La reina Isabel II. (Reuters)
Sin Isabel II, los Windsor encaran el peligro de diluirse en el resto de la sopa regia europea devenidos unos más de aquellos que, con gran esfuerzo, aún intentan conservar algo de aquella vieja magia simbólica de la realeza de siempre
Se cumple este viernes 8 de septiembre el primer aniversario del fallecimiento de la reina Isabel de Gran Bretaña y, desde la lejanía, pareciera que la corte británica perdió con ella parte de su brillo. Quizá ya no la miramos con la misma atención, o acaso con el mismo respeto, pero está claro que The Queen fue no solamente una soberana emblemática, sino también un icono intemporal a nivel internacional que traspasó fronteras. Un fenómeno que merece la pena analizar pues, con un no se sabe bien qué, ya que nunca hizo mucho ruido, ella logró aunar lo que ya en el comienzo de su reinado parecía viejo y caduco con la modernidad de los albores del siglo XXI. Una especie de hábil transición que le permitió pilotar a la monarquía británica a través de aguas tumultuosas, sin por ello restarle brillo ni atractivo ante el resto del mundo.
Siempre discreta y prudente, y sin salirse del marco ciertamente estrecho que marca la tradición de la hierática realeza británica, Isabel II hasta supo hacerse perdonar el punto de soberbia regia que la poseyó en los días inmediatos a la muerte de la princesa Diana. Una habilidad singular que se torna más remarcable habida cuenta de lo larguísimo de su reinado, que bien hubiera podido dejarla convertida en un objeto obsoleto y sin vida propia. A su favor, ese ser mujer que en Gran Bretaña siempre ha sido un activo entre un pueblo cuyos grandes monarcas –Isabel I, Victoria I y hasta la trágica María Estuardo– han sido reinas que han pasado con pedigrí propio a la historia. En su contra, toda una multiplicidad de factores en un país que, durante su reinado, tuvo que dejar atrás su identificación como poderoso imperio para convertirse en otra cosa que cabía definir sin restarle prestancia.
De ahí su enorme acierto en ese saber pasar de emperatriz de la India, que nunca llegó a ser, a cabeza visible de la Commonwealth. Una tarea a la que durante largos años se dedicó con enorme empeño, con sus exitosos y extensos tours por territorios de los cinco continentes, seguidos con interés por la prensa internacional, en los que supo acuñar una imagen de la realeza mucho más cercana a los distintos pueblos y las diversas etnias, aunque preservando siempre la distancia (acercarse a las masas y compartir unas palabras, pero sin tocar) que la mística monárquica requiere.
En esa misma línea, ella inauguró entre los Windsor una nueva y sagaz política de acercamiento a la población, fomentada por sus discursos de Navidad desde 1957, para la que supo apoyarse en figuras sólidas de su familia extendida, como sus primos los duques de Kent y de Gloucester, que facilitaron la presencia continua de personas de la familia real en toda la geografía británica en todo tipo de actos públicos a lo largo de muchos años.
Un proceso de fidelización de la población en tiempos en los que la monarquía necesitaba mirar más hacia su propio pueblo, y alejarse de sus estrechas vinculaciones familiares con todos los reyes del continente y con dinastías ya depuestas (como los molestos parientes alemanes) para así afirmar su britanicidad. Una distancia muy medida que hizo que se prodigase muy poco en los grandes encuentros regios fuera de Gran Bretaña, consiguiendo con ello colocarse un poco por encima del resto como primera entre sus pares. Prueba de ello fueron sus contadas apariciones en los grandes eventos regios, como fue el caso de las bodas de plata de la reina Juliana de Holanda o del funeral del católico rey Balduino de Bélgica, sin olvidar el aperturismo que supusieron sus cuatro visitas al Vaticano.
Más difícil le fue lidiar con los problemas internos de su propia familia, en tiempos de recortes financieros y de supresión de listas civiles y de prebendas para varios miembros del clan, y de inevitables escándalos en la vida de su hermana y de sus propios hijos. Decisiones difíciles en las que no pareció temblarle la mano, sin mostrar jamás públicamente sus emociones. Cambios siempre parciales y espaciados en el tiempo porque la esencia de la monarquía británica, con su pesada maquinaria, no dejó de prescindir de sus más claras señas de identidad.
Y es que, pareciendo antigua y estática, consiguió promover una acertada mezcla de cambio, adaptación y permanencia para conseguir que la monarquía británica continuase sobresaliendo, con gran distancia, por encima del resto, creando, además, una marca muy cotizada capaz de generar pingües beneficios tanto al país como a la propia Corona a través del extenso patrimonio real (el Crown Estate) y de todo un amplio merchandising de objetos para el turismo internacional. Ahí está el éxito incuestionable de la serie televisiva 'The Crown'.
Todo un logro a través de gestos imperceptibles desde esa estética fija y permanente con la que la recordamos. Una triple imagen: las de reina engalanada con las mejores galas y con joyas imponentes en los acontecimientos más brillantes; la de soberana a caballo en el Trooping the Colour; y la de señora británica de clase media alta con sus indespintables trajes, su bolso y sus sombreros, siempre del mismo corte, en vivos y atractivos colores. Una foto fija y sin estridencias pero inalterable que terminó convirtiéndola en un icono mediático. Una magia, la de la monarquía británica, que esta soberana consiguió llevar a las cotas más altas en un país en el que la Corona es parte del esqueleto esencial de la construcción del Estado.
El rey Carlos, bienintencionado y culto pero carente de carisma personal, ya ha anunciado que su residencia continuará siendo Clarence House, con lo que el palacio de Buckingham no tardará en convertirse en un cascarón inanimado visitable por los turistas. Los tiempos son difíciles, ya se anuncian los recortes en una Gran Bretaña en crisis, el perfil de la familia real ya se perfila a la baja e Isabel II no está. Más de uno la echará de menos (entre ellos sus primos españoles que le guardaban tanto afecto), pero, finiquitado su reinado, los Windsor encaran el peligro de diluirse en el resto de la sopa regia europea devenidos unos más de aquellos que, con gran esfuerzo, aún intentan conservar algo de aquella vieja magia simbólica de la realeza de siempre.
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