La Costa Azul parecía mucho más lejana en los 60, inaccesible para la peña que, fascinada por las revistas 'couché', soñaba con las promiscuidades de Brigitte Bardot.
En Saint-Tropez, por la forma de nadar y de bailar de una chica, los 'connaisseurs' detectaban cuándo sabía hacer el amor.
Primero fue una aldea de pescadores que bailaban en las fiestas mientras bebían vino blanco guardado al fresco en el pozo y comían buñuelos de berenjena con salsa de anchoas o el 'aïoli', la espesa mayonesa provenzal.
Después, bajando por la Nationale 7, llegaron oleadas de ricos y famosos en Lamborghinis, Ferraris y Porsches. Las viejas cantinas se convirtieron en restaurantes de lujo; los modestos piano-bar, en selectos 'night-clubs¡'; los vecinos, en parásitos de los turistas, a quienes alquilaban sus casas a buen precio. El dinero propiciaba el exhibicionismo e hizo desaparecer un sinfín de ritos paganos para instaurar otros.
Sin embargo, aquel Saint-Tropez todavía existe. Y existirá para quien se levante al amanecer, como hacía la escritora Colette, que tuvo casa allí. A Colette le gustaba bañarse desnuda al menos dos veces al día y siempre en playas desiertas y aisladas, como la Plage des Salins; le encantaba dormir en la terraza bajo las estrellas hasta que asomaba el alba con su anaranjado profundo y el rocío pintaba los granos de uva de color lavanda.
El Ferrari de Françoise Sagan
Cuando calentaba el sol y las playas de La Riviera se petaban de venturosos cuerpos libres de prejuicios, quedaba tiempo para hablar de un librito amoral y maquiavélico. Se titulaba 'Buenos días, tristeza', y su autora, Françoise Sagan, acababa de cumplir los 18 y ya estaba enganchada al desencanto: terrible e inconformista, miraba al mundo con distancia y un sentido del humor parecido al vitriolo.
La sensualidad del verano, la vida fácil, los coches rápidos, el sol, una mezcla de cinismo e indiferencia no solo eran los temas de su novela, sino también los dioses que conducirían su vida a los despeñaderos del exceso en Saint-Tropez.
En el servicio de ventas de la editorial Julliard, en París, había sonado la alarma: no paraban de pedir más y más ejemplares de 'Buenos días, tristeza'. En Francia había vendido un millón de ejemplares y se estaba traduciendo de golpe a 14 idiomas.
Se había comprado un Jaguar X/440 de ocasión y, conduciendo con los pies descalzos, lo ponía a 200 Km/h por las sinuosas carreteras de la Riviera. Era veloz en todo: en su coche, en su modo de hablar, de cambiar de amante y de vaciar botellas de whisky.
Para ella y su grupo no existían los horarios. Las noches acababan al amanecer. Se las despedía con el último sorbo de champán y un croissant recién salido del horno. Sagan se levantaba a las cuatro de la tarde con resaca y muchas ganas de escribir. Iba con su peña al bar L'Escale, un local oscuro que oía a insecticida y limonada. Después vagabundeaban por la playa, jugaban, bailaban y otra vez a beber. A veces surcaban el mar en una lancha o iban a pescar.
La llamaban BB
Siempre morena y deliciosamente despeinada, en las mesitas del Hôtel de La Ponche encendía un Kool tras otro. Su delgadez y las camisas de hombre sobre los vaqueros no permitían ni siquiera intuir los generosos pechos de aquella joven genio equidistante de ambos sexos. Comía poco y bebía mucho. Era una de los "hermosos y malditos" de Fitzgerald con su continuo desafío a la muerte.
Cuando se encontraba en la playa con Brigitte Bardot, ambas paseando a sus perros, se limitaban a un escueto intercambio de palabras. Françoise se sentía intimidada por la belleza de Brigitte y Brigitte por la inteligencia de Sagan.
Hubo un tiempo en que la costumbre imponía un tipo de mujer pálida, frágil y con piel de nácar que se protegía de la intemperie con pamelas, velos y guantes. Todo eso cambió cuando el perfumista Patou creó en 1927 la primera crema para proteger la piel de los rayos solares, la llamaba 'lait à brunir' y su primer anuncio publicitario mostraba a una mujer apenas cubierta con una hoja de parra. Tenía el pregusto de Brigitte Bardot.
Brigitte Bardot y Gunter Sachs en Saint-Tropez en agosto de 1966.Getty
La llamaban BB y era una versión renovada y gabacha de Marilyn Monroe. BB era el anagrama con el que Francia sacaba pecho frente a MM. Si Saint-Tropez se convirtió en el ombligo de la dolce vita fue porque un buen día la BB se instaló allí, detrás de una cortina de flores.
Una lluvia de miles de rosas rojas
Saliendo de la playa de Canebiers, tomando el camino de Estagnet, se esconde entre cañaverales 'La Madrague', la casa desde la que BB creó el Saint-Tropez de la leyenda. Allí, en el Hôtel de La Ponche se paseaba desnuda mientras Picasso se tomaba su pastis y Boris Vian escribía frente al mar. Picasso era amigo de BB y Cocteau la retrataba con un pañuelo en la cabeza.
El 'play boy' Gunter Sachs sobrevoló con su helicóptero 'La Madrague' y derramó una lluvia de miles de rosas rojas. Aquel millonario alemán, heredero de Adam Opel, atleta y coleccionista de arte, la había visto en un restaurante y fue como si lo golpeara un rayo, o eso dijo el que había sido novio de Brit Ekland, Tina Onassis y Sonya Esfandiary, la segunda hija del sha de Persia. El 14 de julio de 1966 se convertía en el tercer marido de BB.
