El Faro de las Ballenas, en la isla de Ré. EONAYA GETTY
Isla de Ré, un rincón del océano Atlántico frente a la costa de La Rochelle, encandila con sus dunas, sus ostras, mercados, faros y casitas blancas
Un puente de tres kilómetros de hormigón y acero une La Rochelle con la isla de Ré, en la costa oeste de Francia. Atravesar esos tres kilómetros supone pasar de una pequeña ciudad portuaria, medieval, luminosa, a un trozo de tierra absolutamente llano de 30 kilómetros de largo y 5 de ancho, alejado de la civilización tal y como la entendemos hoy en día y pensado, de veras, para el descanso visual y espiritual.
La isla de Ré es un rincón del océano Atlántico que pasa de los 16.000 habitantes durante el año a los 160.000 en verano. Pese a ello, no hay cadenas hoteleras, no hay fast food, no hay nada pretencioso. Por no haber, ni siquiera hay publicidad. En lugar de grandes paneles con anuncios de bancos, cosméticos o coches, se ven burros vestidos de cintura para abajo (la ropa les protege de los mosquitos) y bicicletas que, entre salinas, van de aquí para allá al encuentro de la arena y las olas. En un mundo globalizado, la aventura del viaje parece que carezca de misterio hasta que se llega a lugares aparentemente intactos y tan envidiablemente conservados como la isla de Ré, donde las alcaldías apuestan por la preservación de su identidad con festivales como Architecture + Patrimoine y donde el yo se diluye en un espacio que difícilmente se resiste al cliché para definirlo. Si el viaje es el arte de componer paisajes que ordenen una realidad más intensa que la que ofrece el sofá de casa, esta isla brinda un puzle muy oportuno para la contemplación.
Refugio de la jet-set francesa, sus dunas, sus ostras, sus mercados, sus faros, su vegetación y la escasa altura de sus edificaciones -blancas y con contraventanas tenuemente coloreadas- evocan un tiempo de vida ancestral y energía primigenia que encandila a esa élite que gusta de hacer la compra descalza, a ser posible sin intermediarios, y que reivindica la ausencia de lujo como lujo mayor. No es casual que el metro cuadrado esté a más de 10.000 euros ni que aquí veraneen algunas de las más grandes fortunas de Francia. Por su escasez de símbolos se acerca más a una región imaginaria que a una verdad virtual y conectada.
Paseos en burro
Saint-Martin-de-Ré es el puerto principal y la localidad de mayor concentración urbana. Aquí, en el Parc de la Barbette, se puede alquilar un tradicional burro de pelaje largo para dar un paseo por los alrededores. Aguarda un burbujeante centro histórico en el que abundan comercios de souvenirs propios de la isla: la famosa flor de sal autóctona (fleur du sel), jabón de leche de burra(loix et savons) o guayaberas de lino. Hay lonja, marisquerías, fortificaciones construidas por Vauban en el siglo XVII y rincones delicadamente desaliñados en el puerto.
Todo está en su sitio, pero aun así hay que ir a La Martinière, probablemente el establecimiento más famoso de la isla. Más que una heladería, es una doctrina. Atrae a todo tipo de visitantes que devotamente se entregan a helados de sabores delirantes: helado de ostras, helado de patatas, helado de frambuesa y pimiento rojo, helado de cualquier cosa. En verano suelen despachar unos 7.000 helados por día.
La armonía arquitectónica se despliega hasta la iglesia de Saint-Martin, cuyo campanario-observatorio reserva buenas vistas del mar. El paseo por el pueblo tiene lo necesario para perder tiempo provechosamente, pero aún será más provechoso si se llega a la Avenue de la Plage y se encuentra mesa en La Cible, estupenda mezcla entre restaurante y bar à vin anclado en la arena y bastante solicitado.
En bici por las salinas
Tras el periplo conviene alquilar una bicicleta y buscar el menor número de atajos para llegar cuando sea a Ars-en-Ré, teniendo en cuenta que el camino más lento siempre será el más fructífero para la vista. Pedalear mientras el sol se deshilvana en pespuntes naranjas mezcla bien con el entorno de flores de mostaza, salinas, garzas. En Loix, en La Couarde-sur-Mer o en el puerto de Ars no es extraño dar con urban sketchers . Hay casi tantos dibujantes urbanos como fotógrafos. En cierto modo es normal. Esta isla es un material muy digno de ser pintado. La visión de estos artistas remite a lo que decía la novelista británica Penelope Lively en Vida en el jardín: “La fotografía informa, la pintura interpreta”. Igual que el jardín fue un estudio de luz y color para los impresionistas, estos rincones marineros resultan propicios para este trabajo de campo. Otro tipo de trabajo de campo es el que se lleva a cabo en Le Café du Commerce, gran bistró marinero y cosmopolita, histórico punto de encuentro cuyo buen ambiente invita a aparcar la bici más tiempo del que se pensaba. En el mismo Ars-en-Ré, pero en la playa del lado sur, se encuentra Aux Frères de la Côte, lugar ideal para una buena mariscada, el chiringuito mejor ubicado y con mejor relación calidad-precio de la isla.
Las playas de Aznavour
En cuanto a las playas, las hay para todos los gustos y mejor no entrar en competiciones. En caso de imperiosa necesidad de resguardarse del mundo a la sombra de dunas salvajes, nada como la playa vecina al bosque de Trousse-Chemise, la misma que cantó Aznavour en aquella homónima canción que revive en el bisbiseo del aire cada vez que se pisa: “Par le petit bois de Trousse-Chemise, quand la mer est grise et qu’on l’est un peu. Dans le petit bois de Trousse Chemise, on fait des bêtises souviens-toi nous deux” (“En el pequeño bosque de Trousse-Chemise, cuando el mar está gris y también nosotros un poco. En el pequeño bosque de Trousse-Chemisse, tú y yo, acuérdate, hacemos tonterías”).
Una panorámica de despedida
Los más motivados tienen en la extensa e inabarcable playa de Gros Jonc la excusa perfecta para practicar surf en escuelas como ReSurf. No obstante, si se prefiere el kitesurf también hay cátedra, pero en las playas de Lizay o de la Conche des Baleines, cuyos cielos se tiñen continuamente de fugaces rastros de cometas. No se puede despedir la isla sin dos visitas: por un lado, la del mercado -de inspiración medieval y ubicado en un patio pavimentado lleno de productores locales- y el puerto de La Flotte, antiguo pueblo de pescadores del noreste. Y por otro, la del Faro de las Ballenas, en el extremo oeste. Se levantó en 1854, mide 57 metros y vale la pena subir sus 257 escalones porque en lo alto espera una evocadora y completa panorámica de la isla con más charme del Atlántico francés. Desde ahí, según como se mire, hasta el futuro queda lejos.
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