miércoles, 17 de septiembre de 2014

La peligrosa aversión de EE.UU. a los conflictos armados



Los primeros en tratar de escapar de las trágicas realidades del poder que ensangrentaron el siglo XX fueron los europeos. Comenzaron a desarmarse tan pronto terminó la Guerra Fría con la creencia, por no decir la ilusión, de que las armas y las medidas tradicionales del poder habían dejado de importar. Un nuevo sistema internacional de leyes e instituciones sustituiría el viejo sistema de poder y el resto del mundo seguiría el ejemplo de la Unión Europea. Si ello no ocurría tampoco era tan grave: Estados Unidos estaría ahí para proveer seguridad, a la antigua.
Ahora, sin embargo, tras las guerras en Irak y Afganistán, el que parece ansiar un escape de las obligaciones que acarrea el poder y un respiro de las trágicas realidades de la condición humana es EE.UU.
Al menos hasta los acontecimientos más recientes, una mayoría de estadounidenses, así como las clases política e intelectual del país, parecen haber estado cerca de concluir no solamente que la guerra es horrorosa, sino que es poco efectiva en nuestro mundo moderno y globalizado.
"Existe un orden internacional en evolución con nuevas normas globales que hacen que la guerra y la conquista sean cada vez menos frecuentes", escribió Fareed Zakaria, de la cadena de noticias CNN, haciendo eco de las ideas de Steven Pinker, profesor de la Universidad de Harvard, prácticamente en la antesala de la invasión de Rusia a Ucrania y la marcha del Estado Islámico por Siria e Irak. Los recuentos históricos de la Primera Guerra Mundial no solo son libros súper ventas, sino que muestran que las naciones no van a la guerra porque quieren, sino por trágicos errores de cálculo o simple estupidez.
Durante un cuarto de siglo, los estadounidenses han escuchado el mensaje de que al final de la historia yace el aburrimiento, no los grandes conflictos; que los países donde se instala un
McDonald's MCD +0.30% nunca entran en guerra; que la interdependencia económica y las armas nucleares vuelven muy improbable, por no decir imposible, un conflicto armado entre las grandes potencias. A ello se ha añadido recientemente otra idea: la mantra de la inutilidad. "No hay una solución militar" es el refrán constante que sale de la boca de los líderes occidentales en relación a conflictos como los de Siria y Ucrania; en realidad, la intervención militar sólo agrava el problema. Ni siquiera el poder es lo que solía ser, sostuvo el columnista Moisés Naím en un muy elogiado libro publicado hace poco.
La historia tiene un modo de responder esta clase de declaraciones. El deseo de escapar del poder no tiene nada de nuevo, qué duda cabe. Ha sido una aspiración constante del liberalismo del Alumbramiento durante más de dos siglos.
La imposibilidad de la guerra era la opinión predominante en los años previos a la Primera Guerra Mundial y volvió a ser la opinión predominante, al menos en Gran Bretaña y EE.UU., prácticamente desde el día en que el conflicto llegó a su fin.
Entonces, al igual que ahora, los estadounidenses y los británicos pensaban que todos compartían su desilusión con la guerra. Lo imaginaban porque la guerra es horrible e irracional, algo que la Primera Guerra Mundial habría demostrado en abundancia, y ninguna persona en su sano juicio optaría por otra guerra.
Lo que vino después, mientras los pacíficos años 20 daban paso a los violentos y salvajes años 30, podría ser ilustrativo para la época actual.
En ese entonces, el deseo de eludir la guerra, junto a la certeza de que ninguna nación la buscaría de manera racional, condujo en forma lógica y natural a las políticas de apaciguamiento.
Los países que amenazaban con agredir tenían, después de todo, sus razones, como casi siempre las tienen la mayoría de los países. Tenían poco en un mundo dominado por las ricas y poderosas naciones anglosajonas y exigían una distribución más justa del pastel. En el caso de Alemania, el resentimiento sobre el acuerdo de paz de Versalles explotó porque el país perdió poblaciones y territorios que fueron transferidos a otros países para reforzar la seguridad de sus vecinos. En el caso de Japón, la potencia isleña con un problema de exceso de población necesitaba el control del continente asiático para sobrevivir y prosperar en competencia con el resto de las superpotencias.
Las potencias liberales trataron de que estos países entraran en razón e intentaron comprender e incluso aceptar y aplacar sus querellas, aunque esto significara sacrificar a otros, como los chinos y los checos, que pasarían a ser gobernados por ellos. Parecía un precio razonable, aunque desafortunado, con tal de impedir una nueva guerra catastrófica. Era el realismo de los años 30.
