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Dos personas junto al río Huangpu en Shanghái, China.
(EFE/Alex Plavevski)
La segunda mayor economía del planeta produce más que nunca y exporta a un ritmo histórico, pero sus propios ciudadanos consumen cada vez menos
Al acabar la pandemia, millones de personas en todo el mundo salieron a derrochar lo que no habían podido durante meses de encierro. Fue una especie de ajuste emocional con tarjeta de crédito: cenas, viajes, peluquería, muebles, cosméticos, air fryers... Había que recuperar el tiempo perdido. Un fenómeno de alcance global y que fue denominado como revenge spending, “gasto por venganza”.
Pero en China ocurrió exactamente lo contrario. Mientras en Occidente las familias vaciaban las estanterías del Ikea y se entregaban al desquite consumista, en Shanghái una joven apodada “Little Zhai Zhai” se hacía viral por intentar sobrevivir con menos de 300 yuanes al mes —unos 41 euros— comiendo menús de jubilado a diez yuanes. En lugar de revenge spending, lo que arrasó entre la Gen Z china fue el revenge saving: ahorrar por despecho, por ansiedad o por simple desesperanza sobre el futuro.
Lo que revela esta discrepancia insólita es el gran fallo en el motor industrial del mundo. La segunda mayor economía del planeta produce más que nunca y exporta a un ritmo histórico, pero su gran talón de Aquiles está de puertas para adentro: sus propios ciudadanos consumen mucho menos de lo que deberían. Un desequilibrio crónico que los economistas llevan décadas advirtiendo, pero que no ha parado de agravarse desde la pandemia.
Hoy en día, el gigante asiático produce como si fuera Alemania, pero consume como si fuera Botswana. No es una exageración. En 2023, el consumo de los hogares apenas representó el 37% del PIB chino, frente al 60% de media en la OCDE o el 68% de Estados Unidos. En comparación, su inversión en capital físico (es decir, el dinero que se destina a construir infraestructuras, fábricas, maquinaria, viviendas y otros activos duraderos) rozó el 42% del PIB, un nivel extraordinariamente alto. El tipo de gasto que uno esperaría ver en un país que se está reconstruyendo tras una guerra, no en la segunda economía del mundo.
El Ejecutivo de Xi Jinping no es ajeno a este problema. En un intento por reactivar la demanda interna, el Gobierno presentó este mes un nuevo plan para “impulsar vigorosamente el consumo”. Las medidas, anunciadas tras las reuniones de las “Dos Sesiones” (la cita política anual en la que se reúne la cúpula del Partido Comunista y el Parlamento chino para marcar la agenda del país), incluyen desde subsidios para el cuidado infantil y ajustes del salario mínimo hasta el fomento del turismo interno y los productos con inteligencia artificial. También prometen reducir las cargas financieras de los hogares y vincular el consumo con “objetivos sociales más amplios”, como el equilibrio entre vida y trabajo o el cuidado de los mayores.
Sin embargo, como explica a El Confidencial Alicia García Herrero, economista jefe para Asia-Pacífico en Natixis e investigadora del think tank europeo Bruegel, detrás de este anuncio con gran pompa hay más de lo mismo: medidas simbólicas, paliativos de corto plazo y ninguna voluntad de abordar los factores estructurales. “Para que el consumo de verdad repunte harían falta reformas estructurales: subsidios de desempleo, pensiones más generosas, educación gratuita... todo eso que China no tiene y que tampoco parece dispuesta a implementar”, indica la experta.
En una reciente entrevista con el South China Morning Post, Michael Pettis, economista de la Universidad de Pekín y una de las voces más incisivas sobre los desequilibrios de la economía china, resumía así la raíz del problema: “No es solo que los chinos no quieran consumir, es que no pueden”. La debilidad del consumo interno es consecuencia directa de la estructura que sostuvo el milagro económico chino: durante décadas se ha priorizado el crecimiento a toda costa, desviando recursos desde los hogares hacia el Estado y las empresas. El resultado es una maquinaria industrial hipertrofiada que exporta a medio mundo, pero deja a su población sin margen de maniobra.
¿Por qué no pueden simplemente cambiar el chip y redistribuir un poco más? “Para que el consumo crezca de verdad, el Estado tendría que quitarle renta al sector corporativo y al Gobierno y dársela a los hogares”, afirma Pettis. Es decir, subir salarios, ofrecer transferencias directas, ampliar las pensiones, reforzar la sanidad pública… Nada de eso parece estar en los planes de Xi Jinping, que en 2021 ya avisó del peligro de que un Estado de bienestar cree “una clase de vagos subsidiados”.
