La casi década que nos ocupa vino marcada por el protagonismo del “Este”, el mundo que iba del río Elba hasta el Mekong y que afirmaba ser alternativa al capitalismo. Atento a las cronologías y a los titulares, el periodista tenderá a definir aquellos años como los de la “caída del comunismo”. El historiador, sin embargo, irá algo más lejos, directamente a las consecuencias de aquello, y definirá lo que la historia retendrá de aquel período y que nos conecta directamente con nuestro presente: el apogeo de la globalización.
Sin duda, el fin de la Guerra Fría y del mundo bipolar fue una gran ocasión perdida para abordar los tres grandes retos del siglo xxi: el calentamiento global, la desigualdad social y regional y la proliferación de recursos de destrucción masiva. El necesario y crítico desarme de la montaña de armas nucleares que nos rodea, suficiente para destruir varias veces toda vida en el planeta, comenzó con una serie esperanzadora que, a partir del siglo xxi, sería abandonada y privada de todo acuerdo entre potencias.
Entre diciembre de 1987 y julio de 1991, Estados Unidos y la URSS eliminaron los euromisiles, redujeron en un 40% sus arsenales estratégicos y disminuyeron sus fuerzas militares convencionales en Europa. Paralelamente, Moscú retiró unilateralmente sus fuerzas de Afganistán, Hungría, Checoslovaquia, RDA y Mongolia. En 1989, además, Moscú y Pekín normalizaron sus relaciones, eliminando lo que había sido el segundo gran foco mundial de tensión militar, en el interior mismo de aquel “Este”, desde los años setenta.
Todo esto podría haber sido el inicio de algo grande. Si no de la “nueva civilización” que pregonaba el reformador soviético Mijaíl Gorbachov, sí por lo menos podía haber sentado unas bases para una integración mundial más razonable, viable y esperanzadora. Pero las dinámicas de derrumbe que se abrieron paso a un lado y las respuestas oportunistas e ideologías hegemonistas que se impusieron al otro dictaron escenarios bien diferentes.
En los cuatro meses que van de agosto a diciembre de 1989 cayeron o abdicaron los regímenes de Polonia, Hungría, Checoslovaquia, República Democrática Alemana, Rumanía y Bulgaria. Aquel desmoronamiento en cadena, cuyo centro simbólico fue la apertura del Muro de Berlín en noviembre, coincidió en la URSS con sangrientos conflictos nacionales en seis frentes diferentes (tres en Asia Central y tres en Transcaucasia), con la primera protesta obrera en Rusia y con la emergencia de dos aspectos que anunciaban el hundimiento de la perestroika de Gorbachov –y, en última instancia, de la URSS– por implosión del imprescindible centrismo político que debía sustentarla.
A partir de aquel año, la reforma soviética quedó estrangulada entre un descontento conservador de los partidarios del antiguo régimen, que culminó con la intentona golpista de agosto de 1991 en Moscú, y la afirmación de impulsos rupturistas de la oposición, que culminaron en el propio golpe conspirativo que disolvió la URSS en diciembre de 1991. Ello tras un referéndum en el que, en marzo de aquel mismo año, habían participado 148 de los 185 millones de soviéticos con derecho a voto y en el que el 76% había votado “sí” al mantenimiento de una URSS renovada.
La quiebra de una parte del mundo denotó la enfermedad del resto, pero Occidente ignoró el mensaje y siguió con más de lo mismo. Despejados los últimos miedos a una “alternativa”, los escrúpulos de la minoría más poderosa y rica del mundo saltaron por los aires definitivamente, inaugurando una orgía de enriquecimiento y corrupción sobre los dogmas de la racionalidad económica neoliberal, desregularización, privatización y sumisión general de lo público a lo privado. Sucedió en todo el planeta, desde los remotos estados insulares del Pacífico hasta el centro del sistema mundial, pasando por el tercer mundo y los países excomunistas.
El Este había sido algo parecido a un compartimento estanco dentro del sistema económico mundial. A partir de 1989 dejó de serlo. La integración en ese sistema mundial de la Unión Soviética y de los países del bloque oriental, más la de China (que evitó el hundimiento de su régimen para afirmar una decidida reforma de mercado) e India, aportó 1.470 millones de nuevos obreros al capitalismo, lo que supuso doblar la mano de obra. El resultado fue un cambio fundamental en la correlación de fuerzas entre capital y trabajo a escala global, lo que disparó los fenómenos de precariedad y explotación laboral y de deslocalización industrial, hoy asentados.
Fue así como el histórico hundimiento de las tiranías del Este, unido a los cambios y nuevos dinamismos en China e India, no abrió camino a la esperanza, sino más bien a la incertidumbre planetaria. El apogeo de la globalización entonces alcanzado dio lugar a un nuevo y mortífero ciclo bélico occidental en la primera región energética del mundo (desde Afganistán a Libia, pasando por Irak y Siria), una marginación del derecho internacional, un aumento general de la desigualdad y un rampante incremento de la contaminación, que hoy precisa de inciertos acuerdos para paliarla. Aquella época fue una ocasión perdida para los retos del siglo.

Rafael Poch-De-Feliu