Una yurta en el área Altai en Mongolia (SeppFriedhuber / Getty Images)
Una experiencia de lo más humana, enriquecedora y hasta enternecedora
El interés paisajístico de Mongolia es innegable. Lo tiene todo: cumbres nevadas, desiertos, estepas, bosques, lagos, volcanes… solo falta el mar, pero al estar completamente cercada por Rusia y China, la costa más próxima queda a más de un millar de kilómetros.
En cambio, tiene montañas repartidas por tres cordilleras distintas. La más alta es la cadena de Altai al oeste, cuyo pico Juiten con más de 4.300 metros es la cumbre más elevada del país. Aunque quizás no parezca tanto, teniendo en cuenta que la altitud media del territorio es de unos 1.500 metros. Allí es donde se desarrollan sus icónicas estepas, tan pronto dominadas por la taiga boreal como por colinas de verdes prados. De aspecto bucólico pero con severas condiciones climáticas.
Son tierras duras, pero no las más desapacibles. Ese galardón recae en el grandioso desierto de Gobi. Un lugar tan inhóspito que hasta el mítico Transiberiano lo atraviesa lo más rápido posible. Tiene la belleza de lo salvaje y guarda infinidad de secretos. Entre ellos, algunos de los mejores yacimientos de huesos de dinosaurio hallados en el mundo, como es el caso de Flamming Climbs. No obstante, el Gobi puede ser inhumano, y los viajeros solo hacen breves incursiones hasta lugares tan singulares como los acantilados de Bayan Zag o las dunas cantarinas de Khongoriin.
Podríamos seguir nombrando enclaves alucinantes del paisaje mongol, como las aguas saladas de su lago Jonsvhol o el volcán Khorgo en la provincia de Arkhangai. Estamos hablando de un país cuya superficie es más de tres veces el territorio español, plagado de espacios naturales fascinantes donde la huella del hombre es imperceptible durante kilómetros y kilómetros.
En tal extensión de terreno apenas viven tres millones de personas. Y la mitad se amontonan en la capital, Ulan Bator. El resto de Mongolia cuenta con la menor densidad de población del planeta, dos personas en cada kilómetro cuadrado. Y sin embargo, cuando se regresa de un viaje a estas tierras de Asia Central, permanece más el recuerdo de esas personas que el de los maravillosos paisajes que se recorren.
El gran atractivo de este viaje es descubrir una cultura que nos traslada a otra época. A unos tiempos de nómadas, en los que el hombre se adapta a la naturaleza y no al revés. Mientras que la hospitalidad no es cuestión de cortesía sino una necesidad. Y el epicentro de esas sensaciones son las yurtas, cuya denominación local es gers.
Yurtas
La yurta es un tipo de vivienda que se ha mantenido prácticamente inalterable a lo largo dos milenios. Es un espacio circular creado a partir de una estructura de madera, sobre la cual se van colocando capas de mantas y lonas que, al final, se fijan mediante cuerdas. Simple e ingenioso porque estos gers se montan y se desmontan en apenas unas horas, y son mucho más acogedores de lo que aparentan.
La decoración interior es de vivos colores y la estufa central, que nunca falta, consiguen que los inviernos sean llevaderos. Mientras que si el calor aprieta en verano, basta con poner menos capas en la cubierta e incluso levantar sus paredes para que corra el aire.
Las hay por toda Mongolia, incluso en Ulan Bator hay barrios enteros construidos a base de gers. Si bien adquieren todo su sentido en las zonas esteparias, donde las familias con rebaños de caballos o yaks se mueven constantemente en busca de los mejores pastos.
Mientras que muchos turistas planean sus viajes en función de las paradisiacas playas y resorts de todo incluido, quien llega a Mongolia es porque busca un panorama distinto. Se pretende experimentar algo de esa vida nómada que vaga por los espacios abiertos. Si alguien desea descubrir los lejanos horizontes de las praderas del parque nacional de Khustain Nuruu, o fotografiar los ríos y la taiga de Terelj, tiene que hospedarse en estos gers. No hay hoteles, ni tendrían sentido. No obstante, sí que hay campamentos de yurtas levantados exprofeso para la llegada de turistas. Aunque también es posible alojarse con familias locales.Así la experiencia es más completa.
La austeridad y la dureza de su vida no tienen nada que ver con sus sonrisas y las ganas de agradar. Si hace frío reservan para el invitado el lugar más cálido, o le reservan el espacio con mejor perspectiva hacia el televisor. Porque es cierto que el progreso y la llegada de extranjeros ha traído cambios en la vida de estas personas. Por ejemplo, las parabólicas ya son parte esencial de cualquier yurta. Y aunque no hay mongol que no sepa cabalgar, también es verdad que las motos y los todoterrenos les quitan mucho trabajo a los caballos y camellos.
Estos son los pequeños grandes lujos para estas gentes. Por lo demás, la vida rural en Mongolia se rige por costumbres ancestrales, entre las que no falta cuidar del ganado en todo momento, disfrutar y apostar en sus carreras de caballos, o acudir a los remotos templos budistas diseminados por el territorio.
Y si hablamos de tradiciones, hay una que se descubre enseguida. Se trata de beber airag, una leche de yegua fermentada, de sabor imposible para un paladar occidental. Aun así hay que probarla si nos la ofrecen, no solo para poder decir que es repugnante, si no sobre todo para provocar una sonrisa en nuestros anfitriones. De hecho, esas sonrisas y los gestos será la única forma de comunicarnos con ellos, lo que proporciona una experiencia de lo más humana, enriquecedora y hasta enternecedora. Esa es la principal razón por la que viajar a Mongolia.
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