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Veinticinco años después del asesinato del primer ministro sueco, el magnicidio permanece sin resolver envuelto en una neblina de teorías y conspiraciones.
Estocolmo. Viernes, 28 de febrero de 1986. Olof Palme desea disfrutar de un pequeño descanso el fin de semana. Tras concluir su último compromiso, el primer ministro sueco da el fin de semana libre a sus escoltas y se marcha a casa. Tras cenar con su esposa Lisbet, ambos cogen a las 20:30 el metro para ir al cine. Sin guardaespaldas, como unos ciudadanos más. Se bajan en la parada de Radmansgatan y se dirigen al cine Grand, donde les esperan su hijo Marten y su novia.
Finalizada la película, los cuatro salen a la calle. Son las once de la noche y el termómetro marca 10 grados bajo cero. Su hijo les aconseja que cojan un taxi para regresar a casa, pero Palme prefiere estirar las piernas. A las 23:15 se separan y el matrimonio comienza a caminar por la calle Sveavägen. La céntrica avenida permanece desierta y poco iluminada. Tras caminar unos 30 metros, Olof le dice a Lisbet, que camina rezagada unos metros, «nos miran», y la aprieta contra él.
A las 23:21, de repente, un hombre moreno, vestido con una chaqueta de esquí azul, sale de la oscuridad y dispara sin mediar palabra a la espalda del primer ministro, que cae al suelo. Una segunda bala roza a su esposa. El asesino huye corriendo por la estrecha calle de Tunnelgatan, sube las escaleras que llevan a Malmskillnadsgatan y se le pierde la pista en la calle David Bagares.
Un taxista que se encuentra a pocos metros de lugar avisa a la Policía a través de la radio de su coche. Mientras, una joven estudiante trata sin éxito de reanimar a Palme, que muere en la ambulancia camino del hospital. A las 0:06 del 1 de marzo fallece, a los 59 años, el político sueco más internacional del siglo XX.
Un cuarto de siglo después, permanece sin resolver un crimen que conmocionó a la pacífica sociedad sueca, que no sufría un magnicidio desde el asesinato del rey Gustavo III en un baile de máscaras en 1792. Sin culpable, sin arma y sin móvil, la Policía prosigue una investigación que ha costado 38 millones de euros y ocupa 225 metros de estanterías.
Sven Olof Joachim Palme nació en 1927 en el seno de una familia acomodada. Tras cursar Derecho en Estocolmo, viajó becado a Estados Unidos en 1947 para estudiar políticas y económicas en el elitista Kenyon College de Ohio. Al concluir sus estudios, emprendió un viaje en coche por 34 estados. Las diferencias sociales y la segregación racial marcaron profundamente al joven Palme.
De vuelta a Suecia, comenzó a trabajar en el sindicato de estudiantes y en 1953 se afilió al Partido Socialdemócrata, en el poder desde 1932. En el seno del SAP comienza una meteórica carrera de la mano del primer ministro, Tage Erlander, del que fue secretario personal y luego ministro de Transportes y Educación. En 1969 recibió el testigo de su padrino político y se convirtió en el líder del partido y en primer ministro hasta 1976. Tras seis años en la oposición, regresó al Gobierno al ganar las elecciones de 1982.
A sus 42 años, sin embargo, Palme no fue un jefe de Gobierno al uso, centrado sólo en las cuestiones domésticas. Como recuerda su estrecho colaborador y amigo Pierre Schori, el líder socialdemócrata fue un pionero que reformuló la tradicional neutralidad sueca. «Abrió en Suecia una ventana al mundo exterior. Palme fue el único líder occidental que se colocó en contra del colonialismo y los abusos de las grandes potencias», recuerda el ex ministro a LA RAZÓN.
Precisamente, su compromiso con la paz, los derechos humanos y el desarme le granjearon muchos enemigos. Dentro de Suecia, la derecha consideraba a Palme un traidor a su clase que coqueteaba con el comunismo. En el exterior, el primer ministro sueco se convirtió por voluntad propia en una especie de «conciencia mundial», capaz de criticar por igual a la Unión Soviética por ocupar Afganistán o a EE UU por la Guerra de Vietnam.
Pese al riesgo que asumía, recuerda Schori, «Palme no tenía miedo a desafiar a las grandes potencias. Sufría más críticas dentro que fuera de Suecia». De la misma opinión es Anna Balletbò, presidenta de la Fundación Internacional Olof Palme, que recuerda que «en la Guerra Fría se tachaba a uno de comunista si no apoyaba a Estados Unidos».
Respaldo a España
El líder socialdemócrata sueco también se implicó muy activamente en la transición española. En las postrimerías del franquismo, salió a las calles de Estocolmo hucha en mano para recaudar dinero para la oposición española contra un Franco al que tildaba de «asesino satánico». De esta época nació una estrecha amistad con Felipe González, al que acompañó en diciembre de 1976 en Madrid en el primer Congreso en suelo español del PSOE.
