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Un año después del suicidio del hijo mayor, la familia del sumo estafador de la historia de Wall Street reaparece reivindicando su inocencia. Una maniobra hipermediática que coincide con la promoción de su libro de descargo.
El patriarca lo dejó todo preparado para caer solo. Con la honra propia de un capo de la mafia, después de haberles estafado 65.000 millones de dólares a sus inversores, Bernie Madoff decidió hacer algo honorable: confesar ante sus dos hijos, Mark y Andrew, para que ellos le delataran y así, de forma honrosa, se exculparan. Estoico, asumió su culpa y trató de exonerar a los suyos. Ahora, lo que queda del clan intenta reescribir la historia reciente de su saga, para culminar la obra que hace tres años comenzara su progenitor, el mayor ladrón de la historia de Wall Street: restaurar el honor de los Madoff.
Bernie Madoff es, para la historia, un avaro, un desalmado, un monstruo. A Ruth, su esposa, le ha costado verle así. Ella, que le había conocido a los 13 años y se había casado con él a los 18, se mantuvo fiel a su lado, aun en sus últimos días de libertad vigilada. Aguantó que los tabloides neoyorquinos publicaran los nombres de las amantes de Bernie. Que se escribiera sobre el abuso de la marihuana y la cocaína por parte del matrimonio. Que los que habían sido sus amigos y vecinos les trataran con una hiriente hostilidad. Ruth aceptó ser paria consorte de Wall Street.
Solo ahora, Ruth Madoff busca paz. En una campaña de reivindicación personal, ha comparecido ante los medios junto a su hijo Andrew para explicarle al mundo que es inocente. Que no sabía nada de los sucios negocios de su marido. Que ha roto con él. Ruth dice que no supo ver el gran timo, tan ocupada estaba con su ropero de diseñador, su apartamento en Manhattan, su chalé en los Hamptons, su mansión en Palm Beach y su villa y yate en la Riviera francesa. Todo lo que ha sido Ruth Madoff en las últimas dos décadas se lo debe a los 17 millones de dólares en metálico que su marido robó a los clientes de su fondo de inversiones.
LA PEOR HUMILLACIÓN PARA UNA MILLONARIA
En su reciente campaña, Ruth, una mujer visiblemente derrotada, ha alegado ceguera. "¿Por qué debía haber sabido que había algo siniestro en nuestros negocios?", ha repetido en recientes entrevistas concedidas a diarios y cadenas de televisión. Ha apelado a la compasión ciudadana. Y, sobre todo, ha querido dar pena. No se explica de otro modo que haya confesado, con voz ronca y mandíbula temblorosa, que el día de Nochevieja de 2008 ella y Bernie tomaron un cóctel mortal del somnífero Zolpidem y el ansiolítico Clonazepam. Dosis modestas, debieron ser. "Nos levantamos al día siguiente. Me alegro de que el intento no tuviera éxito", dijo en una comparecencia en la cadena CBS.
Y a pesar de sus desesperadas peticiones de clemencia pública, muchas son las sombras que proyectan los actos de Ruth antes de la confesión y arresto de Bernie. ¿Por qué retiró 15,5 millones de dólares de diversas cuentas corporativas, para dejarlos en un depósito personal, días antes del arresto de su marido? Ella, que en los años sesenta había llevado la contabilidad de las empresas de su marido, ¿ignoraba las extrañas entradas y salidas de dinero en las cuentas? Mark, su hijo, le confesó a su esposa, Stephanie, que cuando Bernie admitió sus delitos, Ruth se quedó "con la cara en blanco, como una muerta viviente".
La nuera de Ruth aún cree que ella sabía de la gran estafa antes que sus hijos. Y que no hizo absolutamente nada para delatar a su marido.
Ruth ha vivido la peor humillación a la que una señora rica se pueda someter: está arruinada, confiscadas sus propiedades, cerradas las puertas de familiares y amigos, sola en la vida por primera vez desde que alcanzó la mayoría de edad. Cuando su marido se declaró culpable y fue condenado a 150 años de prisión, nadie en Nueva York quiso alquilarle una casa. Tuvo que recurrir a la infrecuente caridad de un conocido, que la aloja en una casa de Florida. Desde allí conducía 12 horas para poder ver a su marido en la prisión de Butner, en Carolina del Norte. Pasaba la noche en un motel de carretera. Y volvía al día siguiente, conduciendo otras 12 horas más. El mismo ritual durante meses.