Con el tiempo, no obstante, las potencias liberales se dieron cuenta de que los reclamos de las potencias que tenían menos iban más allá de lo que los más generosos y reacios al conflicto podían ofrecer. La queja más fundamental, a la postre, fue la de verse obligado a vivir en un mundo formado por otros—ser alemán o japonés en un mundo dominado por los anglosajones.
Satisfacer esta demanda exigiría algo más que algunas concesiones territoriales menores, ajustes económicos o incluso el sacrificio de uno que otro Estado débil por aquí y por allá. Exigiría darles permiso para reconfigurar el orden político y económico internacional conforme sus necesidades. Más que eso, requeriría permitir que tales potencias se fortalecieran lo suficiente para dictar las condiciones del orden internacional. ¿De qué otra manera habrían podido salir de su injusta opresión?
Al final, quedó claro que no se trataba solamente de demandas racionales por una mayor justicia, al menos como lo concebían las mentes del Iluminismo. Resultó que las políticas de los agresores eran producto no sólo de reclamos materiales, sino de deseos que trascendían el mero materialismo y la racionalidad.
Sus líderes, y en gran medida sus públicos, rechazaban las ideas liberales del progreso y la razón. Lo que los motivaba era, en cambio, las ansías románticas de recuperar glorias de antaño u órdenes de antaño y se oponían cualquier idea de modernidad proveniente del Iluminismo. Sus gobernantes depredadores o paranoicos aceptaron en forma fatalista (en el caso de Japón) o acogieron con entusiasmo (en el de Alemania) la idea de que el conflicto armado era el estado natural de la humanidad.
Cuando todo esto quedó inequívocamente obvio para las potencias liberales, cuando se dieron cuenta de que estaban tratando con personas que no pensaban como ellos, cuando entendieron que nada menos que una rendición impediría el conflicto y que darle a los agresores incluso parte de lo que exigían—Manchuria, Indochina, Checoslovaquia—sólo los fortalecía sin satisfacerlos, ya era demasiado tarde para evitar la guerra que Gran Bretaña, Francia, EE.UU. y otros países trataron de prevenir con desesperación.
Esta experiencia impactante —no sólo la Segunda Guerra Mundial sino también la imposibilidad de satisfacer a quienes no podían ser satisfechos— moldeó la política estadounidense de la postguerra. Para las generaciones que compartieron esta experiencia, impuso un sentido nuevo y diferente de realismo acerca de la naturaleza del ser humano y el sistema internacional. Se moderaron las esperanzas de una nueva era de paz.
Los líderes y el público estadounidense aceptaron la realidad trágica e ineludible del poder, por lamentable que sea. Adoptaron la postura de un liberalismo armado. Construyeron miles de armas con un poder destructivo inimaginable. Desplegaron cientos de miles de tropas en otros países, en el corazón de Europa y a lo largo del este asiático, para disuadir a los agresores. Combatieron en lugares distantes y casi desconocidos, a veces en forma estúpida y a veces en forma inefectiva, pero siempre con la idea, casi ciertamente correcta, de que el no atacar a los agresores sólo serviría para generar una mayor agresión.
En general, con la salvedad de un breve lapso de fatalismo durante la gestión de Richard Nixon y el ex secretario de Estado Henry Kissinger, no se sentían inclinados a aplacar, o siquiera reconocer, las demandas de quienes se les oponían. (El presidente Harry Truman y el secretario of Estado Dean Acheson, los artífices del liberalismo armado, nunca mostraron mucho interés en negociar con los soviéticos, mientras que al presidente Ronald Reagan le interesaba principalmente negociar las condiciones de su rendición).
Detrás de las acciones de los arquitectos de la política estadounidense de contención radicaba la creencia, basada en la experiencia, de que no todos tenían que valorar lo que el mundo liberal valoraba, la prosperidad, los derechos humanos e incluso la paz, y que, por ende, el mundo liberal no podía bajar la guardia. Tenía que estar bien armado y bien preparado para combatir el próximo brote de los impulsos no-liberales u atávicos que han sido una característica permanente de la humanidad.
Era mucho más fácil mantener esta vigilancia trágica mientras una ideología conflictiva y reñida con el liberalismo, como el comunismo, predominaba en más de la mitad del continente euroasiático. Y ha sido mucho más difícil sostener esa vigilancia desde que la caída del comunismo inaugurara aparentemente una nueva era de liberalismo universal y, con ello, la perspectiva finalmente de una paz perpetua, como la predicada por el filósofo alemán Immanuel Kant, en un mundo donde impera la democracia.