Pero detrás de este político internacionalista e inquieto se escondía, según Schori, «una persona brillante y humilde a la que le gustaba escuchar». Su flequillo rebelde y su corbata frecuentemente torcida contrastaban con lo que se espera de un líder político. El periodista y escritor Ramón Miravitllas, autor del libro «¿Pero quién mató a Olof Palme?», destaca a este diario que «Palme, que hacía cola en el supermercado o se presentaba en lugares donde no era querido, despreciaba a los escoltas y no tenía miedo por su seguridad».
El asesinato de su jefe de Gobierno conmocionó a un país en el que existe una cercanía cotidiana entre los ciudadanos y sus políticos. «Suecia no se podía creer que en una democracia tan avanzada se pudiera producir un magnicidio», dice Miravitllas. Mientras, Schori añade que «el asesinato mostró una dura realidad en la que era un sueño que los políticos pudieran salir a la calle sin protección».
Esta sorpresa por el asesinato no justifica, sin embargo, la cadena de errores que han jalonado su investigación. Miravitllas reconoce que «la investigación fue una auténtica chapuza desde el primer momento. No acordonaron la zona, dejaron escapar a los culpables, las filtraciones eran constantes, el sumario se traspapelaba…».
Pese a haberse barajado numerosas teorías que vinculaban el asesinato con un complot externo organizado por la Policía secreta de Pinochet, el régimen segregacionista surafricano, la CIA, la extrema derecha o los traficantes de armas internacionales, la Policía sueca siempre se ha decantado por la pista de un «loco solitario». Durante estos 25 años, Chister Pettersson, un toxicómano y alcohólico que fue identificado por Lisbet Palme, ha sido el único sospechoso juzgado por un magnicidio del que se han autoinculpadado 130 personas.
Pettersson, que fue detenido en 1988, fue condenado y más tarde absuelto por el Supremo por falta de pruebas. No obstante, años después confesó a sus allegados que había confundido al primer ministro con un traficante de drogas que vestía ropa parecida.
Más allá de la culpabilidad o inocencia de Pettersson, muchos creen que detrás del autor material se esconde un autor intelectual del magnicidio que difícilmente saldrá a la luz. Balletbò apunta al tráfico internacional de armas como el detonante de su asesinato: «Suecia es un país neutral, pero exporta armamento. Cuando estaba en la oposición, Palme fue mediador de Naciones Unidas en la guerra Irak-Irán, y cuando regresó al poder en 1982 decidió que no se vendieran armas a ninguna de las partes». Esta teoría la corroboró el entonces secretario general de la ONU, Javier Pérez de Cuéllar, que con lágrimas en los ojos lamentó años después: «No tenía que haberle permitido que siguiera mediando en los temas de desarme cuando volvió al Gobierno».
Mientras su asesinato sigue inspirando a autores de novela negra y teóricos de la conspiración, Palme ya pertenece a un universo de mártires de la paz y la libertad, en el que le acompañan Isaac Rabin, Gandhi o Martin Luther King.
Finalizada la película, los cuatro salen a la calle. Son las once de la noche y el termómetro marca 10 grados bajo cero. Su hijo les aconseja que cojan un taxi para regresar a casa, pero Palme prefiere estirar las piernas. A las 23:15 se separan y el matrimonio comienza a caminar por la calle Sveavägen. La céntrica avenida permanece desierta y poco iluminada. Tras caminar unos 30 metros, Olof le dice a Lisbet, que camina rezagada unos metros, «nos miran», y la aprieta contra él.
A las 23:21, de repente, un hombre moreno, vestido con una chaqueta de esquí azul, sale de la oscuridad y dispara sin mediar palabra a la espalda del primer ministro, que cae al suelo. Una segunda bala roza a su esposa. El asesino huye corriendo por la estrecha calle de Tunnelgatan, sube las escaleras que llevan a Malmskillnadsgatan y se le pierde la pista en la calle David Bagares.
Un taxista que se encuentra a pocos metros de lugar avisa a la Policía a través de la radio de su coche. Mientras, una joven estudiante trata sin éxito de reanimar a Palme, que muere en la ambulancia camino del hospital. A las 0:06 del 1 de marzo fallece, a los 59 años, el político sueco más internacional del siglo XX.
Un cuarto de siglo después, permanece sin resolver un crimen que conmocionó a la pacífica sociedad sueca, que no sufría un magnicidio desde el asesinato del rey Gustavo III en un baile de máscaras en 1792. Sin culpable, sin arma y sin móvil, la Policía prosigue una investigación que ha costado 38 millones de euros y ocupa 225 metros de estanterías.
Sven Olof Joachim Palme nació en 1927 en el seno de una familia acomodada. Tras cursar Derecho en Estocolmo, viajó becado a Estados Unidos en 1947 para estudiar políticas y económicas en el elitista Kenyon College de Ohio. Al concluir sus estudios, emprendió un viaje en coche por 34 estados. Las diferencias sociales y la segregación racial marcaron profundamente al joven Palme.