LAS CENIZAS DE LA FAMILIA MADOFF
De aquella estirpe, antes poderosa, quedaba solo un ajado matrimonio. Bernie había sido, más que un padre, un déspota. Dueño del dinero y de los destinos de su mujer e hijos. La última vez que el clan Madoff se reunió al completo en un mismo lugar fue en el apartamento de Bernie en Manhattan, en la plomiza mañana del 10 de diciembre de 2008. En el salón de paredes y alfombras verdes, el color de tanto dinero robado,
Ruth ocupó un sillón de cuero. Era la esposa abnegada, acostumbrada a aceptar órdenes, acallada con una sola mirada de Bernie. Los hijos, Andrew y Mark, que nunca escaparon de la sombra paternal, con sus futuros labrados dentro de la empresa familiar, tomaron asiento cerca. Y el padre, el capo, el cabeza de familia, ocupó el centro, en un sofá.
"No sé por dónde empezar". Las lágrimas asomaron en sus ojos. Entonces, los hijos supieron que todo estaba perdido. Bernie nunca lloraba. "La empresa es insolvente. Estoy arruinado. El dinero se ha esfumado. Se acabó. Todo ha sido una gran mentira. Es un gran esquema Ponzi que he mantenido durante años, y últimamente ha habido muchas amortizaciones y ya no puedo mantener esto durante más tiempo. Simplemente, no puedo". Llantos. "Os he estado mintiendo a todos durante años. He mentido a vuestra madre, os he mentido a vosotros, he mentido a los clientes, me he mentido a mí mismo".
Madoff les pidió a sus hijos una semana para pagar a algunos clientes y tratar de echar algo de tierra en la gran fosa de mentiras que era su empresa de inversiones. Mark, sin embargo, no pudo tener a su padre delante durante un solo minuto más. "¡Esto es una mierda!", le dijo. Y abandonó la habitación. Le acompañó Andrew. Los dos hermanos, desde siempre rivales, quedaron unidos por la traición del padre. De la casa de Bernie fueron al hotel Beekman Tower, a encontrarse con el abogado criminal Marty London. En cuestión de horas delatarían a su padre. A los ojos del mundo sería, inicialmente, una traición de dimensiones freudianas. Dentro de la familia Madoff era, probablemente, lo que el padre manipulador había planeado desde el principio.
OBEDECER SIN PREGUNTAR
La noche de la confesión, Ruth, impertérrita, se enfundó en una blusa de Prada, una falda de tubo y unas botas de tacón, mientras fumaba compulsivamente. Su marido la había ordenado que acudiera a la fiesta de Navidad en el restaurante neoyorquino Rosa Mexicano, famoso por sus margaritas de granada. "Debemos aparecer y fingir que todo está bien". "Sí, claro", respondió. El papel de Ruth en 49 años de matrimonio había sido siempre el de obedecer sin preguntar. En la fiesta, ante personas que perderían sus empleos en cuestión de días, mantuvo la calma, con una sonrisa ausente. "¿Dónde iréis en Navidades?", le preguntó una secretaria. "A Florida". También esa casa, en Florida, había sido comprada con los ahorros robados a aquellos empleados y a otros inversores.
Mientras, los dos hijos desesperaban. La traición del padre les consumía. El más devastado era el primogénito, Mark, el mimado de su madre. Simplemente, se desmoronó. Tras delatar a su padre, ya en casa, se tumbó en la cama y se puso a llorar, según rememora su viuda, Stephanie. "Nunca había visto a nadie a quien quería tanto tan herido, tan profundamente angustiado", recuerda. "Mi intento de consolarle se quedaba pequeño, era inútil. Estaba agotado, conmocionado, mientras sus sentimientos pasaban de miedo a incredulidad, de enfado a desesperación".
Mark no volvería a hablar con sus padres. Su único contacto con ellos fueron unas misteriosas cartas. En la Nochevieja de 2008, mientras Bernie estaba en libertad condicional y bajo arresto domiciliario, Ruth acudió a una estafeta de correos y les mandó a sus hijos y a otros familiares cinco sobres blancos con sus posesiones más preciadas, que corrían el riesgo de ser requisadas: un collar de diamantes, un anillo de esmeraldas, dos juegos de gemelos y 13 relojes. El valor total era de un millón de dólares. Los Madoff contravenían así la orden del juez de no transferir propiedades a sus familiares, porque todo debía emplearse para pagar indemnizaciones a las víctimas.
Bernie incluyó una nota personal en los paquetes: "Queridos Mark y Andy, si podéis aguantar el peso de conservar estos relojes, os los regalo con mi amor. Si no, dádselos a alguien que pueda. Con amor, papá". Los paquetes fueron a parar inmediatamente a manos del FBI. Los hijos no querían nada de su padre. Según opina Brian Ross, jefe de investigaciones de la cadena televisiva ABC en su estudio Las crónicas de Madoff, "algunos investigadores creen que les mandaron las joyas a sus hijos para que pudieran entregárselas a los agentes y destacarse todavía más como los tipos buenos en este escándalo, alejados de su padre".
