domingo, 12 de febrero de 2023

Un paseo por el país que es el futuro de las tiendas de barrio: la 'hipsterización' entre paquetes de Amazon



Una persona camina por Times Square en Nueva York. (EFE / Sarah Yenesel)



El pequeño comercio atraviesa una profunda crisis. Pero desde la pandemia, los gigantes tecnológicos y el comercio electrónico han asestado el golpe definitivo al moribundo sector




Windsor Terrace es un barrio residencial de Brooklyn. Antes era parte de Park Slope, pero los especuladores inmobiliarios decidieron darle un nombre aristocrático, más en sintonía con las apacibles viviendas blancas y de ladrillo que constituyen su distinguido paisaje. Situado entre Prospect Park y el Cementerio de Greenwood, Windsor Terrace es un reducto del viejo Nueva York de clase obrera blanca. Un mundo de raigambre italiana e irlandesa, de bomberos, enfermeras, policías, tenderos, peluqueros y capataces de la construcción. Un mundo de banderas estadounidenses limpias, decoraciones navideñas y jubilados que se pasan el día en la calle con la excusa de pasear al perro. Un mundo en proceso de transformación.

Cada mañana, junto a los folletos del supermercado local y a las copias envueltas en plástico del New York Post, se pueden observar en los escuetos porches de Windsor Terrace pequeños montoncitos de cajas de cartón. Son los paquetes de Amazon, Walmart, Target, Home Depot, Etsy, Best Buy o cualquiera de los otros colosos del comercio electrónico que nos han facilitado las compras estos últimos años, haciendo que los furgones de reparto aparcados en doble fila sean hoy tan comunes en las calles de Windsor Terrace como los árboles, las farolas y los policías retirados.

El asedio del cambio tecnológico, la concentración de capital y la gentrificación va cambiando minuciosamente los hábitos de consumo, y con ellos las postales urbanas. No hace falta haber vivido en Nueva York más de dos o tres años para percibir lo rápido que cambian de dueño los espacios comerciales. Librerías, boutiques, bares, pastelerías, salas de cine. Casi todos acaban aplastados por la subida de los alquileres o la pragmática inmediatez que ofrece el comercio electrónico, hasta que una franquicia de Starbucks, de Whole Foods o de la cadena de farmacias CVS coloca allí su pesado pie y se enseñorea por tiempo indefinido.

Vecindarios como el Lower East Side de Manhattan han quedado irreconocibles, como saben James y Karla Murray, una pareja de fotógrafos que se dedican, desde mediados de los años noventa, a inmortalizar las pequeñas tiendas que, sospechan, tienen los días contados. Su fetiche particular son los letreros. A veces ven uno interesante paseando por la ciudad. Cuando vuelven con sus cámaras, uno o dos meses después, ven que ha desaparecido.La inquietud de los Murray no es inusual. Mucha gente, normalmente jóvenes profesionales, se mudan a los barrios de Brooklyn en busca de mejores precios, un cielo algo más amplio y una "vida de barrio". Es decir, la capacidad de cruzarse más a menudo con caras conocidas y de establecer una sencilla relación amistosa con el dueño o empleado de una mom and pop store. Una "tienda de papá y mamá". En la última década, y media, Windsor Terrace ha atraído a muchas personas de este perfil.

"Creo que este vecindario en particular no ha cambiado tanto como el resto de Brooklyn", dice Rebecca Rubel, propietaria de la tienda de antigüedades Windsor Place Antiques. "Este vecindario aún posee un aire agradable, tradicional", añade, rodeada de macetas, colgantes, carteles vintage, mueblería y otros objetos de coleccionista que la propietaria caza en las subastas y en los mercadillos del estado.

La mayoría de sus clientes son gente joven que se ha mudado recientemente al barrio y que suele ser responsable de los montoncitos de paquetes que se forman cada mañana en los porches. Al mismo tiempo, los nuevos vecinos apoyan la economía local, como reivindican los carteles en algunos escaparates, y compran en una tienda de barrio. En este caso, un establecimiento relativamente protegido por su propia naturaleza especializada, su condición de nicho.

