La Gran Vía de Madrid, una de las calles con más alfalto y menos vegetación de la ciudad. | GETTY
El arquitecto Iñaki Alday señala la capacidad de los árboles y de un suelo permeable para negociar con los ríos que se desbordan y los lagos que se secan como consecuencia de la emergencia climática. Así deberían ser las ciudades del futuro
En junio de 2016 el río Sena volvió a desbordarse y a inundar París, dejando imágenes icónicas de la torre Eiffel flotando sobre una inmensa laguna, o de la pirámide del Museo del Louvre reflejándose en un estanque flanqueado por las fachadas históricas. Por primera vez en décadas, los almacenes del museo tuvieron que ser evacuados por miedo al daño que las aguas del río pudieran causar a los miles de obras de arte depositadas. La anterior evacuación ocurrió 76 años antes, durante los bombardeos de la aviación alemana en la II Guerra Mundial. Casi ocho décadas más tarde, el idílico río Sena se revelaba tan peligroso como las bombas. No fue un riesgo ocasional, solo dos años después, en 2018, se repitió la situación.
Lo que puede resultar una colorida anécdota en una ciudad como París es un drama recurrente en muchas regiones del mundo. Ese mismo año, cientos de personas murieron, miles fueron desplazadas y millones vieron afectadas sus viviendas y su modo de vida a causa de las inundaciones. La superación de los récords históricos de precipitaciones torrenciales, inundaciones o periodos de sequía ha dejado de ser noticia para pasar a ser una constatación rutinaria cada muy pocos años, a veces meses, también en España. En 2019, hemos tenido dos gotas frías (DANA) de extrema intensidad, provocando varios muertos y cuantiosas pérdidas, no solo de cientos de millones de euros sino también de objetos y patrimonio irremplazables.
En el extremo opuesto, la falta de agua en amplias regiones del planeta se ha convertido en una bomba de relojería. El gobierno de la India, a través de su agencia Niti Aayog, estima que en 2030 la necesidad de agua duplicará la cantidad de agua disponible. Mucho antes, en 2020, 21 de las principales ciudades (incluyendo la capital, Delhi) habrán agotado completamente sus reservas de aguas subterráneas. Hoy en día, ni el agua subterránea ni la suministrada por cañerías cumplen los niveles mínimos de potabilidad. Este verano, cinco millones de habitantes en las dos mayores ciudades de Rajasthan, el mayor y mas desértico estado de India, tenían reservas de agua para solo diez días cuando llegaron las primeras lluvias.
Aunque es obvio que nos resistimos a verla a pesar de la evidencia, la crisis medioambiental a la que nos enfrentamos no tiene precedentes. La ciencia nos ha suministrado suficientes datos. Los efectos y daños producidos son irreversibles. La cuestión es si seremos capaces de cambiar y frenar el deterioro, quedándonos en un incremento de la temperatura de la superficie de la Tierra de 1,5 grados centígrados, o si no lo seremos y llegaremos a un incremento de tres grados. La diferencia entre ambas cifras, aun pareciendo mínima, es abismal en términos de efectos en la subida del nivel del mar, agotamiento de las reservas de agua, desertización y pérdida de biodiversidad. España está en la línea del frente en cuanto a los efectos de este cambio, que provocará la desertización de una buena parte de la Península Ibérica, además de la perdida de significantes áreas costeras, especialmente en el sur y el este.
El 95% de la población del planeta vive a una distancia máxima de diez kilómetros respecto a un río, un lago o una costa. Y ya hemos comprobado que los ríos se están desbordando cada vez con más frecuencia y virulencia, los lagos –al igual que los mismos u otros ríos– secándose, y el nivel del mar elevándose. ¿Cuál es la respuesta?, ¿protegernos?, ¿transportar agua embotellada de glaciares en retroceso y manantiales agotándose?
La vegetación urbana es una cuestión de salud pública de igual calibre que epidemias de gran eco en los medios de comunicación
Es urgente cambiar el modelo extractivo con el que estamos habitando el planeta. Parece una misión imposible, pero es simplemente imprescindible, muy urgente, y –buena noticia– sabemos qué es lo que hay que hacer, empezando por el cambio del modelo energético y siguiendo por la transformación de nuestras ciudades. En ellas, es imperativo frenar la expansión de los suburbios de baja densidad y volcarse en el transporte público. Los bosques urbanos –masas vegetales en nuestras calles, plazas y edificios– no solo mejoran la calidad del aire secuestrando CO2, sino que su sombra es esencial para combatir la subida de las temperaturas.
