martes, 7 de febrero de 2023

Un mundo envasado al vacío

 



  • La cantidad de productos elaborados ha crecido un 36% desde 2011
  • Cada vez nuestras cocinas son más de exposición



Pelar un ajo deja un olor indeseable en las manos. De ahí la infinidad de trucos en Internet que intentan evitarlo. De la misma manera, freír sardinas deja un tufo insoportable en la cocina. Y muchos de los guisos que nos llenan los ojos y el estómago implican cierta complicación, además de los consabidos y persistentes efluvios. Por si esto fuera poco, los gurús del interiorismo han decidido que es mejor anejar la cocina al salón, por aquello de que uno más uno pueden ser dos y medio. Y como nadie quiere ver la pila rebosante de cacharros o las mondas de patata en la encimera desde el sofá, esta nueva tendencia se ha sumado a los hechos anteriores arrojando una única conclusión: cada vez cocinamos menos.

Incluso en los restaurantes, donde cada día es más frecuente la utilización de alimentos de quinta gama (la croquetita casera que se compra ya elaborada) o la cocina de ensamblaje (la lechuga de mar para acompañar a la croquetita, que se adquiere ya preparada y envasada al vacío).

Por tanto, en medio de las odas a la alimentación sana, cada vez consumimos menos comida natural. Diga lo que diga quien lo diga. Y hay datos que sustentan esta afirmación. Por ejemplo, según ASEFAPRE, la Asociación Española de Fabricantes de Platos Preparados, la cantidad de productos elaborados ha crecido un 36% desde 2011. Y, tal y como se deduce de un informe prospectivo de Just Eat, el sector del reparto de comida a domicilio crecerá casi un 30% hasta 2025.

Como en todas las cuestiones que afectan a los insights de cliente, la explicación de esta nueva tendencia no es probablemente sencilla ni única. Sin embargo, sí es posible trazar algunos argumentos que acaso puedan explicar qué está pasando.

Quizá uno de ellos sea nuestra impaciencia. La que nos lleva a considerar natural que, en un restaurante, nos traigan una fabada de abuela (es decir, la que a la abuela le hubiera costado varias horas elaborar) en el tiempo en que nos vaciamos una cerveza y unas almendras. O poder degustar una paletilla lechal de oveja payoya al horno en el espacio que media entre ordenar los platos y acabarse media ración de anchoas con una copa de txacolí. Los restaurantes, como es natural, están tomando buena nota de esa prisa y se están adaptando a ella. Y por eso a nadie ya le resulta raro que una paella salga en cuestión de minutos, socarrat incluido.

Otra de las explicaciones para nuestra tendencia a consumir cada vez más comida preparada puede estar en el mencionado paraíso de portada de revista que todos estamos construyendo en nuestras cada vez más pequeñas casas. Un espacio que unifica el salón y la cocina y nos hace parecer modernos y vanguardistas. Un espacio que queremos tan terso y limpio como las finas líneas que definen nuestros dispositivos móviles. Un lugar donde nunca hay un cartón de leche fuera de sitio ni un puñado de migas campando por sus respetos. Si las apps de nuestro teléfono siempre están en su sitio y hay un sitio para cada app, debe haber también un lugar para cada naranja en el frutero y una posición correcta para la jarra transparente que sostiene los tres tallos de trigo seco. En esa coyuntura es muy difícil que nos apetezca ponernos a rebozar merluza o a hacer codillo al horno. Es mejor, por tanto, tirar de móvil y pedir a domicilio hamburguesa, pizza o arroz tres delicias que, según el informe antes mencionado de Just Eat, conforman el podio de los platos más solicitados.

Quizá el último factor que explica esta conducta sea nuestra falta de energía. Resulta paradójico que, en un mundo en el que nadie duda de las ventajas de la actividad físico-deportiva, y en el que gozamos de un sinfín de métodos y aplicaciones para ahorrarnos tiempo, acabemos la jornada tan derrotados. Esto sí que es para pensárselo: cómo y por qué ya no nos quedan ganas ni de hacer un huevo frito y por tanto preferimos pagar a otro para que nos llene la panza.

Como en todo insight de cliente, resulta sugerente pensar hacia dónde nos lleva esta tendencia. Es decir, si cada vez tenemos menos paciencia, cada vez nuestras cocinas son más de exposición y cada vez nuestra energía es menor. La primera conclusión es clara: cada vez comeremos peor. Pero la segunda es acaso más acuciante: la comida dejará de ser importante.

Y entonces el vínculo milenario que nos une a los alimentos se debilitará hasta quizá romperse. Con él, otra relación de sentido con el mundo físico desaparecerá. Usaremos la comida como ahora usamos los pañuelos de papel y la ropa, es decir, como algo de usar y tirar, como algo no relevante ni sustancial. Un fenómeno que ya ha acontecido con otros elementos antes significativos. Desde luego la ropa, pero también los complementos y hasta los muebles. Antes no poseíamos muchas cosas, pero todas ellas eran importantes: el reloj del abuelo, la cazadora de toda la vida, el sillón orejero de las siestas. Pero ahora todo eso desaparece en la cultura de la obsolescencia programada y deseada, en la que se empieza a ansiar la siguiente compra antes de que la anterior haya llegado a casa.

En ese contexto la comida también decaerá y dejará de ser un freno positivo en nuestra acelerada vida. Quedar para tomar un café ya no significará ni encontrarse ni degustar el café, sino una apresurada mezcolanza de textos y audios. La sobremesa ya no será sobremesa, sino sobresofá, y consistirá en pobres comentarios acerca de la insulsa serie que hayamos visto durante la cena con bandeja. Y aquellos grandes negocios que se cerraban con el apretón de manos que da la confianza de haber compartido mantel y mesa también desaparecerán, siendo avasallados por la pulcritud de los contratos sellados con firma electrónica. Ya no habrá recetas de familia, ni comidas características de cada época del año, porque en cualquier momento del año podremos, de hecho ya podemos, comer cualquier cosa. Y por supuesto se acabarán las cenas románticas, esas que alguien preparaba para su alguien deseado, acaso con falta de maña pero siempre con esmero, porque serán sustituidas por cajas de abrir y calentar. Será difícil que en ese calor de microondas surja algún tipo de pasión.

Sin los anclajes y rituales vinculados a la comida nuestra existencia se acelerará aún más y viviremos cada vez más la alienada sensación de estar viviendo una vida que no es la nuestra en un mundo al que le falta sentido. Sin darnos cuenta de que esa situación la hemos provocado nosotros, cediendo ante los mandatos de este mundo envasado, que cada vez es más vacío y más insípido. Nunca mejor dicho.