De vuelta a Suecia, comenzó a trabajar en el sindicato de estudiantes y en 1953 se afilió al Partido Socialdemócrata, en el poder desde 1932. En el seno del SAP comienza una meteórica carrera de la mano del primer ministro, Tage Erlander, del que fue secretario personal y luego ministro de Transportes y Educación. En 1969 recibió el testigo de su padrino político y se convirtió en el líder del partido y en primer ministro hasta 1976. Tras seis años en la oposición, regresó al Gobierno al ganar las elecciones de 1982.
A sus 42 años, sin embargo, Palme no fue un jefe de Gobierno al uso, centrado sólo en las cuestiones domésticas. Como recuerda su estrecho colaborador y amigo Pierre Schori, el líder socialdemócrata fue un pionero que reformuló la tradicional neutralidad sueca. «Abrió en Suecia una ventana al mundo exterior. Palme fue el único líder occidental que se colocó en contra del colonialismo y los abusos de las grandes potencias», recuerda el ex ministro a LA RAZÓN.
Precisamente, su compromiso con la paz, los derechos humanos y el desarme le granjearon muchos enemigos. Dentro de Suecia, la derecha consideraba a Palme un traidor a su clase que coqueteaba con el comunismo. En el exterior, el primer ministro sueco se convirtió por voluntad propia en una especie de «conciencia mundial», capaz de criticar por igual a la Unión Soviética por ocupar Afganistán o a EE UU por la Guerra de Vietnam.
Pese al riesgo que asumía, recuerda Schori, «Palme no tenía miedo a desafiar a las grandes potencias. Sufría más críticas dentro que fuera de Suecia». De la misma opinión es Anna Balletbò, presidenta de la Fundación Internacional Olof Palme, que recuerda que «en la Guerra Fría se tachaba a uno de comunista si no apoyaba a Estados Unidos».
Respaldo a España
El líder socialdemócrata sueco también se implicó muy activamente en la transición española. En las postrimerías del franquismo, salió a las calles de Estocolmo hucha en mano para recaudar dinero para la oposición española contra un Franco al que tildaba de «asesino satánico». De esta época nació una estrecha amistad con Felipe González, al que acompañó en diciembre de 1976 en Madrid en el primer Congreso en suelo español del PSOE.
Pero detrás de este político internacionalista e inquieto se escondía, según Schori, «una persona brillante y humilde a la que le gustaba escuchar». Su flequillo rebelde y su corbata frecuentemente torcida contrastaban con lo que se espera de un líder político. El periodista y escritor Ramón Miravitllas, autor del libro «¿Pero quién mató a Olof Palme?», destaca a este diario que «Palme, que hacía cola en el supermercado o se presentaba en lugares donde no era querido, despreciaba a los escoltas y no tenía miedo por su seguridad».
El asesinato de su jefe de Gobierno conmocionó a un país en el que existe una cercanía cotidiana entre los ciudadanos y sus políticos. «Suecia no se podía creer que en una democracia tan avanzada se pudiera producir un magnicidio», dice Miravitllas. Mientras, Schori añade que «el asesinato mostró una dura realidad en la que era un sueño que los políticos pudieran salir a la calle sin protección».
Esta sorpresa por el asesinato no justifica, sin embargo, la cadena de errores que han jalonado su investigación. Miravitllas reconoce que «la investigación fue una auténtica chapuza desde el primer momento. No acordonaron la zona, dejaron escapar a los culpables, las filtraciones eran constantes, el sumario se traspapelaba…».
Pese a haberse barajado numerosas teorías que vinculaban el asesinato con un complot externo organizado por la Policía secreta de Pinochet, el régimen segregacionista surafricano, la CIA, la extrema derecha o los traficantes de armas internacionales, la Policía sueca siempre se ha decantado por la pista de un «loco solitario». Durante estos 25 años, Chister Pettersson, un toxicómano y alcohólico que fue identificado por Lisbet Palme, ha sido el único sospechoso juzgado por un magnicidio del que se han autoinculpadado 130 personas.
Pettersson, que fue detenido en 1988, fue condenado y más tarde absuelto por el Supremo por falta de pruebas. No obstante, años después confesó a sus allegados que había confundido al primer ministro con un traficante de drogas que vestía ropa parecida.
Más allá de la culpabilidad o inocencia de Pettersson, muchos creen que detrás del autor material se esconde un autor intelectual del magnicidio que difícilmente saldrá a la luz. Balletbò apunta al tráfico internacional de armas como el detonante de su asesinato: «Suecia es un país neutral, pero exporta armamento. Cuando estaba en la oposición, Palme fue mediador de Naciones Unidas en la guerra Irak-Irán, y cuando regresó al poder en 1982 decidió que no se vendieran armas a ninguna de las partes». Esta teoría la corroboró el entonces secretario general de la ONU, Javier Pérez de Cuéllar, que con lágrimas en los ojos lamentó años después: «No tenía que haberle permitido que siguiera mediando en los temas de desarme cuando volvió al Gobierno».
Mientras su asesinato sigue inspirando a autores de novela negra y teóricos de la conspiración, Palme ya pertenece a un universo de mártires de la paz y la libertad, en el que le acompañan Isaac Rabin, Gandhi o Martin Luther King.
Por Pedro G. Poyatos from larazon.es 27/02/2011
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