Los ejemplos de Barcelona, Zaragoza y Pamplona
De hecho, la vegetación urbana es una cuestión de salud pública de calibre igual o superior a epidemias de gran eco en los medios de comunicación, dados los efectos que el aumento de la temperatura está teniendo sobre las capas de población más vulnerables y que incluyen muerte, daños permanentes y deterioro irreversible de la calidad de vida. Asociada a la sombra vegetal, la retirada del asfalto de un buen porcentaje de nuestras calles, sustituido por pavimentos permeables, facilitaría la vida de estos arboles, recargaría el agua del subsuelo y minimizaría las inundaciones debidas a tormentas, cada vez mayores y más habituales. Barcelona ha hecho varias pruebas con éxito en vías tan importantes como el Paseo de San Juan.
Respecto a los ríos y sus desbordamientos, la primera reacción es resguardarse, amurallándolos e intentando contenerlos. Sin embargo, y como dice el refrán, cuanta más protección, más alta será la caída. La falsa sensación de seguridad es a menudo la causa de pérdidas humanas y materiales cuantiosas. El huracán Sandy y sus efectos en Nueva York, con masas de agua sobrepasando los muros de protección, es un ejemplo más, esta vez no en un país del sureste asiático o de Latinoamérica. Es necesario un cambio de paradigma: pasar de la protección a la negociación. El gobierno holandés aplicó este principio en una operación de alcance nacional entre 2008 y 2014, el proyecto Room for the River (Espacio para el río). Se desplazaron diques de contención y se adaptaron superficies agrícolas para que las inundaciones periódicas causaran perjuicios mínimos.
Con anterioridad a esta operación, en 2001, en España construíamos el primer espacio y edificio públicos de la era moderna diseñados para aceptar la inundación sin daños; el parque del Río Gállego en Zuera (Zaragoza). Cada año, parte del parque se inunda haciendo que el río se ocupe de mantener la vegetación de la ribera. Cada dos o cuatro años, el agua del río entra en la plaza de toros por la puerta de cuadrillas y sale por la puerta de arrastre, mientras los corrales se convierten en estanques temporales.
Siguiendo los mismos principios, el Parque del Agua para la Exposición Internacional de 2008 en Zaragoza cede al Ebro temporalmente una cuarta parte de su superficie. El río la devuelve al cabo de pocos días haciendo que los árboles crezcan fastuosos y que las praderas se cubran en una explosión de flores. Por su parte, el Parque de Aranzadi en Pamplona tiene un bosque que lo atraviesa y que algunos días del año se llena de agua en movimiento. Al duplicar el río y aumentar su capacidad, los vecinos en la orilla opuesta han visto reducidas las inundaciones de sus sótanos y plantas bajas.
Los parques tienen la capacidad de negociar inundaciones para beneficio de la ciudad con una resiliencia incomparable respecto a muros y estaciones de bombeo, además del servicio ciudadano y riqueza ecológica que aportan. Sabemos cómo hacer que las calles operen como esponjas para absorber el agua de la lluvia de forma que ayuden a generar la sombra y el resto de beneficios sociales y medioambientales (¡incluida la belleza!) que proporcionan los árboles. Los edificios comparten la misma responsabilidad que las calles, absorbiendo agua y añadiendo vegetación en las cubiertas y muros. La vegetación en la fachada, además de incrementar la riqueza de la ecología urbana, de dar sombra y de absorber CO2, puede ser parte del sistema de depuración del agua. Ya tenemos la tecnología: las aguas grises de fregaderos y duchas circulan por una instalación vegetal en la fachada, bajando por gravedad hasta llegar a la planta baja limpia y preparada para ser reutilizada.
Estas tecnologías tienen coste, sin duda, pero son inversiones que compensan rápidamente las pérdidas causadas por catástrofes climáticas producto del calentamiento global y la urbanización de espacios que nunca debieran haberse ocupado, o por el impacto en la salud pública que ya estamos sufriendo y del que se espera un enorme aumento. En cada país y situación concreta hay medidas adaptadas, algunas de proporciones inmensas independientemente de la riqueza del país. La capital de la mayor democracia del mundo, Delhi, tiene un río sagrado –bautizado en honor de la diosa Yamuna– compuesto al cien por cien de materia fecal durante nueve meses del año. La salud ecológica del río y de sus afluentes no es un lujo sino una necesidad urgente para mas de 20 millones de personas. Siguiendo las recomendaciones de un proyecto de investigación académica –el Yamuna River Project–, se ha empezado la construcción de 22 parques que limpiarán el agua mediante filtros vegetales como tratamiento terciario.
En todos y cada uno de los casos mencionados, la ciudadanía informada y la exigencia de su ojo critico son la primera garantía de éxito. Sin embargo, necesitamos un cambio sistémico y a escala planetaria para transformar nuestro sistema extractivo, frenar la degradación medioambiental y diseñar la adaptación a un nuevo clima en el planeta. La educación de las generaciones que llenan las escuelas y las universidades es crítica para descubrir cómo tenemos que habitar el planeta de una manera completamente diferente.
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