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La cultura de las propinas está descontrolada en EEUU, donde cada vez más negocios te ofrecen la opción de pagar extra a la hora de cobrarte
El hábito norteamericano de dar propina, convertido más bien en una obligación por el paso del tiempo y carente, por tanto, del sentido original de premiar un buen servicio, se está yendo de las manos. El aumento de los pedidos a domicilio causado por la pandemia y el cada vez más recurrente pago digital han hecho que muchas empresas se hayan atrevido a pedir propina por servicios que normalmente no la requerían y a cambiar, además, los porcentajes tradicionales. Los sondeos y las conversaciones al anochecer en la mesa de la cocina indican que la paciencia del estadounidense medio estaría llegando a su fin. Por mucho que pesen las tradiciones.
No hay un consenso claro sobre los orígenes de la propina. Las primeras referencias oficiales a esta práctica datan de la Inglaterra del siglo XVII. La élite estadounidense la habría adoptado durante sus vacaciones en Europa en el siglo XIX como una manera de presumir entre los suyos de su estatus civilizado, y habría hecho lo que siempre hacen los norteamericanos cuando se dejan llevar por el entusiasmo: llevar esta práctica unos 10 o 20 pasos más allá, hasta el punto de consolidarla.
Sea como fuere, el salario de los trabajadores hosteleros en EEUU depende hoy en gran medida de las propinas de los clientes. El salario mínimo federal para los empleos donde se recibe propina es de dos dólares y 13 centavos la hora. Algunos estados lo han subido hasta cinco, siete, nueve y hasta 15 dólares y 74 centavos la hora (Distrito de Columbia). Pero en la gran mayoría ese mínimo sigue siendo de tres o cuatro dólares. En 17 estados, se mantienen los 2,13 dólares. Aunque el empresario acabe pagando un salario superior a estos anticuados estándares de mediados de los años noventa, después de quitar los impuestos no queda gran cosa. Por eso, el salario final de los camareros está compuesto fundamentalmente por las propinas.
Esta es la razón por la que si un cliente se marcha sin dejar gratuidad, 30 segundos después escuchará un grito a su espalda, se dará la vuelta y verá al camarero, que tan amablemente la había servido durante la cena, perseguirle empapado en sudor. No dejarle propina equivale, simplemente, a privarle de su salario.
Así que el statu quo en EEUU, hasta hace poco, era este: si uno iba a un restaurante y no quedaba satisfecho porque los camareros eran lentos, o antipáticos, o incompetentes, se les dejaba una propina del 15%. Si todo salía normal, correctamente, pero sin ser tampoco nada del otro mundo, del 18%. Y si uno quedaba particularmente contento, del 20%. A partir de ahí, cualquier aumento era bienvenido. Otros gremios también esperaban su propina, como el de los peluqueros, los taxistas o los repartidores. La regla general era que un servicio fuera cara a cara y más o menos elaborado. En estos gremios, las reglas no eran tan rígidas, incluso existenciales, como en la restauración.
Desde hace unos dos o tres años, sin embargo, el pago por datáfono o con el teléfono móvil permite a las empresas establecer nuevas reglas y proporciones. Una nueva ocurrencia, por ejemplo, es elevar un poco las viejas opciones a 20%, 22% y 25%. Psicológicamente, muchos consumidores, amaestrados por décadas de dejar propina para que el camarero pueda llegar a fin de mes, apoquinarán algo más para que el universo no se desequilibre y la paz social no estalle en mil pedazos.
Eso, por un lado. Por otro, cuando uno pedía comida a domicilio, se le daban al repartidor cuatro o cinco dólares. Ahora que se paga con la aplicación, la sugerencia que aparece en la factura es parecida a la de los restaurantes, como si entregar un paquete reflejase los matices que se pueden observar durante una cena: desde el grado de cocción de una hamburguesa a la rapidez y amabilidad del servicio.