"Abrí el sobre y saqué lo que había en su interior", ha recordado Andrew en la cadena CBS. "Era algo desgarrador. Reconocí aquellas joyas. Cosas que le había visto llevar a mi madre a lo largo de los años. Y no entendía cómo podía hacer algo así. ¿En qué estaban pensando? Y tres años después le pude preguntar a mi madre qué tenían en mente cuando nos mandaron aquellas joyas. No lo entendía. Y entonces me contó que ella y mi padre habían intentado suicidarse y por eso nos mandaron esos paquetes".
LA ÚLTIMA VÍCTIMA
Dos años después de ese envío, en diciembre de 2010, Mark, el primogénito, se suicidó. Estaba con su hijo, Nick, en Nueva York. Su esposa, Stephanie, había ido a Florida a pasar unos días de vacaciones en Disneyworld con su hija Audrey. Mark mandó varios correos erráticos a altas horas de la madrugada. Encerró a su hijo, que tenía dos años, en una habitación y se colgó de la viga del salón con la correa del perro. Era su segundo intento de suicidio. Entre ambos había implorado a su madre que rompiera con su padre, sin éxito. Solo con su muerte logró ese cometido. La pérdida de su favorito fue lo único que llevó a Ruth a recoger los añicos de su orgullo y abandonar a Bernie.
Primero llamó a la cárcel y, a través de un capellán, le dio la noticia de la muerte a su marido. Luego fue a verle en un cara a cara.
"Necesito que me dejes marchar y que dejes de llamarme", le dijo. Él aceptó, pero desde la soledad de la cárcel la siguió llamando, en un intento desesperado por no perderla. Ruth cambió su número. Y desde entonces no ha vuelto a saber de Bernie. "No hablar con Ruth es lo más duro", ha dicho recientemente el propio Bernie en una entrevista con la periodista Barbara Walthers. "Ruth no me odia. No tiene a nadie. Esto no ha sido justo con ella. Ha perdido a su primogénito... Es una mujer abnegada a la que el dinero nunca le importó".
Puede que, como dice Bernie, a Ruth no le importara el dinero. Pero precisamente el dinero fue lo que convirtió a una joven pareja judía de Queens en una dinastía de patricios de Manhattan. Bernie, según decían sus inversores, era un Rey Midas. Su capacidad de generar riqueza parecía proverbial. Y su ambición sin medida y sin escrúpulos acabó por exigirle un precio más alto que cualquier mansión o yate: su propia familia. Y también su honor.
Un dúplex de 340 metros cuadrados en una de las zonas más ricas de Nueva York (en la imagen superior). Una mansión de 800 metros cuadrados y estilo mexicano en Palm Beach, área residencial de millonarios en Florida. Un chalé de 400 metros cuadrados en los Hamptons, en la costa de Nueva York. Un yate de 16 metros de eslora y seis plazas, apodado 'Toro', en Cap d'Antibes, Francia. Las propiedades de los Madoff en el mundo se pusieron a la venta para restituir en lo posible a sus muchas víctimas. También se subastaron posesiones más mundanas, como sus 250 pares de zapatos (en la imagen inferior), muchos de ellos hechos a medida en Europa. Unas chinelas llevaban sus iniciales bordadas en oro. En un botín semejante no podía faltar un Rolex, que se vendió por 67.500 dólares. Un collar de diamantes de Ruth recaudó 35.200 dólares, y su anillo de compromiso, también de diamantes, alcanzó los 550.000. / corbis
Una fiebre de sinceridad ha invadido a la familia Madoff en los últimos días. Todo comenzó con un libro, publicado hace dos semanas y titulado 'El fin de la normalidad', muy crítico con Bernie, escrito por la viuda de su vástago, Stephanie Madoff Mack. "Odio a Bernie intensa y meticulosamente desde que Mark me dijo lo que había hecho", escribe. Sobre la matriarca del clan añade: "Ruth no se ha puesto de parte de su marido. Se ha puesto de parte de un monstruo". Una semana después, Ruth contraatacó. Dio una serie de entrevistas a los medios por primera vez desde el arresto de su marido. En la más publicitada, en la cadena CBS, confesó el intento de suicidio de Bernie y ella en Nochevieja de 2008. Aquella era la ofensiva inicial en una gran campaña de promoción de un libro escrito por Laurie Sandell con la colaboración de Ruth y su único hijo vivo, Andrew. Por supuesto, ese libro, titulado 'Verdad y consecuencias: la vida en la familia Madoff', es una reivindicación de su inocencia. Ninguno de los dos volúmenes ha logrado llegar a los primeros puestos de ventas literarias.
Por DAVID ALANDETE from elpais.com 05/11/2011
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