lunes, 9 de diciembre de 2019

Mejor te traes la silla de casa

Mejor te traes la silla de casa
Arquitectura hostil (ENRIQUE SHORE)


A medida que crece la población de los sintecho, Nueva York intensifica la “arquitectura hostil”, esas armas de diseño para excluir a la gente del espacio público


Prohibido sentarse.
Una orden de este tipo no se informa en ningún cartel. En este caso no se precisa advertencia.
El mensaje queda claro en su sutilidad al adentrarse en la estación de Fulton. Este abovedado hub de transporte en el bajo Manhattan –en su profundidad reúne unas cuantas líneas de metro–, abrió en el 2014 con el aplauso de los diseñadores urbanos y los entusiastas del espacio público.
Ensalzaron el aire mediterráneo de transparencia, con una fachada de vidrio de arriba abajo, que es un observatorio de la calle, y un tragaluz hacia el cielo.

En cualquier momento del día muchos toman un respiro frente a esos ventanales. De pie. Desde hace un par de meses, para hacerse con una silla se ha de acceder a alguno de los establecimientos.
El interior tiene una repisa baja que lo rodea, perfectamente equivalente a un banco donde la gente se paraba a descansar o consultar su teléfono. Ya no. Colocaron unos puntales de acero, de más o menos un metro de altura, que acordonan la repisa y la hacen inaccesible a transeúntes.
Este es un ejemplo de lo que se conoce como “arquitectura hostil”, que existe en tantas ciudades, pero que en Nueva York ha cobrado especial relevancia al expandirse a ritmo de récord la población sintecho –unos 79.000, como nunca–, la grave carencia de viviendas asequibles y el incremento de la densidad humana gracias al impulso económico.
Obstáculos innecesarios como este de Fulton, plataformas con clavos o pinchos, barrotes, vegetación que se desborda y ocupa la valla, bancos con reposabrazos divisorios o sin respaldo, ausencia de mobiliario urbano, señales de “no merodear”. Todos estos elementos y otros más forman parte del paisaje, en una demostración inabarcable del diseño para rechazar a la gente no deseada sin necesidad de expresarlo.

La paradoja en la Gran Manzana es que cada vez se crea más espacio público pero luego se cierra a muchos


“Hay unos que lo ven como algo hostil y antisocial, mientras que para otros es un elemento defensivo para protegerse contra los sinhogar, los vagabundos, a los que pienso que injustamente se les relacionan con el crimen”, dice el profesor Jon Ritter, historiador sobre arquitectura en la Universidad de Nueva York.
“Es un desarrollo arquitectónico visto como una manera legítima para proteger a los propietarios y a los ciudadanos frente al desorden. Surgió como un movimiento intelectual para servir a unos clientes”, añade. Esta material “insidioso” resulta obvio en numerosas ocasiones, pinchos o protuberancias metálicas. Sin embargo, a menudo aparece bajo el camuflaje del paisajismo, “rocas, árboles y césped que parecen deseables, pero que se instalan para impedir que la gentes use el espacio público”, remarca.
En su análisis, el profesor Ritter subraya que ese ámbito público es en especial importante en Nueva York –“donde vivimos en pequeños apartamentos”– como “espacio social que hemos de compartir y al que se le imponen normas para limitar su accesibilidad”. En estas circunstancias, “el diseño se convierte en una herramienta crítica”, concluye.
“A pesar del aumento constante del activismo a nivel de calle, el diseño hostil y defensivo ha transformado gradual y silenciosamente nuestros edificios, parques y casas en sitios de vigilancia y control social”. Así se lee en el texto de una exposición organizada la pasada primavera en Nueva York titulada El estado de la tiranía .
Nidhi Gulati, arquitecta e investigadora urbana de la organización Project for Public Spaces, le resulta imposible que estos elementos se confeccionen sin intención. “La arquitectura en general se centra menos en la interacción con la gente que en alejar a las personas”, sostiene.

La gente se sentaba en una repisa de la estación de Fulton, pero han puesto una valla para impedirlo


Gulati certifica el enorme contraste que se produce en la actualidad en la Gran Manzana. Cada vez se invierte más y se crea más espacio público (parques o plazas), se abren zonas peatonales que antes utilizaban los coches, se recupera el frente marítimo y, a su vez, se expanden los elementos que frenan el uso ciudadano.
“Aún hay muchos que diseñan para cerrar los espacios y no para interactuar”, denuncia.
En cualquier rincón se hallan manifestaciones de lo que, como recalca el arquitecto Tobias Armborst, sirve para “mantener fuera a sintecho adultos, a adolescentes o a grupos étnicos o raciales, a aquellos que no son ricos”.
Armborst, con despacho en Brooklyn, escribió junto a dos colegas (Daniel D’Oca Georgeen Theodore) el libro The Arsenal of Exclusion & Inclusion . En sus páginas describen 150 “armas” que se utilizan para fiscalizar el terreno. “Encontramos numerosas maneras, muchas no muy perspicaces, en que la arquitectura se emplea para prevenir el acceso”, comenta.
Dan la impresión de ser neutrales, pero son políticas. “Son instrumentos en manos de poderosos intereses que se usan y se abusan para marcar las líneas a partir de la raza y la clase social”, dice.
Estas decisiones, según su indagación, se incrementaron a partir de hace un par de décadas, cuando la polarización de la desigualdad distanció a los superricos de los pobres. “Esta oscura división emerge en el espacio público y se instrumentalizan esos artilugios para apartar a los que no conforman la idea del éxito”, matiza.
“Sería mejor que vistiera pantalones de acero”, ironiza Jerold Kayden al referirse a esos lugares en que siembran pinchos.
Profesor de planificación urbana en la Universidad de Harvard, Kayden fue el coautor en el 2000 de Privately owned public space: the New York City experiment. Estos “espacios públicos de propiedad privada” (POPS) suman 550 en esta ciudad. Surgieron por el compromiso de los promotores inmobiliarios de ofrecer un espacio ciudadano a cambio de la autorización de construir a más altura.

“No dormir”, ordena el cartel en un banco, ubicado en uno de los espacios públicos de propiedad privada


“No dormir en los bancos”, ordena el cartel en un respaldo,
en uno de estos POPS, en la Tercera Avenida con la calle 49. ¿Llamarán a la policía si se hace una siesta?

“La arquitectura hostil trata simplemente de desanimar a cualquiera a utilizar el espacio público. No sólo a los skaters o a los vagabundos, sino a cualquiera de nosotros”, lamenta.
En algunos de esos lugares privados y públicos –plazas, arcadas, ...–, los dueños incumplen el requisito de instalar mesas o sillas para la gente. Kayden recuerda que en la torre Trump de la Quinta Avenida hay uno de estos POPS. Sacaron el banco que debía haber ahí y colocaron un puesto con material sobre el presidente. “Se hace aunque sea ilegal”, insiste. En su opinión, esto resulta incluso peor que los diseños físicos hostiles.
Se prohíbe dormir, o gritar, o sacar fotos, o jugar al ajedrez, y se envía a los porteros de los edificios a decir que no se puede estar ahí. “Se lanza un mensaje que hace que la ciudad sea menos pública”, subraya.
De vuelta al profesor Ritter, este experto apostilla: “Las calles son más seguras, hay menos drogas, menos crimen, pero tenemos esta especie de paranoia sobre la regulación de lo que la gente puede hacer en el espacio público”.

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