En algún punto de la Ruta 66, junto a una de esas viejas cafeterías que preludian el polvoriento Mojave, hay un cartel que reza: "No hay religión más elevada que el servicio a las personas. Trabajar por el bien común es el credo más importante". Es fácil fantasear con la idea de que ese cartel fue ingeniado en los tiempos de Steinbeck, hace décadas, cuando aquella carretera vertebraba tanto tráfico y tantos sueños. Quizá lo elaboró alguien con vocación de servicio a los viajeros, que llegaban cansados, hambrientos y sedientos tras largas horas al volante. Quizá ese alguien disfrutaba viéndolos perderse en un plato repleto de comida, con un café servido en una taza sin fondo y el consabido vaso de agua al lado. Acaso esa persona les entretenía con algo de conversación, con el último acontecido que hubiera ocurrido entre Amarillo y Albuquerque o, tal vez, con algún chiste, repetido a miles de viajeros, pero siempre interpretado con la frescura de la primera vez.
Siempre ha habido gente con vocación de servicio. Y no necesariamente eran misioneros o profetas, ni tenían la intención de elevar a sus congéneres por encima de sus cabezas. Eran tal vez mecánicos, o agricultores o maestras. Profesionales cuya entrega iba mucho más allá de su salario: un mecánico que recomendaba posponer el cambio de aceite, sabedor de que el fabricante había pautado revisiones más frecuentes para enriquecerse. O un agricultor reconvertido en tendero que explicaba en detalle qué parte de la calabaza es óptima para el asado. O una maestra, que dormía feliz porque contaba por docenas las miopías que identificaba entre sus alumnos, cuando sus padres sospechaban que su hijo era torpe y lo que en realidad pasaba era que no veía bien la pizarra. Desde que los fenicios comerciaban en el mediterráneo siempre han existido ese tipo de personas que disfrutan haciendo el bien a los demás a través de su trabajo.
Pero luego las empresas crecieron, se hicieron gigantescas. Y algunas de ellas comenzaron a ser más grandes que muchas ciudades. Y al parecer, a ojos de algunos, la relación con el cliente se convirtió en un asunto complejo, en un proceso que requería una solución. Como si servir fuera un problema. Y entonces aparecieron expertos, contables, ingenieros, consultores, teóricos de esto y de aquello, de todo y de nada, que empezaron a hacer cálculos de eficacia, de eficiencia, de costes, de salarios, de rotaciones, de turnos, de bajas y de un sinfín de cosas más. Comenzaron a incluir en sus cálculos las duraciones de las llamadas y los ingresos generados o las pérdidas evitadas. Y se popularizaron términos como reclamación o retención. Y conforme la organización industrial avanzaba se fue privando poco a poco de su autonomía a las personas que dialogaban con los clientes.
En la época dorada de la Ruta 66 el servicio estaba basado en el criterio de cada profesional, que para eso lo era. En su independencia y, por supuesto, en su responsabilidad. Pero los expertos en industrialización pensaron que era mejor que los puntos de contacto con el cliente fueran ocupados por personas que, en lugar de decidir, se limitaran a seguir el guion. Hace más de veinte años que Schlesinger y Heskett describieron lo que ellos llaman el ciclo del fallo: una perversión organizativa que consiste en debilitar a quienes dialogan con el cliente a base de permitir salarios bajos, alta rotación, poca formación y exceso de control. En estas circunstancias el empleado, que puede tener una gran vocación de servicio, se ve impotente y frustrado cuando trata de ayudar al cliente que llama, muchas veces enfurecido por errores cometidos en otro punto de la organización. Errores de los que ese empleado no tiene la culpa y sobre los que no tiene ningún tipo de control.