Se amaron y traicionaron, porque esa era la religión de aquella villa pagana en donde el primer mandamiento era seguir las inclinaciones del cuerpo para acolchar el alma. Pero no solo con los espejismos del amor o las certezas de la carne, sino también con la música de jazz, las singladuras marinas y las fiestas sicalípticas.
Cuando aquellos felices mortales no se reunían en la casa de BB, se encontraban en el Papagayo. En su terraza el corazón hacía bum-bum ante una vista del puerto y los famosos de la Nouvelle Vague convertían en 'joie de vivre' el oficio de vivir.
Boris Vian iba poco al mar. Prefería el Bar de la Poche, donde se encontraba con Juliette Greco y Picasso pelando la hebra con Edgar Morin y Graham Greene. A la hora de posar sus ojos de deseo, Françoise Sagan dudaba entre Johnny Hallyday y el 'play boy' griego Taki Thedoracopulos.
El amor por la cosas del amor
El Aga Khan se solazaba a la sombra de las bellas muchachas en bikini, la prenda de baño de dos piezas que había creado el francés Louis Reard pocos veranos antes. En contraste con el estilo Carnaby Street y el estilo macarra del continente, el look de la Riviera era chic, sobre todo los 'espartacos', las sandalias típicas de Saint-Tropez que Colette había traído de Grecia, o tal vez de Capri.
Para unos y para otros la erofilia, el amor por la cosas del amor, era un estilo de vida que celebraba la pulpa de la carne, el calcio de los huesos, la proteína de las membranas e incluso la maraña de los nervios.
Aquella religión creía que el alma estaba encerrada en su cuerpo como en un estuche y en su liturgia daba la misma importancia a los versos y a los besos en las playas de la Bouillabaise, Graniers y Canebiers o en las discotecas de noches promisorias en donde también relucían las nalgas como luciérnagas.
Una tribu diferente
Porque aparte de los hippies vagabundos de la brújula loca, hubo en los 60 otra contracultura también nómada, pero con menos flores en el pelo y más oro en el esternón. Excéntricos, transgresores y tocados por la gracia, aquellos bienaventurados -ricos, guapos y felices, de anatomías tostadas y sonrisas con destellos- presentían sus vidas como una aventura trepidante y dejaron un halo legendario sobre el nombre de Saint-Tropez.
Carolina de Mónaco y Stefano Casiraghi en Saint-Tropez en 1988.Getty
Eran la auténtica 'beautiful people': Charlotte Rampling, Bertrand Tavernier, Dalida, Paul Anka, Sacha Distel, Gilbert Bécaud, Serge Gainsbourg o Roger Vadim. En lo más alto de aquel Olimpo estaba Brigitte Bardot, era la más sexy de las artistas niñas y la más niña de las artistas sexy.
A aquella comedia humana le faltó su Balzac, pero no sus paparrazi.
Hedonistas y holgazanes
La fortuna había liberado a aquella peña cosmopolita de tener que ganar el pan con el sudor de su frente. Saint-Tropez era su templo y tomar el sol junto a cuerpos de infarto en yates imponentes no era un 'afterwork', era una liturgia a tiempo completo. Hedonistas globales y holgazanes profesionales, nunca tuvieron tiempo para trabajar.
Cada tiempo es un tiempo nuevo. Ahora, por la Place des Lices pasean otras celebridades del momento, hay grandes yates abarloados en el puerto, gente sobrada en 'outfit' caro. Todos los yates de los magnates globales atracan en algún momento en sus pantalanes, desde Abrahamovich hasta Flavio Briatore.
Mick Jagger y Bianca nada más casarse, en Saint-Tropez en 1971.Getty
Aunque el Saint-Tropez de BB no existe ya, los ultrarricos siguen acudiendo. Mick Jagger le pidió matrimonio a Bianca Jagger en el hotel Byblos. No es raro ver por sus calles a Sting, Elton John, Leonardo DiCaprio , Kate Moss, George Clooney, Eva Longoria, Selena Gomez, Boris Becker, la pareja Beyoncé-Jay Z, la familia Grimaldi, la baronesa Thyssen e incluso al Rey Emérito Juan Carlos.
Cuando no navegan o nadan como nutrias, galopan en 'scooters', el mejor medio para moverse por calles sinuosas, empedradas y estrechas junto a edificios de terracota que recuerdan al pueblo pesquero de antaño.
El hoy de Saint-Tropez
Tal vez los veas salir de los hoteles Byblos, La Pinede o el Hôtel de Paris que, a un mínimo de 1.500 euros la noche (y hasta 8.000), son el no va más del lujo. Tampoco sería raro encontrarlos en el Nikki Beach, Le Club 55 de la playa de Pampelonne o Le Senequier, un clásico de toda la vida. Como el Papagayo que, 70 años después, sigue a reventar reivindicando su estatuto de faro de las noches de un Saint-Tropez que, como el resto de los lugares de culto de todo el mundo, imita a Ibiza: los grupos y orquestas han cedido la palma a los Djs.
Poco queda de aquellos tipos ávidos de vida que allí encontraron el amor de su vida o concibieron una película, un libro, una canción. Ahora sus mejores clientes son rusos ostentosos que desconocen la diferencia entre la vulgaridad y la clase y se parecen a Gunter Sachs o a Taki Thedoracopulos como un huevo a una castaña: ni tienen sus maneras ni su estilo, aquel toque de hippies chic que los revestía de ese encanto que llamamos glamour.
Pero no hay decadencia en Saint-Tropez, lo que hay es un halo de nostalgia.
GONZALO UGIDOS
Actualizado Domingo, 24 julio 2022 - 08:01
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