Y es que estas medidas no solo significarían la renuncia al modelo de crecimiento que ha definido al país durante los últimos 30 años, también implicarían la repartición de poder y recursos hacia abajo. Algo que no encaja con la lógica de control centralizado que Xi ha consolidado desde que llegó al poder.
No solo es falta de voluntad
Más allá de cualquier prejuicio ideológico, el problema es aún más elemental: las cuentas ya no cuadran. La billetera aparentemente inagotable que financió la red de trenes de alta velocidad más grande del mundo, pagó la edificación de ciudades enteras y regó de subsidios la expansión sin precedentes del mercado de coches eléctricos, hoy afronta serias dificultades. Según datos del propio Ministerio de Finanzas chino, los ingresos fiscales cayeron un 3,4% en 2024, mientras la economía (según las cifras oficiales) creció un 5%. Es decir: el Estado recauda menos aunque el PIB siga su rumbo ascendente.
Según un reporte de The New York Times, si los ingresos del Estado hubieran crecido al mismo ritmo que el PIB en los últimos siete años, China tendría 1,5 billones de dólares adicionales para gastar este año. Pero no los tiene. Y aunque oficialmente el déficit será del 4% del PIB, cálculos de Bloomberg apuntan a que el déficit real, si se descuentan las tretas contables, ya ronda el 9%.
La situación es aún peor a nivel local. Los gobiernos provinciales, que hasta hace poco vivían de vender suelo a promotores inmobiliarios, han visto cómo se desplomaba su principal fuente de ingresos tras el estallido de la burbuja del ladrillo en 2021. Y como son ellos quienes pagan la mayoría de pensiones, prestaciones y servicios sociales, el margen para “estimular el consumo” es más bien simbólico. El Ejecutivo central les ha dicho que gasten más, pero no cómo conseguir los fondos para hacerlo. Probablemente, porque la única respuesta honesta sería también la más incómoda: que esos fondos deberían salir del propio Gobierno chino.
El resultado es que, tras años de incertidumbre, confinamientos y crisis inmobiliaria, los ánimos del consumidor chino está por los suelos. Según un estudio de Rhodium Group, el índice oficial de confianza no se ha recuperado desde el confinamiento de Shanghái en 2022, y los hogares siguen aumentando sus depósitos bancarios a ritmo récord.
Y mientras el consumo doméstico continúa estancado, las exportaciones chinas viven una época dorada. En 2024, el superávit comercial del país rozó el billón de dólares, un colchón que, por ahora, compensa la debilidad interna. Pero ese mismo desequilibrio es también gasolina para el conflicto geoeconómico. La nueva ofensiva comercial de Donald Trump contra Pekín, la más agresiva de la historia, es solo un ejemplo de la irritación global que desata el desequilibrio del gigante asiático. Porque, en el fondo, la pregunta que se hacen en Washington, Berlín o Nueva Delhi es la misma: ¿cómo va a crecer el resto del mundo si China lo produce todo, lo vende más barato que nadie y apenas compra nada?
¿El fin del milagro?
Una economía que no consume lo que produce depende siempre de que otros lo hagan. Y cuando esos otros empiezan a pensarse dos veces si merece la pena comprar tus productos, el riesgo es más que considerable. Por eso, en su entrevista con el South China Morning Post, Pettis lanza una pregunta tan trillada como inevitable: ¿y si China ya ha llegado al límite de su modelo económico? ¿Y si no puede estimular el consumo no por falta de ideas, sino porque eso implicaría desmontar todo el entramado que hizo posible el milagro económico que catapultó al país al puesto de superpotencia?
A diferencia de otros países que enfrentan crisis de consumo, China no parte de una economía sobreendeudada con tarjetas de crédito o de un mercado laboral flexible. Parte de un sistema donde el Estado ha moldeado cada rincón de la actividad económica en función de objetivos políticos. Y eso no hay parche que lo arregle. Como señala el economista, sin voluntad de redistribuir el poder económico, no hay bala de plata que valga.
El dilema chino no es nuevo. Desde el famoso "rebalanceo" anunciado en 2004, cada nuevo plan quinquenal promete lo mismo: menos inversión, más consumo. Y, sin embargo, aquí seguimos. No por falta de diagnósticos. No por falta de recetas, sino porque, para curar su gran talón de Aquiles, China tendría que ser un país diferente del que es.