus. Bueno, supongamos, ya que ­estamos, que vamos a enfermarnos todos. Y que, según parece calcular la mayoría de los científicos (el alarmista jefe de la OMS excluido), moriremos del 1 al 2 por ciento. ¡Muchos muertos! Aunque la mayor parte sea gente, digamos, de 70 años para arriba, estaríamos hablando de entre 77 y 154 millones de cadáveres. Podríamos acabar multiplicando casi por dos la cifra de muertes que causó la Segunda Guerra Mundial.
Pero aun así sigo siendo incapaz de reprimir mi vena optimista. Inspirado por una columna que leí esta semana en la antigua revista inglesa The Spectator , fundada en 1711, he resuelto empeñarme en ver el coronavirus como una bendición .

Incapaz de reprimir mi vena optimista, me empeño en ver el coronavirus como una ‘bendición’


Oriol Malet
Oriol Malet (Oriol Malet)

Primero, porque la nueva enfermedad ofrece un antídoto al otro terrible virus que recorre el mundo, la polarización. La columnista de The Spectator escribe: “Si sólo hubiera algo que uniese a toda la humanidad contra un enemigo común, como un meteorito que avanza hacia la Tierra, entonces todas las guerras terminarían”. Yo agregaría que ante tal enemigo terminarían los odios generados por la tendencia que tenemos de dividirnos en tribus, sean estas trumpistas, bolivarianas, independentistas, unionistas, brexiteras, europeístas, comunistas, fascistas, veganas, carnívoras, feministas, machistas, aficionadas del Barça o del Madrid.
Y de paso salvaríamos el planeta. La gente está dejando de volar. Los aviones van vacíos. Los aeropuertos se convierten en centros comerciales fantasmas. Ergo: las emisiones de carbono se reducen. Como en China, el gran contaminador del mundo. Las fotos espaciales demuestran que la gran nube de humo que suele cubrir el país más poblado del mundo ya no se ve desde que el coronavirus obliga al cierre de las fábricas. ¿Será posible, por cierto, que el daño que provoca el coronavirus en China se vea compensado por las vidas que se salvarán gracias a que sus 1.400 millones de habitantes volverán a respirar aire puro?
Otra ventaja del coronavirus es que acelerará la tendencia a trabajar desde casa. Para muchos seres humanos, entiendo, hay pocas cosas más desesperantes que las interminables reuniones de trabajo. Se reducirán un montón y, cuando no haya más remedio, la gente lo hará desde la distancia por Skype, lo que ofrecerá amplias oportunidades cuando la cosa se ponga pesada de jugar con el móvil, o de buscar citas en Tinder, sin que nadie se entere.
Bueno, no. El coronavirus será el ocaso de Tinder. Yo comparto con la columnista de The Spectator la noción de que lo que ella llama “el sexo del corral” atenta contra la dignidad de la especie. La exitosa aplicación tendrá los días contados una vez que cunda la idea de que si dar la mano a desconocidos tiene sus riesgos, intercambiar fluidos corporales con extraños puede ser una condena a muerte.
Ah, y volviendo a lo de trabajar desde casa, en plan más egoísta veo una ventaja para Barcelona, la ciudad a la que he vuelto a vivir tras demasiado tiempo en Londres. Ya que, habiendo pecado toda la vida de un exceso de irresponsabilidad, no tengo pensión, apuesto mi futuro a que suba el valor de mi casa barcelonesa. La economía de Barcelona (y de España) en general y yo prosperaremos como nunca una vez que los habitantes del norte de Europa se den cuenta de que la vida es corta y es infinitamente más saludable vivirla aquí.
Hay muchos que dicen que el pánico por el coronavirus tiene su origen en una gran conspiración. No lo veo. Pero lo que sí considero es la posibilidad de que, sin haber planeado nada, nos encontremos dando un paso importante en la evolución natural de la especie. La explicación sería darwiniana o divina, según el punto de vista. Pero puede que el coronavirus haya llegado como un fenómeno redentor para salvarnos de nosotros mismos. Para evitar que nos matemos todos entre unos y otros, que el planeta nos queme vivos, para que respiremos oxígeno limpio, que vivamos mejor, y menos como cerdos. Y que los pangolines, especie en vías de extinción, sobrevivan. Si, en el peor de los casos, los adultos nos morimos todos, la juventud tendrá la oportunidad de empezar de nuevo e intentar hacerlo mejor.

Puede que el virus haya llegado como un fenómeno redentor para salvarnos de nosotros mismos


No. Me niego a renunciar al optimismo, a caer en el miedo o la desesperación. China nos metió en este lío. Quizá ahora China nos debería aconsejar. Siempre me ha gustado lo que dicen allá: tiempo de crisis, tiempo de oportunidad.

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