Sucede también en las cafeterías. La persona que sirve el café en el Starbucks o en cualquier otra cafetería no va y viene a tu mesa, no está dos minutos explicándote el menú, ni te recomienda uno u otro plato. La transacción es rápida y todo se hace directamente en el mostrador. Por eso nunca se les dejaba propina. Hasta hace un par de años. Ahora, el datáfono de cualquier cafetería te sugiere, como mínimo, un dólar. O directamente tiran de los porcentajes. Lo mismo ocurre en las panaderías, las heladerías, las cadenas de comida rápida o con los vendedores ambulantes.
Ninguna de estas operaciones, por sí misma, va a causar una hambruna ni a quebrar la economía familiar de Estados Unidos, pero, sumadas, son suficientes para generar una creciente irritación en un país donde la inflación lleva dos años disparada. Y donde la cultura de la propina, poco a poco, va siendo comparada con la cultura hostelera de otros países donde se dejan cantidades más discretas. O donde dejar propina, véase Japón, es un grave insulto para los trabajadores del gremio.
Según una encuesta de Bankrate, el 66% de los estadounidenses tiene una "percepción negativa" del hecho de dar propina. Al 32% le molesta introducir el porcentaje en la pantallita y al 41% le gustaría que la empresa pagara a los empleados mejores salarios. Un 30% cree que la cultura de las propinas "está fuera de control". A pesar de que la mayoría de estadounidenses siguen dejando propina, no son tantos como antes. La proporción ha descendido progresivamente desde 2019. Las mujeres y la gente mayor tienen más tendencia a dar propina.
El acontecimiento clave en este aumento de las peticiones de propina, sumado al consiguiente aumento de la frustración de los clientes, es la pandemia de coronavirus. Durante la cruda primavera de 2020 y en los encierros posteriores, el sufrido repartidor, aplastado de repente por muchos más encargos, con el virus circulando libre, se convirtió en un héroe casi a la altura de los médicos. Y la recomendación solidaria y biempensante era, por supuesto, que se les reconociera el sacrificio con una buena propina. El problema: que el virus está bajo control y la industria del reparto se ha adaptado a los cambios. Pero la propina sigue ahí.
La indignación ha aflorado, como suele ser habitual, a las redes sociales. Numerosos norteamericanos han protestado por el fenómeno del tipcreep, que se podría traducir, usando muchas más palabras, como la "expansión inadvertida de las propinas" o incluso la "colonización de las propinas". Un fenómeno sinuoso, pero universal, que aprieta los bolsillos estadounidenses en tiempos ya de por sí un poco ajustados. De ahí el otro palabro de moda: tipflation. Una mezcla de propina e inflación que traducir como propinflación sería un crimen.
Desde otro punto de vista, la propina simplemente es parte del sistema. Ya está descontada. La tentación es creer que el empresario se aprovecha de ello para no pagar bien a sus trabajadores y vivir él mismo a cuerpo de rey. Pero los empresarios dirían dos cosas: una, que todos están en las mismas, por lo que nadie saca ventaja, y dos, que, de tener que pagar un buen salario, tendrían que aumentar el precio de la comida y de la bebida para poder cerrar cuentas. La prueba es que, en una ciudad como Nueva York, el 80% de los restaurantes no dura abierto ni cinco años.
La otra razón que pueden esgrimir los defensores de las propinas es que los dueños de pequeños negocios lo tuvieron particularmente duro durante la pandemia. Mientras los oficinistas, los profesores o los periodistas se limitaban a trabajar en remoto, los hosteleros veían cómo su forma de subsistencia se hundía de la noche a la mañana. Y cobrar más propinas sería una manera de recuperar un poco la forma tras los traumáticos años de la pandemia. La pregunta es hasta cuándo.
Mientras tanto, para todos aquellos extranjeros que vengan de visita a Estados Unidos, y pongan sus principios encima de la mesa como si fueran una pistola, diciendo que ellos no creen en la propina por tales y cuáles razones, el consejo que les dará el residente es que se lo piense dos veces. Se trata de un asunto complicado.
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