martes, 15 de abril de 2025

¿No se os está haciendo demasiado largo el fin del mundo?



Fuente: iStock



Sé muy bien que la ciencia no predice, sino que plantea posibilidades, pero a los medios de comunicación y a los activistas ecologistas solo les gustan las más negras



Al Apocalipsis sólo puedo reprocharle que sea tan lento. Una vez que te haces a la idea de que la catástrofe total está a la vuelta de la esquina, te entran las prisas. Es algo parecido a empezar a despedirse veinte minutos antes de que se vaya el invitado o esperar a que llegue el camión de la mudanza. La impaciencia fatigosa se presenta cuando el fin está dibujado con claridad en la cabeza.

Desde que era pequeño me han arrojado en la cara la idea del fin del mundo una vez y otra. Meteoritos, catástrofes económicas y políticas, bombas atómicas, epidemias, Alemanias de Weimar y nuevos ascensos del nazismo han dibujado un futuro tan nefasto y polimorfo que cumplo a disgusto mis obligaciones con la Seguridad Social, porque soy incapaz de verme a mí mismo jubilado.

Me han dicho que no voy a llegar a viejo y no paro de cumplir años. Me salen arrugas alrededor de los ojos, canas en la barba y el día menos pensado temo descubrir que me crujen las articulaciones y constatar, lleno de resentimiento, que el famoso fin del mundo sólo me afectaba a mí.

Se ve que al mundo le pasa como a España, que siempre está a punto de romperse pero no hay manera de despedazarla. Parece también que el Juicio Final se tramita en los juzgados españoles por el retraso que lleva.


Una vez que te haces a la idea de que la catástrofe está a la vuelta de la esquina, te entran las prisas


Sea como sea, con la predicción negra a cuestas, hay días en los que me pesa levantarme de la cama. Otro día esperando, pienso a las 7, y luego miro a mis pobres hijos, tan pequeños, y quiero que todo termine para que no le cojan demasiado cariño a la vida. Luego me caliento la cabeza: no me aclaran si les tocará un desierto crematorio o un invierno atómico y no sé ni qué ropa comprarles.

Para 2025, esperaba estar sumergido en el agua producto de la fusión de los casquetes polares, achicharrado por los rayos ultravioleta que pasan por los agujeros de la capa de ozono, derretido bajo la lluvia ácida o, al menos, si la naturaleza no es capaz de ejecutar con profesionalidad su venganza contra nuestra invasión, podrido por los efectos de la radiactividad. Me daría igual si la ha provocado la bomba atómica, un accidente en Valdellós 2 o el vertido incontrolado de residuos.

Ahora tengo todas mis esperanzas puestas en Donald Trump, Vladimir Putin y la Tercera Guerra Mundial. El vértigo de las tertulias me lanza en los brazos de la impaciencia mientras imagino a los soldados rusos y americanos pulsando muchos botones en sus silos de lanzamiento de misiles. También confío un poco en que la inteligencia artificial cumpla con lo prometido por la ciencia ficción, pero cuando una reportera de la tele vuelca un robot humanoide de un empujón me tiro de los pelos.

Los humanos han demostrado ser demasiado adaptativos. Hay gente que vive en el Sáhara y otra que está por encima del círculo polar. Unos beben té hirviendo a cincuenta grados a la sombra y los otros se bañan desnudos por un agujero redondo abierto en el hielo. Si en un páramo tan inhabitable como la península de Arabia surgen ciudades con rascacielos y religiones monoteístas o hay heladerías en Murcia, cómo confiar en que nos llegue el estertor final por calentamiento.

Sé muy bien que la ciencia no predice, sino que plantea posibilidades, pero a los medios de comunicación y a los activistas ecologistas solo les gustan las más negras. En vez de informarnos sobre las posibilidades futuras y ofrecernos trucos para ser capaces de adaptarnos a los cambios, lo que hacen es meternos el miedo en el cuerpo para que nos volvamos idiotas.

No soy de los que niegan que las cosas pueden empeorar por nuestra presencia y nuestro consumo, pero sería muy instructivo que nos dijeran, en cada escenario posible, cómo habrá que cultivar la tierra, transportar y conservar la comida o canalizar el agua. Que cada uno de los colapsos imaginarios se explicara en términos de adaptación, y no de muerte. Pero es que no pretenden informar, ni prepararnos, sino hacernos manejables.

Por eso te dicen que no cojas el coche ni pongas la calefacción para frenar el cambio climático pese a que China, India, Estados Unidos y los volcanes vierten a la atmósfera algo más de vapor de agua y dióxido de carbono que tu Opel Corsa, o que te acostumbres a esa botella con tapón adosado pese a que África entera se ha convertido en un vertedero de plástico, o que asumas esta nueva subida de impuestos por la biodiversidad mientras te limpias el culo con celulosa importada del Amazonas.

Al final, las cosas no cambian tanto, y la prueba es que ya la Santa Madre Iglesia usaba el miedo al infierno con el mismo fin. Aquí lo que más cambia es el vocabulario para tener a la gente controlada. Y ahí siguen los doce apóstoles, convertidos en piedra y esperando al Juicio Final. Como yo.