No contentos con ello, los expertos en enriquecimiento dieron un paso más, convencidos de que era mejor incorporar ordenadores para atender a los clientes. Y comenzaron a atormentarlos con horrendas melodías repetidas una y mil veces, con menús infinitos de opciones, con obligaciones tan absurdas como tener que decirle a la propia empresa de telefonía el número desde el que se llama. O tener que explicar una y otra vez su problema en los distintos niveles de atención. Hasta el desmayo. Todo esto complicó aún más la relación con el cliente, que cada vez se sentía más frustrado. Frustración que se convertía en ira cada vez que una empresa a quien no había dado sus datos llamaba para venderle algo que no necesitaba. Una y otra vez. Y otra vez. Y otra. En estas circunstancias, cada vez era más difícil para el personal de contacto hacer viable su vocación de servicio, tanto los que eran llamados como los que llamaban.
Pero no hay dos sin tres. Y así es que han aparecido los sistemas de reconocimiento de voz, que a menudo entienden poco y solucionan menos. Y los bots, con su crónica falta de empatía, un infeliz correlato moderno de los discos rallados. Y mientras todo eso pasa el cliente lucha desesperadamente por hablar con una persona. Con alguien que realmente le entienda y, lo que es más importante, que le pueda resolver su necesidad o su problema, ya se trate de una compra, de un trámite o de una reclamación. Con alguien que no esté enterrado en el vicioso ciclo del fallo.
Cuesta creer que todo este cúmulo de despropósitos se haya elaborado con la intención sincera de agradar al cliente (ese que está en el centro de nada) y de prestarle un servicio de confianza. Cuesta identificar en todas esas artimañas la mirada de profesionalidad y confianza de aquellos mecánicos, de aquellos tenderos y de aquellas maestras. Quizá por todo ello ese cartel es un anacronismo. Porque el servicio es cada vez menos un credo y cada vez más una transacción. Y porque cada vez más el culto a los sistemas y a los resultados consigue más adeptos, en un ciclo infinito de realimentación que cada vez acerca más el agotamiento del modelo y el hartazgo supremo del cliente.
Ni toda la industrialización es positiva para el cliente, ni todos los sistemas pueden convivir en paz con los seres humanos, ni la digitalización es el vino que marida con todo. No solo no se ha erradicado el ciclo del fallo que describieron Schlesinger y Heskett sino que se está intensificando y acelerando hasta lo delirante. Alienando a miles de clientes, en particular a las personas mayores, e impidiendo cada vez más que las personas con vocación de servicio se sientan realizadas.
En un futuro no lejano quizá un viajero, cansado tras horas al volante, detendrá su vehículo impersonal e impoluto en una cafetería automatizada, una versión gigante de un teléfono inteligente. Con su tersa superficie y sus brillantes acabados cromados. Se sentará frente a la nada y un brazo robótico le ofrecerá algo que ni desea ni le gusta pero que, según el algoritmo que se comunica con su coche, es lo que necesita para reponer fuerzas. El conductor mirará su plato y su taza y el contenido de ambos, prefabricado y anodino por igual. Y mirará también a su alrededor, sin ver a nadie. Pero se pondrá su casco de realidad híper aumentada y logrará ver la cafetería tal y como era antaño. Los colores, los olores, las personas y hasta el viento cálido de Arizona colándose por las ventanas abiertas. Un ventilador de techo, una jarra de golosinas sobre el mostrador y, tal vez, un disco sonando en la gramola. Y un letrero en la pared que reza: "No hay religión más elevada que el servicio a las personas". Frente a él aparecerá la imagen del camarero. Sonriente, familiar, el prototipo de vecino de la puerta de al lado. Con su chaquetilla remangada hasta el antebrazo y su nombre bordado a mano sobre lado izquierdo del pecho. El cliente le mirará aliviado, pero, antes de que pueda articular palabra alguna, la voz sintética del camarero le vomitará a quemarropa su menú de opciones.
No lejos de allí un joven, hijo y nieto de camareros, que ya de niño jugaba a atender a los clientes tras la barra, seguirá sin trabajo. Seguirá consumiéndose y preguntándose qué hay tan de malo en él que la vida no le da ni siquiera una oportunidad.