"Una de las razones por las que puedo hacer lo que hago es que, realmente, algunos de estos objetos no se pueden conseguir por internet", explica la propietaria. "En cierto modo son únicos. No puedes encontrarlos y compararlos en Amazon, quizás algunos en eBay, pero son el tipo de cosas que son difíciles de encontrar. El servicio que doy es encontrarlos. Pero, si vendes algo que se puede comprar fácilmente por internet, eso es realmente difícil".

La consultora Insider Intelligence estima que, a finales de este año, las ventas electrónicas alcanzarán un 43,4% del volumen total de comercio minorista en Estados Unidos. Solo en Nueva York se entregan 2,4 millones de paquetes al día. El volumen es tan enorme que muchas calles se pasan el día congestionadas gracias a las furgonetas aparcadas en doble fila, lo cual ha hecho que la presidencia de Manhattan lanzase una campaña el pasado octubre para regular estas entregas y acabar con lo que considera una "crisis del comercio electrónico".

"Las compras por internet no se irán a ninguna parte", dice el informe, "así que tenemos que pensar en el futuro y tomar medidas ahora para contrarrestar el impacto negativo en el medio ambiente, la salud y las cuestiones económicas y de calidad de vida, asociado con las entregas de comercio electrónico". Entre otras medidas, Manhattan propone utilizar los muelles para recibir las mercancías, crear más zonas de carga y descarga y despejar el espacio frente a las "tiendas de mamá y papá", principales víctimas económicas de esta manera de consumir.

En este panorama de cambio, en un país donde siete de cada diez empresas jamás llega a los diez años de vida, algunos pequeños negocios se mantienen incólumes con el paso del tiempo. La pastelería Regina, en la frontera entre Windsor Terrace y Park Slope, comenzó a funcionar durante el primer mandato de Richard Nixon. Y ahí sigue. Mismos dueños. Misma localización. Misma filosofía.

"Los pasteles italianos son mi especialidad", dice el dueño, Francesco Guerriera, saliendo un momento del horno, secándose las manos en el mandil. "Pignoli, canoli. Nadie los hace igual, créeme". El expositor de Regina contiene centenares de dulces distintos, llenos de colores y formas fantásticas. Hay esponjoso pan italiano, cruasanes, magdalenas, hombrecillos de gengibre y dos grandes neveras llenas de tartas. En la pared hay un mapa de Sicilia, y desde lo alto nos vigila una figura de San Antonio. "Es el santo de los panaderos", dice Guerriera. "Él nos protege".

Dice el propietario que este barrio ha cambiado mucho en los últimos 30 años. Para bien. "Antes no era gran cosa. No había muchas tiendas. Luego vino mucha gente, que tenía más dinero, y eso es bueno para el negocio". Regina, que abrió sus puertas en 1970, como nos recuerda un cartel a la entrada, ya no tiene el monopolio pastelero del barrio. En la misma calle hay otras tres pastelerías. Una de ellas, la franquicia local de Dunkin Donuts. Pero no le importa. Al contrario. Más vecinos, más dinero, más tráfico de clientes. "Antes solo estaba yo, pero estas pastelerías nuevas son distintas", dice Guerriera. “Nosotros hacemos las cosas a la antigua. Nuestros pasteles no los encuentras allí. Así que no hay nada de lo que preocuparse”.

A las dificultades que la transformación económica plantea a las pequeñas empresas, que emplean en torno a la mitad de la población activa de Brooklyn, se unió recientemente el trauma de la pandemia. Dos de cada diez negocios de Brooklyn echaron el candado definitivamente, y la alcaldía no deja de escuchar llamadas de urgencia para que reparta flotadores entre quienes dicen estar hundiéndose, en este constante proceso de cambio, optimismo, angustia y destrucción creativa propio del capitalismo, del que Nueva York uno de los más candentes ejemplos.





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12/02/2023 - 05:00
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