Desde el teatro a la política y viceversa esta expresión de aprobación se ha manipulado para dirigir la opinión pública
En cierta ocasión en que asistió a una representación teatral, Calígula tuvo que sufrir que aplaudieran más al actor principal que a él mismo. “Ojalá el pueblo romano tuviera un solo cuello”, exclamó, probablemente mientras se lo cortaban al intérprete, inventor a su pesar de aquello de morir de éxito. El aplauso ha acompañado a la humanidad desde sus inicios como signo de aprobación, ha adoptado diferentes formas y se ha organizado y lo han organizado.
Desde Nerón, que contaba con 5.000 hombres cuya función era aplaudirle, hasta la claca de los teatros del siglo XIX, hemos intentado influir a nuestro favor con nuestros aplausos, que ahora toman la forma de likes, pero no dejan de ser eso, una claca (virtual).
Si la risa y el humor siempre han sido vistos como peligrosos, el aplauso ha sido buscado, deseado y manipulado, el aplauso individual, pero sobre todo el colectivo. En el mundo antiguo los aplausos eran equivalentes a las aclamaciones, de la misma manera que en los regímenes totalitarios del siglo XX y así hasta hoy. No es de extrañar que fuera ya en la antigüedad cuando aparecieron los grupos de personas a quienes se paga por aplaudir para influir en la audiencia.
En la antigüedad
El aplauso era el equivalente a la aclamación; Nerón llevaba tenía 5.000 hombres encargados de aplaudir sus ocurrencias
De hecho, esta práctica, el aplauso pagado, nació entre el poder y el teatro, una buena forma de mostrar lo cercanos que están ambos. La historiografía establece que apareció en el Teatro de Dionisos, el mayor de la antigua Grecia, en la Acrópolis de Atenas. Allí, en el siglo IV aC., los mayores comediógrafos del momento, Filemón y Menandro, enfrentaron a menudo sus respectivas obras y era el primero quien solía ser designado ganador. No, sus comedias no eran mejores, sino que lo eran sus clacas, infiltradas entre el público y desde donde terciaban con los jueces.
El nacimiento político, por llamarlo así, de la claca es igualmente arcaico, pero fue en el Imperio Romano donde se estableció con mayor autoridad en las instituciones, el teatro y los tribunales, algo que de nuevo da que pensar... Tomando el ejemplo de los actores, los políticos romanos medían su popularidad por la duración y la intensidad de los aplausos que recibían al llegar al teatro; el filósofo, jurista y filósofo romano Cicerón (106-43 aC) solía enviar allí a sus amigos para tomar nota por el saludo de qué político gozaba del favor popular y cual no. Los espectáculos teatrales acababan siempre pidiendo Valete et plaurite, es decir, con aplausos, de ahí la palabra, que deriva del latín plauride.
Así, las últimas palabras del emperador Augusto (63 aC-14dC) fueron según la leyenda: “Si he hecho bien mi parte, entonces aplauda y despídame del escenario con aplausos”. Nerón (37-68 dC), que sería un sátrapa pero no tan tonto, pensó que porqué dejar al albur del público la decisión de aplaudir o no, intuyendo tal vez que igual no se llevaba muchos, de manera que tras un viaje a Alejandría, donde el aplauso se practicaba profesionalmente, seleccionó a los 5.000 hombres que lo acompañarían siempre loando sus discutibles hazañas y los formaron en las técnicas de aplausos egipcias; no podían llevar anillos y sus líderes recibían de paga 400.000 sestercios.
Los teatros romanos comenzaron a contratar laudineci, una especie de instigadores públicos cuya función era infiltrarse entre las multitudes y manipular su reacción a las actuaciones. Fueron los actores quienes iniciaron esta práctica, que en ocasiones y si la cosa iba bien llegaban a lanzar entre la multitud cánticos de alabanza... o de indignación, ya que también se contrataba a los laudineci para instigar abucheos y silbidos (sí, se silbaba para mal) contra las obras de sus competidores. Ya ven, los trolls y los haters no los ha inventado Twitter.
La práctica se acabó extendiendo a los tribunales, donde agitadores profesionales reaccionaban a los argumentos para influir a los jurados. No, lo de ahora tampoco es nuevo.
Auguste Levaseur
Fue el jefe de claca más famoso de París en 1830; vivía en la Ópera y organizaba las intervenciones de sus huestes como si fuera un libreto
Pero la claca, les claqueurs, tal como la conocemos ahora es un invento francés, del siglo XIX, y su inicio recuerda mucho a aquel “A Dios pongo por testigo de que jamás volveré a pasar hambre” de Scarlata O’Hara en Lo que el viento se llevó. Los que no iban especialmente bien alimentados eran los miembros de la farándula, pero no estaban dispuestos a seguir así; un personaje de la obra de teatro Le mariage d’argent (1927), de Eugene Scribe, proclama: “hace algún tiempo, los artistas se rebelaron y decidieron no volverse a permitir morir de hambre”. Pero para eso, la obra debía tener éxito y, ay, los designios del público son tan inescrutables... Eso lo sabía bien Jean Dorat, poeta del siglo XVI que reclutó a un grupo de amigos para que repartieran entradas gratis a sus recitales, con el compromiso de animar la representación en los momentos adecuados.
