Nadie termina de conocer Nueva York hasta que no conoce los Hamptons, que son su melodía más elitista. La película 'Mejor imposible' y las protagonistas de 'Sexo en Nueva York' los han hecho famosos.
Los artistas felices
Bajo el sol estival, en el Farmers' Market de Amagansett los tiburones de la Gran Manzana adictos al estrés se mezclan con los 'BoBos' enganchados al zumo de mango y al jugo de lima y todos juntos catan melones y compran tomates orgánicos. El aire bucólico perdura en los Hamptons, una docena de pueblos y aldeas en el extremo oriental de Long Island, la isla que se extiende hacia el este desde el barrio neoyorquino de Queens.
Cuando, a finales del XIX, se inauguró el tren entre Manhattan y Montauk, algunos artistas se enamoraron de estos lugares, de su luz, del océano y los bosques. Unos cuantos se quedaron en East Hampton, fueron felices entre ciervos y huertos de calabazas y nunca volvieron a la ciudad. Sus huesos reposan en el cementerio Green River, de Springs.
El paraíso perdido de Jackie Kennedy
Entre 1820 y 1850 llegó la primera oleada de neoyorquinos adinerados, que construyeron mansiones cerca del mar y no tardaron en fundar clubes como los exclusivos Maidstone de East Hampton y el Bath and Tennis de Southampton. Esta comunidad vocacionalmente rancia incluía a los Bouvier, la familia de Jacqueline Kennedy, que pasó los veranos de su infancia en East Hampton.
No es raro oír hablar de East Hampton como la ciudad más bonita de Estados Unidos, suelen decirlo nostálgicos para quienes es bello lo que es viejo, como los centenarios molinos de viento y las cabañas de los pioneros, que aquí llaman 'saltbox'. En la infancia de Jacqueline, los estragos de la Gran Depresión parecían muy lejos de las arenas blancas de aquellas playas virginales.
Allí, en la mansión de Lasata (en el 121 del Further Lane), asistió Jacqueline a la ruina del amor de sus padres, que simulaban la felicidad comiendo en familia carne asada y helado de melocotón de postre. Allí la futura reina de Camelot estrenó ensoñaciones líricas en las grandes fiestas del Devon Yacht Club, y allí su abuelo Grampy Jack le inculcó el amor por la literatura: Shakespeare, Chejov, Byron y Bernard Shaw, a quienes devoraba a la hora de la siesta sentada en el alféizar de una ventana.
Sus héroes eran Mowgli, Robin Hood, el abuelo del pequeño lord Fauntleroy y Scarlett O'Hara. Allí participaba en eventos ecuestres y en exposiciones de perros. Odiaba las muñecas y se bañaba en las playas de Wiborg, Egypt y Georgica.
Pollock, Kooning y Warhol
Lasata tenía cinco hectáreas, nada que ver con la casita de madera que en 1945 Jackson Pollock y su mujer Lee Krasner compraron con los 5.000 dólares que les prestó Peggy Guggenheim. En esa casa, el genio expresionista dio rienda suelta a su técnica del 'action painting' y dejó el suelo perdido de salpicaduras. Esas manchas son ahora las huellas de su alma atormentada. Los amantes del arte -que han hecho un santuario de la casita de Pollock-Krasner- caminan con zapatillas acolchadas arrastrando los pies sobre los restos de pintura.
El artista, uno los 'bad boys' más famosos del siglo XX, se trasladó a Springs, a un par de horas de Manhattan, en busca de la calma de la vida rural para sacar provecho de su sensibilidad perturbada y convertir en abstracción sus imponentes paisajes y su límpida luz. Pero Pollock llevó el Manhattan concreto a los Hamptons abstractos y en esa arcadia siguió enredándose en la vida.
En 1956, su mujer había escapado a Europa huyendo de los tormentos matrimoniales y un Pollock borracho estrelló su Oldsmobile contra un árbol cerca de su casita de madera. Murió a los 44 años junto a su amante Edith Metzger. Tras los pasos de Pollock fueron Willem de Kooning y Andy Warhol, que tuvieron casa aquí.
Hasta las cejas de techno
El último lunes de mayo de 1995 se celebraba el Memorial Day y comenzaba la temporada de verano, abandoné el New Yorker, mi hotel en Manhattan, y me sumé a una legión de 'preppies' (chicos bien con estilo 'old money') que hacían cola en la Pennsylvania Station para sacar los billetes de tren hacia los Hamptons. Ni ellos ni yo éramos fanáticos del arte, yo era un sentimental que quería conocer los ámbitos de Jay Gatsby y de Daisy Buchanan y ellos unos marchosos que querían llegar al barullo para ponerse hasta las cejas del techno de Detroit y sentirse tan importantes como los A-listers con sus mansiones con grifos de oro y esculturas de mármol en sus jardines.
O como Sarah Jessica Parker, Bon Jovi,Madonna, Paris Hilton, Beyonce y Jay-Z, que tienen casa en estos pueblos. Con un outfit ligero, bronceados como bombones y con una copa de champán en la mano, viven pautados por una apretada agenda de partidas de polo, tenis, regatas, equitación, actos benéficos y parties hipocalóricas.
