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"No es de la benevolencia del carnicero, cervecero o panadero de donde obtendremos nuestra cena, sino de su preocupación por sus propios intereses".
Cuando el economista Adam Smith estaba escribiendo eso su influyente libro "La riqueza de las naciones", en la década de 1770, trataba de explicar que aunque "el hombre está casi permanentemente necesitado de la ayuda de sus semejantes" resulta inútil esperarla a menos de que ofrezca un trato.
"Todo trato es: dame esto que deseo y obtendrás esto otro que deseas tú; así obtenemos la mayor parte de los bienes que necesitamos".
Es por eso que cuando acudimos a ese carnicero, cervecero o panadero, "no recurrimos a su humanidad, sino a su egoísmo, y jamás les hablamos de nuestras necesidades sino de sus ventajas".
Pero, ¿qué pasa cuando se trata de recaudar dinero para obras de caridad?
En estos días, se nos habla con frecuencia no de nuestras ventajas sino de las necesidades de otras personas.
La caridad se ha convertido en un gran negocio, aunque es difícil decir cuán grande: hay pocos datos confiables.
Un estudio reciente estima que los británicos, por ejemplo, donan 54 peniques por cada 100 libras esterlinas. Eso es tres veces más que los alemanes, pero tres veces menos que los estadounidenses.
Según mis cálculos, eso es más o menos lo que los británicos gastan en cerveza, no mucho menos de lo que gastan en carne y tres veces más de lo que gastan en pan.
En importancia económica, la recaudación de fondos de caridad está a la altura del carnicero, cervecero y panadero.
La caridad, por supuesto, es tan vieja como la humanidad.
La antigua costumbre religiosa del diezmo, aquella de dar indirectamente una décima parte de los ingresos a causas dignas, hace que las donaciones modernas de menos de US$1 de cada US$100 parezcan irrisorias.
Aun así, los impuestos han reemplazado los diezmos y muchos recaudadores de fondos modernos no tienen la ventaja de decir que hablan por Dios.
Ahora tienen que ser profesionales en el arte la persuasión, y hay un hombre que es considerado como el padre de ese campo: Charles Sumner Ward.
A finales del siglo XIX, comenzó a trabajar para la Asociación Cristiana de Hombres Jóvenes, más conocida como la YMCA.
Era "un hombre de tamaño mediano", según el New York Post, "y tan amable que nunca se sospecharía que tenía tal poder para influir en los bolsillos reacios".
La primera vez que ese poder llamó atención fue en 1905, cuando sus empleadores lo enviaron a Washington DC para recaudar dinero para un nuevo edificio.
Ward convenció a un donante rico de que prometiera donar una gran cantidad de efectivo, pero solo si el público recaudaba el resto. Luego estableció una fecha límite artificial para que eso sucediera.
Los diarios reportaron su hazaña con gran entusiasmo.
Ward aplicó sus métodos en muchos otros proyectos. El plan solía tener:
- un objetivo
- un límite de tiempo
- un reloj de campaña que mostraba el progreso
- trucos publicitarios planeados con precisión militar
En el mundo moderno, todos parecen familiares, pero cuando Ward llegó a Londres en 1912, eran novedosos.
El diario Times quedó adecuadamente impresionado por su "conocimiento de la naturaleza humana y una aplicación extremadamente astuta de los principios comerciales para asegurar la ventaja en el momento psicológico".
La Primera Guerra Mundial trajo más innovaciones para recaudar fondos, como las loterías o la venta de banderas, que tienen equivalentes modernos en pulseras, cintas y calcomanías que muestran que has dado dinero.
Para 1924, Ward tenía una compañía de recaudación de fondos y publicitaba cuánto había recaudado para todo, desde boy scouts hasta templos masónicos.
Para los herederos modernos de Charles Sumner Ward, ¿qué se considera una "aplicación inteligente de los principios comerciales"?
Ejecutivos de publicidad entrevistados para el diario británico The Guardian nos dan algunas pistas.