Durante un tiempo en los años 90, cuando las generaciones que vivieron la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría sobrevivían, las antiguas lecciones seguían siendo dominantes. El presidente George H.W. Bush y su asesor de seguridad nacional, Brent Scowcroft, enviaron a medio millón de tropas estadounidenses a combatir a miles de kilómetros de distancia sin otro motivo más que frustrar una agresión y restaurar un reino en el desierto que había sido invadido por el líder tirano de un país vecino. Kuwait no tenía ningún pacto de seguridad con EE.UU.; los yacimientos petrolíferos en su territorio hubieran estado igual de disponibles para Occidente si hubiesen sido operados por Irak; y el emirato formado 30 años antes y gobernado por la familia al-Sabah tenía menos derecho a ser un Estado soberano que Ucrania en la actualidad. De todos modos, como recordó después el propio Bush, él "no quería ningún apaciguamiento".
Transcurrida poco más de una década desde entonces, EE.UU. es un país cambiado.
Debido a las experiencias en Irak y Afganistán, sugerir el envío de unos pocos miles de soldados por el motivo que sea es casi inconcebible. Los halcones más duros del Congreso no creen que sea seguro defender una invasión del Estado Islámico o el despacho de tropas de la OTAN a Ucrania. No hay un debate serio para revertir los recortes en el presupuesto de defensa, pese a que los requerimientos estratégicos de defender a los aliados estadounidenses en Europa, Asia y Medio Oriente casi nunca han quedado tan de manifiesto y la capacidad de EE.UU. para asumirlos casi nunca ha estado más en duda.
Pero los estadounidenses, tanto su presidente como sus legisladores, han aceptado esta brecha entre estrategia y capacidad casi sin comentarios, con la excepción de quienes quieren abandonar la estrategia. Es como si, nuevamente, los estadounidenses pensaran que su desilusión con el uso de la fuerza implica que, por algún motivo, el uso de la fuerza dejó de ser un factor en las relaciones internacionales.
En los años 30, esta ilusión fue hecha trizas por Alemania y Japón, cuyos líderes y electorados creían firmemente en la utilidad del poder militar. Hoy, mientras EE.UU. parece tratar de escapar del poder, otras fuerzas están dando un paso al frente para demostrar que la fuerza bruta puede ser muy efectiva.
Nuevamente, son personas que jamás aceptaron la definición de progreso y modernidad del mundo liberal y que no comparten su jerarquía de valores. No se mueven por consideraciones principalmente económicas. Nunca han creído mucho en el poder blando ni que la opinión del mundo, por indignada que esté, puede prevenir la conquista exitosa de una fuerza militar que actúa con determinación. McDonald's no los disuade. Siguen creyendo en las viejas verdades del poder duro, tanto en su territorio como en el exterior. Y si no se les confronta con un poder duro suficientemente fuerte, demostrarán que, efectivamente, una solución militar existe.
Esta lección no pasará inadvertida para otros grupos que ejercen el poder en otras partes del mundo y que, como la Rusia autocrática de Vladimir Putin y el fanatismo del Estado Islámico de Abu Bakr al-Baghdadi, tienen sus propias querellas.
En los años 30, cuando la situación se empezó a deteriorar, el proceso fue muy rápido. La invasión japonesa de Manchuria, in 1931, dejó al desnudo que la Liga de las Naciones no era más que una cascara vacía, una lección que Hitler y Mussolini pusieron en práctica en los próximos cuatro años. Luego, los triunfos militares de Alemania en Europa envalentonaron a Japón a incursionar en el este de Asia bajo la presunción, bastante razonable, de que Gran Bretaña y EE.UU. estarían demasiado distraídos y agobiados para reaccionar. Los triunfos sucesivos de los agresores no liberales y los sucesivos fracasos de las potencias liberales, condujeron a un desastre después de otro.
Los sabios y sabias de nuestra época insisten en que esta historia es irrelevante. Nos dicen, cuando no están anunciando el declive irrevocable de EE.UU., que nuestros adversarios son demasiado débiles para representar una amenaza real, pese a que acumulan una victoria después de otra.
Rusia es una potencia en declive, sostienen. Pero Rusia ha estado en declive durante 400 años. ¿Pueden las potencias en decadencia causar grandes daños? ¿Nos ayuda saber que, con la perspectiva del tiempo, Japón carecía de la riqueza y el poder necesario para ganar la Guerra que comenzó en 1941?
Esperemos que quienes exhortan a la paciencia tengan razón, pero cuesta eludir la impresión de que ya tuvimos nuestro
1931. Mientras nos adentramos en nuestra versión de los años 30, nos podría sorprender, tal y como sorprendió a nuestros antepasados, la velocidad con que las cosas se desmoronan.

http://lat.wsj.com/news/articles/SB10608297325219184784504580156160810188210?tesla=y&mg=reno64-wsj&url=http://online.wsj.com/article/SB10608297325219184784504580156160810188210.html

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