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Varios turistas en las inmediaciones de la basílica de la Sagrada Familia de Barcelona a comienzos de este 2025 (EFE Alejandro García)
Ya fue criticada en su día por arquitectos como Le Corbusier o el barcelonés Oriol Bohigas, pero el desenfrenado turismo vuelve a poner al templo en la palestra: ¿es la gran obra de Gaudí una oda al mal gusto?
El Templo Expiatorio de la Sagrada Familia -así es su nombre largo- recauda más dinero de lo que se gasta en su mantenimiento y construcción. En 2024 ingresó 134 millones de euros apoquinados por los más de cinco millones de visitantes que entraron para admirar su llamativo interior. Cada uno de ellos se dejó 26 euros. Mientras tanto, otros 19 millones de personas bordearon su exterior fotografiando sin parar sus ventanas ojivales, sus paredes que parecen panales de abejas y esos pináculos que durante tanto tiempo convivieron con la grúa de carga. A día de hoy, la Sagrada Familia de Barcelona, la gran obra de Antonio Gaudí, es el monumento más visitado en España, incluso por delante del Museo del Prado. Es un centro religioso y litúrgico, sí, pero en este tiempo de turismo de masas también es una máquina de hacer dinero.
Todos estos datos los aporta la revista The New Yorker en un extenso reportaje en su último número firmado por el periodista D.T. Max que abre un interesante debate que tiene mucho que ver con la religiosidad de Gaudí, el hecho de que fuera una obra inacabada en vida y esta afluencia turística pospandemia con móviles en la mano: ¿es el famosísimo templo una obra de arte o un monumento kitsch? ¿Lo debemos admirar como una gran creación arquitectónica y religiosa o está casi a la par de la rimbombancia sentimentaloide del castillo de Disneyland? ¿Es algo bueno o es una oda al mal gusto y el feísmo tan de nuestra época? Porque no olvidemos que en 2025 Instagram y TikTok son capaces de arrasar con todo.
Las obras de la Sagrada Familia comenzaron en 1882 y desde 1909 Gaudí se dedicó con devoción a ella hasta su muerte en 1926 (el famoso accidente del tranvía). Y devoción es una gran palabra para describir la relación, ya que el arquitecto era un fervoroso católico que pretendía que la basílica fuera recibida por el visitante como “un shock que nos despoja de nuestro yo cotidiano y nos lanza hacia algo más puro y sagrado”, según escribe D.T. Max. De ahí todas esas formas exageradas tan características del ornamento que la teoría de la estética conceptualizó décadas más tarde como kitsch. Gaudí pretendía impactar. Hoy, más de cien años después, “impacto” en el sentido religioso ya no es quizá la palabra que lo defina.
“Los primeros críticos de la Sagrada Familia ya acusaron a Gaudí de ser demasiado exagerado, pero hoy su compromiso con la abundancia visual se ha convertido en un aspecto universal de la cultura pop; pensemos en los recargados paisajes urbanos generados por ordenador de películas como La Guerra de las Galaxias", escribe Max resaltando que nuestro ojo es ya tan pop que nunca podremos ver la basílica con los mismos ojos que la hubiera visto Gaudí (y hubiera deseado que todos la viéramos). Desde que llegaron el LSD y las luces estroboscópicas, las formas gaudinianas poco tienen que ver con la espiritualidad religiosa que a él le hubiera gustado.
La crítica de Le Corbusier
En realidad, algunos como el arquitecto Le Corbusier ya observaron que esto ocurriría hace ya unas cuantas décadas, sobre todo porque Gaudí murió con la obra inacabada. El debate, por tanto, en sí mismo no es nuevo, pero cobra nueva fuerza con la relevancia turística adquirida por el monumento (que, por otra parte, empezó a cobrar entrada solo treinta años después de su primera piedra: alguien ya vio ahí el potencial).