Hubo un tiempo en que tomar el tren a East Hampton era un glamuroso ritual de verano, los huéspedes de Jay Gatsby lo cogían para acudir a las fiestas de su mansión. Todavía se recuerda aquella edad dorada del jazz y el art déco, los locos años 20 de Scott Fitzgerald, cuando los pasajeros vestidos de blanco, 'canotiers' y 'weekend bag' brindaban con champán en copas Dixie.
Ahora el tren que por 25 dólares lleva desde Pennsylvania Station a la estación término de Montauk es el recurso de la plebe de 'Bed&Breakfast', que democráticamente aspira a respirar el aire de las celebridades más adineradas de Nueva York: los 'dueños del universo' que retrata Tom Wolfe en 'La hoguera de las vanidades', los verdaderos señores de los Hamptons, en donde el precio promedio de una casa ronda los cinco millones y una 'baguette' con romero y aceitunas negras cuesta 7,99 dólares.
Celebs y escualos de Wall Street
En abril del año pasado, 17 años después de que partieran peras, Jennifer Lopez y Ben Affleck volvieron a ser vistos abrazándose cálidamente cerca de su finca de Water Mill. Ya en verano, Jlo y Affleck repitieron los amorosos paseos 'cheek to cheek'.
No lejos de allí, la supermodelo y empresaria Kendall Jenner y su novio, el escolta de los Phoenix Suns Devin Booker, celebraban el lanzamiento del 818, el tequila reposado de Jenner, con paradas en Cittanuova, en East Hampton, y 75 Main y Dopo Argento, en Southampton. Continuaron la fiesta al día siguiente en varios 'it places' de Montauk y al tercer día terminaron en la Sunset Beach de Shelter Island.
Los Hamptons son para gente así, escasa de tiempo y sobrada de dinero. Aquí aunque no todo el mundo es famoso, todo quisque se siente alguien entre celebs de Hollywood y escualos de Wall Street, que se disputan una mesa en el Nick&Toni's o el Della Feminade East Hampton, compran su 'bagel' en el mercado gourmet Citarella, su 'muffin' en el Golden Pear de Bridgehampton, o degustan la ensalada de langosta en el Loaves and Fishes de Southampton mientras sus hijas se dejan mil dólares en unos Louboutin en Scoop Beach.
Tanto en East Hampton como en Southampton, que es la ciudad más cercana a Nueva York, los precios de los restaurantes y los de los anticuarios son como los de Madison Avenue. Pero en el extremo más oriental de la isla se encuentra Montauk, cuyas olas son las más encrespadas y su población la menos pija. Es el Hampton de los surfistas que siguen la misma ruta migratoria que las ballenas yubartas: en invierno el Caribe, en verano Montauk, cuyo faro se ha convertido en banderín de enganche porque lo encargó George Washington y es uno de los más antiguos del país.
Toque campestre chic
Los fines de semana de verano, tan petada como la estación del tren está la autopista 27, en la que se monta un atasco que da asco: una morosa procesión de Jaguars, BMWs y Porsches, de descapotables y todoterrenos, hacia la Riviera neoyorquina, el cercano paraíso del sueño americano que aquí se expresa con exquisito gusto en las iglesias blancas como sacadas de una novela de Nathaniel Hawthorne y en las viejas casas de Main Street y James Lane, en East Hampton, cubiertas por 'roof shingles', esas tejas planas y delgadas de madera superpuestas en la fachada.
Sus porches con mecedoras y muebles de mimbre miran a las verdes praderas o a las elitistas bodegas que han brotado en los antiguos patatales. Sus dueños cuando no se llaman Vanderbilt, pueden llamarse Martin Amis, Ellen Barkin, Ralph Lauren, Calvin Klein o Steven Spielberg y andan empeñados en mantener el espíritu original de los Hamptons con su toque campestre chic y sus calles de aire colonial, que se ve amenazado por las nuevas mansiones de arquitectura esnob de pijos de alto standing.
Los que se van
Julianne Moore y su marido, el director Bart Freundlich, acaban de vender su casa en Fort Pond, en Montauk, pero no han abandonado los Hamptons. Se han mudado a una mansión más segura después de que la actriz encontrara a un borracho desmayado en su sofá.
Calvin Klein ha vendido discretamente un par de propiedades en East Hampton Village por 85 millones de dólares. La ex de Klein, Kelly, llamaba 'mi casa' al 75 de West End Road incluso después de su divorcio en 2006. Para no echarla de menos, Kelly ha comprado por 16 millones de dólares una parcela frente al mar en North Haven con una pequeña cabaña de pesca. Algo más sacó Candice Bergen por la venta de su casa en Lily Pond Lane.
Donald Trump Jr, el hijo del expresidente, y su mujer, la expresentadora de Fox News Kimberly Guilfoyle, también renunciaron a su casa en Bridgehampton y obtuvieron pingües beneficios.
Aunque conservan una pizca de sus humildes orígenes aldeanos y pesqueros, con los años los Hamptons de Jacqueline Bouvier, de Pollock o de Truman Capote, que tenía casa en Sagaponack, se van pareciendo cada vez más a Palm Beach o Malibú, aunque con más lluvia. Sin corriente de Humboldt ni microclima, los Hamptons no son las Bermudas. Más bien parecen una de las abstracciones de Pollock, un estado mental. Por eso, cuando pienso en ellos me asalta el recuerdo de Jay Gatsby, de su virtuosismo 'posh', pero también la poderosa seducción de sus demonios interiores.
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