Una mujer contempla el horizonte en soledad. (baona / Getty Images)
- Los hogares unipersonales, muchos de ellos de mujeres ancianas, ya superan el 50% en ciudades como París o Nueva York
Hace unos días conocimos la noticia de una anciana hallada en estado de momificación, cuatro años después de morir en la más absoluta soledad. Lo llamativo del caso no es su muerte solitaria – hecho cada vez más frecuente, como saben bien los profesionales de la intervención social- sino el largo tiempo pasado antes de encontrarla, sin que ningún vecino la echara en falta.
Desde hace unas décadas, los sociólogos nos advierten que los hogares unipersonales (muchos de ellos de ancianos, sobre todo mujeres) ocupan el ranking estadístico en las grandes ciudades. En urbes como Nueva York, Tokio o Paris superan ya el 50% y en Barcelona o Madrid la cifra es también alta.
Es un signo inequívoco de la atomización de los vínculos sociales, del estallido de antiguos lazos comunitarios y de las transformaciones de las formas familiares. La muerte, tanto la natural como la buscada (suicidios), nos devuelve bruscamente ese real que rechazamos por el horror que supone la decadencia, la pobreza o la demencia misma.
Por eso muchos proyectos de prevención del suicidio se basan en la auto-vigilancia de la comunidad, como es el caso de Gatekeepers Program, donde profesionales y voluntarios se entrenan para detectar los comportamientos suicidas y alertar a las autoridades sanitarias. Este proyecto ha inspirado otros de alertas en la tercera edad como el catalán Radars, impulsado por el propio Ajuntament de Barcelona.
Ciudades como Madrid han puesto en marcha también programas como “Prevención de la soledad no deseada” o Londres, donde el gobierno de Theresa May ha creado una secretaria de estado para la soledad.
¿La soledad es lo mismo que el aislamiento?
Todas estas iniciativas nos plantean una pregunta: ¿la soledad es lo mismo que el aislamiento? Pregunta que responde el anciano personaje de Lucky, película de David Lynch, encarnado por el actor Harry Dean Stanton. Ante la oferta que le hace su médico de un servicio de compañía a domicilio, él le contesta, no sin cierto humor: “Hay una diferencia entre estar solo y ser solitario”.
Efectivamente, la soledad no sólo no es un problema, sino que es la condición misma para establecer un vínculo. Todos somos en un punto solitarios, ya que por nuestra naturaleza misma de seres hablantes tenemos que arreglárnoslas con nuestro cuerpo y con nuestra satisfacción, sin que para ello haya ningún manual de instrucciones universal.
Cada uno tiene que apañárselas con ello, saber algo de su deseo y aceptar los imposibles que la existencia misma implica en cualquiera de sus ámbitos. Las dificultades o impasses en las relaciones sexuales, en el trabajo o en la propia convivencia social son experiencias vitales que hay que atravesar uno por uno.
La soledad no sólo no es un problema, sino que es la condición misma para establecer un vínculo
La soledad es la condición misma para hacerse cargo de todo eso. De la misma manera que un educador, un terapeuta o un político tienen que hacer frente a su acto educativo, clínico o político. En muchas ocasiones se trata de un acto solitario, porque pone en juego su deseo, necesario para sostenerlo. Ningún protocolo les ahorra la soledad de su acto.
Cuando alguien asume esa “soledad” estructural, es cuando encuentra a otros para compartir la causa que les anima. Sólo alguien que sabe estar solo puede, luego, estar con otros. Sin ese previo, el riesgo de alienación al otro o al grupo aumenta: sugestión, dependencia, incluso fanatismo.
Otra cosa es el aislamiento, ese “estar solo” que nos excluye del lazo social y nos deja a solas con nuestras pasiones, muchas veces autodestructivas. Aislados en la propia habitación (hikikomori), en la vida social (misántropos) o en su locura. Y también, claro, aquellos casos de exclusión no deseada, y forzada por la violencia o la precariedad extrema.
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