Pocos viajes hay tan evocadores para el imaginario colectivo. Subimos a bordo del Venice Simplon-Orient-Express para recorrer los 1.363 km entre Venecia-París. Un regreso a la época dorada de aquella glamurosa forma de viajar y vivir de los felices años 20.
Acabamos de dejar atrás St Margrethen, en el cantón suizo de San Galo, cuando Mario, uno de los camareros del restaurante Cote d'Azur, sirve el Vol-Au-Vent de langosta a Martha y David. Yo no tomo marisco, así que me han preparado un Risotto a la trufa. Sus copas, con champagne Veuve Clicquot, uno de los 10 que sirven a bordo, no estarán vacías en ningún momento a lo largo de la cena. En la mía, Chardonnay italiano. He conocido a esta pareja de norteamericanos por la mañana, cuando el water taxi que me llevaba a la estación de tren de Santa Lucía, en Venecia, ha hecho una parada para recogerles en su hotel.
En esa estación, junto a la vía 2, hemos esperado un centenar de personas a que llegara el mítico Venice Simplon-Orient-Express, A Belmond Train, Europe, que es su nombre oficial. La hora prevista de salida eran las 11.01 de esta mañana de martes 12 de marzo, pero las guías de Belmond, que acompañan siempre a los viajeros, nos avisan de que se va a retrasar. "Siempre pasa algo con los trenes británicos", bromean dos amigas de Bristol que hoy viajarán a bordo [hasta el COVID, el 70% de los viajeros procedían de Reino Unido. Ahora ese porcentaje ha bajado hasta el 40%; los americanos suponen un 20% y el resto se divide entre distintos países europeos].
El tren llega a las 11.08. Fotografías de rigor con el staff [manager, camareros, mayordomos...] y de ahí vamos directos a ocupar nuestras habiaciones. A bordo hay 40 cabinas históricas, con capacidad para dos personas [3,3 m2, desde 4.547 euros por pasajero], y ocho suites [desde 10.283 euros], repartidas en dos coches, y restauradas por artesanos franceses. Están decoradas con estilo Art Déco, con paredes cubiertas por marqueterías originales, mullidas alfombras y muebles de Dufrene y Lalique. En sus 6,6 m2 se reparten una mesa, un sofá (que por la noche se convertirá en una cama de 1,50 m), sillón y baño completo.
Tres restaurantes a bordo
Sobre la mesa de mi suite tengo una botella de champagne y aperitivos donde no falta el caviar. La pared que da al pasillo son paneles de marquetería abatibles. "A veces lo más interesante está al otro lado", me explica Nikolay, un joven de ascendencia búlgara encargado de que todo esté siempre perfecto. Es mayordomo de cabina y una de las 83 personas de staff, que se dividen en dos equipos para turnarse los viajes. Mientras le dejo mi pasaporte, "puede pedirlo la policía en la frontera con Suiza", llega el maître d'Hôtel, quien concreta con los pasajeros el turno de almuerzo y asigna los sitios en los tres restaurantes que hay a bordo, todos bajo la batuta del chef Jean Imbert. Para esta primera comida me corresponde L'Oriental. Hay dos turnos, 12.30 o 14h, pido el segundo. Por megafonía, el manager del tren da unas breves instrucciones de seguridad y recuerda que el dress code es smart casual. En este sentido, hay prendas prohibidas: camisetas, zapatillas, shorts y vaqueros. Si se vulnera esta norma, el viajero será invitado a regresar a su cabina y tomar allí el almuerzo o la cena. "Nunca se va demasiado vestido en el tren", leo en las instrucciones que me han enviado antes del viaje.
Suites con cama de 1,50 y baño privado
El Venice Simplon-Orient-Express sale a las 11.35 de la estación de Santa Lucía, y en ese momento empieza el servicio de bar, que ya no cerrará hasta que el último cliente se vaya a dormir, si es que se va. Una vez dispuesto el equipaje en el armario de mi suite, donde también hay caja de seguridad, secador Dyson, un kimono y una manta de cashmere, enfilo por el pasillo hacia el centro del tren, donde se encuentran las zonas comunes (bar, restaurantes y boutique). Son las 12.20 y el bar, con capacidad para unas 30 personas y donde ya ha empezado a tocar el pianista, está tranquilo. El tren circula a una velocidad media de 130 km/h. Pasamos por la estación de Mestre, desde cuyos andenes la gente nos saluda y graba con los móviles. Pido un vino blanco, que me sirven acompañado de aceitunas, chips y verduras deshidratadas. Me atiende Ignazio, italiano con 15 años de experiencia a bordo. "Este vagón, el 3674, se construyó en Francia en 1931, y aunque parece que todo sigue igual, cada año se cambian cosas. Hace seis años se renovó completamente y se instaló el aire acondicionado. En 2023 se pusieron sofás nuevos, ahora con tapicería azul, las alfombras, azules y blancas, el equipo de sonido... hasta el piano se cambió. No fue fácil. Hubo que abrir la estructura del vagón para meterlo", me dice.