De una forma u otra, la claque, del francés claquer”, ya se había convertido en una institución en los teatros franceses en 1830 y en especial en los espectáculos de la Grand Opéra. Hasta entonces y desde principios de 1700, la ópera había sido un reducto que la aristocracia compartía con el rey y lo importante era estar, por eso los palcos de los principales se colocaban junto al escenario y se dejaban las luces encendidas, de manera que sus selectos ocupantes no veían ni papa, pero eran vistos; por supuesto la música era lo de menos, se hablaba, se cantaba, se comía y... se llegaba tarde para interrumpir el espectáculo y convertirse en este.
La claca
Una estructura sin nada al azar
Además del jefe de claca, un personaje tan influyente y respetado como los propios autores y más que los actores, estos grupos se organizaban al milímetro. Para empezar, estaban los commisaires, que memorizaban las mejores partes de la obra y llamaban la atención de sus vecinos; los rieurs tenían como función reír a mandíbula batiente si se trataba de una comedia, los chatouilleurs mantenían al público de buen humor, las pleureuses, grupo integrado básicamente por mujeres, lloraban durante los melodramas, y los bisseurs se empleaban a fondo pidiendo bises.
En 1830 las cosas habían cambiado, la burguesía había desplazado a la aristocracia y quería demostrar que su liderazgo era también cultural y eso incluía la ópera. La claca fue una manera de formar sus gustos, orientándolos, aunque muy probablemente no era este el objetivo, sino otro más alimenticio. Para los productores teatrales y operísticos la claca era un elemento tan imprescindible como el libreto, y casi que como tal se trataba. De hecho, el director de la Académie Royal de Musique, Louis Veron, defendía en 1831 que era inconcebible representar una obra sin hacer antes los arreglos preliminares con los claqueurs, ensayos incluídos.
Pero quienes llevaban la voz cantante eran los jefes de claca, y el más conocido fue Auguste Levaseur, o simplemente Auguste, como se lo conocía. Él era quien hablaba con autores y actores, con el mismo Veron y con los criticos, quien organizaba a sus empleados con disciplina casi militar y quien cobraba (mucho) y repartía (menos). Todo un personaje, también por su tamaño y complexión hercúlea y por el impresionante par de manos con que había sido agraciado, vivía en la Ópera, desde donde dirigía su próspero negocio. Según artículos de sus contemporáneos, podía ganar fácilmente entre 20.000 y 30.000 francos al año, bastante más que la mayoría de actores y cantantes.
Una parte la pagaban en francos contantes y sonante los artistas o los autores, y la otra la recibía en entradas que a su vez podía revender; ante una premier, recibía de dos a seis entradas de cada artista y cien del productor, de 40 a 50 si la obra ya era conocida y sólo 10 si funcionaba sola. Se lo ganaba: aunque no tenía conocimientos de música, sí conocía y, lo que es más importante, podía intuir los gustos del público, y antes de un estreno estudiaba cuidadosamente el libreto para establecer las partes a subrayar, con artimañas como pagar a mujeres sentadas en rimera fila para que se desmayaran mientras los hombres acudían a socorrerlas. Los miembros de su claca, muchos de los cuales se convirtieron a su vez en actores, entraban antes que el público, de manera que este, sin saberlo, estaba rodeado de personas que marcaban el ritmo de sus gustos.
Hasta Trump
Recién elegido presidente, se llevó a cuarenta miembros de su equipo a un discurso en la sede de la CIA para que lo aplaudieran
Por supuesto todo el montaje se llegó a conocer con el tiempo. También algunos claqueurs se dejaron llevar por el lado oscuro y extorsionaron a actores y directores, porque tal como aplaudían podían silbar y destrozar una representación. El público a su vez se dio cuenta de que ellos también podían hacer de claca y, como mínimo, ahorrarse la entrada.
Críticos apreciados, como Théophile Gaultier, defendieron la acción de los claqueurs, ya que con su apoyo hicieron posible las representaciones de obras difíciles o, como diríamos ahora, alejadas del mainstream. Otros, como el autor Honoré Balzac, la rechazaron siempre, y con el tiempo fue decayendo, aunque últimamente parece haber resucitado y The New York Times acusaba hace unos años al Teatro Bolshoi de emplearla, ahora que los aplausos durante horas a los líderes del Kremlin y compañía han desaparecido, o casi, miren si no al líder supremo de Corea del norte Kim Jong Un y sus palmeros.
Pero no hace falta ir tan lejos; en los primeros días de su mandato, Donald Trump dio un discurso en la sede de la CIA que sorprendió por la calidez con que fue recibido el recién electo presidente; más tarde se supo que Trump fue acompañado por cuarenta personas de su equipo que se distribuyeron por la sala, formada por una audiencia de 400 personas.
A los que no somos Nerón ni Trump, nos quedan las redes sociales, la claca de nuestro tiempo.