Las imágenes de niños hambrientos no acumulan muchos "me gusta" en las redes sociales, dicen; es mejor forjar tu marca, interactúar y divertirse.
Los economistas también han estudiado qué motiva las donaciones.
Una teoría se llama "señalización": donamos en parte para impresionar a otras personas. Eso podría explicar la popularidad de las pulseras, cintas y calcomanías: son una muestra no solo las causas que nos importan, sino también nuestra generosidad.
Las investigaciones experimentales de estas ideas han producido resultados que son un poco deprimentes.
El economista John List y sus colegas enviaron personas a tocar puertas; algunos pedían una donación, otros vendían boletos de lotería por la misma buena causa. Los boletos de lotería recaudaron mucho más, lo que no extraña.
Pero los investigadores también encontraron que a las mujeres jóvenes atractivas que pidieron donaciones les fue mucho mejor, de hecho, tan bien como a los vendedores de lotería.
Como el estudio reconoce secamente: "Ese resultado se debe en gran medida al aumento de las tasas de participación entre los hogares en los que un hombre abrió la puerta".
Eso es evidencia de la teoría de la señalización del altruismo, y se puede ver exactamente a qué tipo de señoritas querían impresionar estos caballeros.
También está la teoría del "cálido resplandor", que dice que damos para sentirnos bien, o al menos no tan culpables.
El economista James Andreoni estudió la idea preguntándose qué pasaba con las donaciones privadas cuando una organización benéfica comenzaba a recibir un subsidio del gobierno.
Si los donantes daban por puro deseo altruista de garantizar que la organización benéfica pudiera funcionar, entonces las donaciones deberían pasar a otra causa digna cuando llegara el subsidio. Pero eso no sucede, lo que sugiere que no somos puramente altruistas, sino que nos gusta esa calidez que nos da sentir que lo somos.
Está comenzando a sonar como la lógica de Adam Smith se aplica a la caridad después de todo.
"No es de la benevolencia del donante que obtendremos una contribución", podría decir un recaudador de fondos, sino de su preocupación por sentirse bien y verse bien ante los demás".
Pero si las organizaciones benéficas están vendiendo calidez y la capacidad de enviar señales sociales, eso no les da muchos incentivos para hacer algo útil. Solo tienen que contarnos una buena historia.
Algunas personas, por supuesto, toman muy en serio la cuestión de cuánto hacen las buenas organizaciones benéficas. Hay un movimiento que pide "altruismo efectivo", con organizaciones como GiveWell, que estudia la efectividad de las organizaciones benéficas y recomienda cuál podría merecer nuestro dinero.
Los economistas Dean Karlan y Daniel Wood se preguntaron si la evidencia de efectividad mejoraría la recaudación de fondos, y trabajaron con una organización benéfica para averiguarlo.
Algunos de los donantes recibieron una típica foto de correo, una historia emotiva sobre una beneficiaria individual llamada Sebastiana. "Ella no ha conocido nada más que pobreza extrema toda su vida", decía.
Otros recibieron la misma historia pero con un párrafo adicional que señala que "metodologías científicas rigurosas" confirmaron el impacto de la organización benéfica.
¿Los resultados? Algunas personas que previamente habían hecho grandes donaciones parecían impresionadas y daban más. Pero eso fue cancelado por pequeños donantes que dieron menos. El simple hecho de mencionar la ciencia parecía haberle quitado brillo a ese cálido resplandor y aminorado el atractivo emocional.
Y esto puede explicar por qué GiveWell ni siquiera ha tratado de evaluar los nombres conocidos del mundo de la caridad, como Oxfam, Save The Children y World Vision.
En una publicación de blog que suena exasperada, la organización explica que estas organizaciones benéficas "tienden a publicar una gran cantidad de contenido web destinado a la recaudación de fondos, pero muy poco interés para los donantes interesados en el impacto" que tienen sus donaciones.
O, como Adam Smith podría haber dicho: "Jamás les hablamos de nuestra propia eficacia sino de sus ventajas".
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