Durante una visita a Barcelona en 1928, el suizo tuvo la oportunidad de conocer las Escuelas de la Sagrada Familia, un edificio diseñado por el catalán en 1909 para los hijos de los obreros que trabajaban en el templo. A diferencia de su reacción ante la Sagrada Familia, que no le había gustado, Le Corbusier mostró admiración por este modesto edificio, destacando su simplicidad y funcionalidad. Este contraste en sus apreciaciones refleja las diferencias en sus enfoques arquitectónicos: mientras que Gaudí apostaba por una arquitectura orgánica y simbólica (como le ocurre a la basílica), Le Corbusier defendía la funcionalidad y la racionalidad en el diseño (como muestran las Escuelas).
Las críticas de Le Corbusier a la Sagrada Familia se enmarcan en un debate más amplio sobre la conservación y evolución de las obras arquitectónicas. Si bien reconocía el genio de Gaudí, consideraba que la continuación de su obra sin su presencia comprometía su esencia. El suizo no apreciaba la Sagrada Familia tal como se estaba continuando después de la muerte del catalán ya que sin su supervisión directa se había desviado su espíritu original. Le Corbusier fue uno de los primeros en calificarla como de mal gusto o kitsch con toda esa sobrecarga decorativa.
Precisamente, en 1965 el arquitecto firmó una carta publicada en La Vanguardia junto a otros destacados intelectuales y arquitectos (muchos de ellos catalanes) como Bruno Zevi, Nikolaus Pevsner, Antoni de Moragas, José Antonio Coderch, Nicolás María Rubió Tudurí, Oriol Bohigas, Joan Miró, Antoni Tàpies, Jaime Gil de Biedma y Joan Brossa en la que solicitaban la paralización de las obras de la Sagrada Familia, argumentando que la continuación del proyecto sin Gaudí comprometía la integridad artística y conceptual de la obra original. Consideraban que la intervención de arquitectos posteriores había alterado el espíritu y la visión del maestro. Nadie pareció hacerles mucho caso.
"Vergüenza mundial"
No obstante, las críticas no cesaron. En 2015, el barcelonés Oriol Bohigas insistió en La Vanguardia en que la Sagrada Familia le parecía “una vergüenza mundial” y “una anomalía arquitectónica”. Según él, esto se debía a varios motivos:
Por un lado, la desviación del proyecto original. El arquitecto sostenía que la continuación de la obra tras la muerte de Gaudí había alterado su visión original, resultando en una construcción que no respetaba los planos ni el estilo del arquitecto. Por otro, el templo representaba un estilo arquitectónico del pasado que no tenía cabida en la modernidad, y su presencia en el siglo XXI era inapropiada. Y además, criticaba la falta de coherencia urbanística que la basílica aportaba al entorno de Barcelona, señalando que su construcción no se integraba adecuadamente en el tejido urbano de la ciudad.
Pero no quedó ahí la cosa. En 2017, el propio Ayuntamiento de Barcelona, entonces gestionado por el equipo de Ada Colau, publicó el libro Kitsch Barcelona, escrito por la profesora de Teoría e Historia del Diseño Anna Pujadas y en el que se recogían las opiniones de una treintena de expertos en arquitectura, arte y urbanismo. Y la Sagrada Familia salía bastante mal parada. En él, el pintor y escritor Narcís Comadira, calificaba la fachada original como un "horroroso monumento al kitsch" y añadía que lo que se estaba haciendo "no tiene nombre ni perdón". Consideraba a la basílica “un monumento a la mentira, al mal gusto, al sentimentalismo”.
Los campanarios tampoco se salvaron del ensañamiento. “Se entendieron como una conexión más que forzada con la senyera, apareciendo como símbolo de la ciudad, cuando eran un fragmento kitsch de un concepto apostólico que acabará en un 12 que no le interesa a nadie”, manifestaba Jeffrey Swartz, crítico de diseño.
En definitiva, la Sagrada Familia lleva casi un siglo teniendo grandes detractores. The New Yorker ha decidido volver a poner el debate sobre su feísmo en primera página, pero se enfrenta una fuerte oleada muy difícil de esquivar porque quizá lo que ocurra simplemente es que estamos en tiempos muy kitsch y qué mejor símbolo que el templo barcelonés. Aunque sea todo lo contrario a lo que Gaudí hubiera deseado.