Paramos en Verona para recoger viajeros y dar una tregua a los fumadores (en el tren está prohibido fumar, aunque se puedan abrir las ventanas y sacar medio cuerpo por fuera, es peligroso y además saltarían las alarmas). Los paisajes de viñedos van dando paso a las montañas. La megafonía avisa del segundo turno de almuerzo. He quedado en L'Oriental (el restaurante dorado, coche 4095, construido en Birmingham en 1927 y que originalmente fue un vagón cocina) con Matthieu Ollier, uno de los cinco Assistant Train Manager. Es el responsable de todo lo que pase durante el viaje. Mientras tomamos un Carpaccio de ostras y un Solomillo con salsa de trufa [en la mesa, manteles blancos, cubiertos de plata, vajilla de porcelana], Ollier desgrana el origen de la compañía y del tren. En resumen, el Expreso de Oriente inaugurado en 1883 para cubrir la ruta París-Viena que después se alargaría hasta Estambul, y en el que se inspira la novela Asesinato en el Orient Express, escrita por Agatha Christie en los años 30, no existe. Tras muchos avatares económicos y cambios de ruta, a finales de 2009, el Orient Express realizó su último viaje.
Paralelamente, el norteamericano James Blair Sherwood (1933-2020), viaja con su mujer a Venecia en 1976 y se alojan en el Hotel Cipriani. Les gusta tanto que deciden comprarlo. En octubre de 1977, Sherwood acude a una subasta de Sotheby's en Montecarlo y adquiere dos coches cama, con idea de llevar a sus clientes hasta Venecia en un entorno que recupere el romántico y lujoso espíritu de los viajes de los años 20 y 30. La ruta inaugural, ya gestionado por Belmond, se celebra en 1982. La compra y renovación de vagones continúa hasta los 17 actuales. "No podemos acoplar más coches, en las estaciones donde paramos nos ponen problemas", dice Ollier. Así, con este único convoy, Belmond ofrece varias rutas. Entre marzo y diciembre tiene recorridos con salidas o llegadas en Londres, París, Venecia, Roma, Florencia, Budapest, Viena, Cannes, y este año como novedad Portofino. En diciembre, temporada de esquí, conecta París con Albertville, Moûtiers y Bourg-Saint Maurice. Por último, está la ruta París-Estambul. De todos, el recorrido más solicitado es París-Venecia, 1.363 km en los que cruza cinco países: Italia, Francia, Austria, Liechstenstein y Suiza.
Cómo se viajaba hace un siglo
Ollier se ofrece a enseñarme el convoy. Salimos del restaurante hacia las cabinas históricas, que permanecen tal y como eran hace un siglo. Cada una tiene dos asientos tipo banco tapizados, y por la noche se convierte en una estancia con dos literas. Además, tiene lavabo. Son las favoritas del manager. "Yo no busco tener más espacio sino vivir la experiencia. Más que el recorrido en sí, lo importante es lo que haces entre las dos ciudades, las relaciones sociales. Este tren es un lugar timeless".
Por el pasillo vemos las lámparas de Lalique, las paredes forradas de marquetería... "Todo es madera y barniz. No hay nada plástico", dice orgulloso. "Hemos quitado los elementos básicos para adaptarnos a los estándares de confort actuales, somos más altos que hace un siglo, queremos calefacción, aire acondicionado... Eso sí, manteniendo el espíritu de 1929".
En la cola del tren, la zona menos transitada, están las Grand Suites. Puede haber hasta seis, de 11 m2 cada una. Además del espacio de la cama, o dos camas, tiene zona de estar y baño completo. Son temáticas y están relacionadas con el nombre que llevan: París, Budapest... Viajar en ellas cuesta desde 13.000 euros por persona y noche, y tienen capacidad para dos adultos y un niño. La tarifa incluye caviar, champán ilimitado, almuerzo o cena en la suite... Aquí se han alojado celebrities como Beyoncé, Roger Federer, los Beckham, Farrel Williams o John Travolta. También existe la opción de chartear el tren durante 24 horas, desde 407.000 euros.
Al final de este vagón hay un descansillo desde el que se ve la vía que va quedando atrás, "para mí este es el lugar más relajante", confiesa Ollier. Es la hora de la siesta, algunos viajeros juegan a las cartas en las mesas de los restaurantes. Durante varios tramos hay wifi, aunque se solicita "que el uso de los teléfonos y los ordenadores sea discreto".
La tarde pasa tranquila. Sobre las 18.30h paramos en Innsbruck (Austria). El tiempo justo para ver las montañas nevadas y esa pista de saltos de esquí que cada 1 de enero miramos por televisión. Apenas bajamos 10 personas, casi todos fumadores. Una vez de nuevo arriba por megafonía anuncian el primer turno de cenas y el dress code [black tie]. Nikolay me trae la carta de desayunos para la mañana siguiente. Hay tres opciones: continental, wellness y vegano.
En mi turno de cena, 21.30h, es cuando David y Martha, norteamericanos de Virginia, me invitan a sentarme con ellos. "Llevamos saliendo seis meses", me dice él. En su cumpleaños, le pregunté qué quería de regalo, y pidió viajar a París. No hay otro lugar más romántico", confiesa David. Brindamos por su felicidad, y tras la cena se retiran a su cabina. La noche continúa en el bar. Regreso a mi suite, que ya está dispuesta para dormir, con el sofá convertido en cama. La americana que dejé sobre el sillón aparece colgada en el armario. "La gente pasa el 80% del tiempo en sus cabinas. Es raro que pidan cosas por la noche y, si lo van a hacer, pedimos que avisen con tiempo. Tratamos de cumplir con las peticiones, queremos que estén felices a bordo", dice Nikolay.
SONIA APARICIO
16 ABR. 2024 - 07:16
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