viernes, 26 de septiembre de 2014

Las siete grandes lecciones por las que debemos recordar Messenger



Microsoft cerrará definitivamente el servicio de chat el próximo 31 de octubre, poniendo fin a la era fundacional del mundo 2.0



Antes de Instagram estuvo Twitter, y antes de Twitter estuvo Facebook. Y hasta ahí suele llegar la historia contemporánea del 2.0, dejando todo lo restante para arqueólogos de lo digital. Tan potente es este planteamiento que este mes se vivirá el fin de la era inmediatamente anterior a Facebook y poca gente lo recordará o le parecerá importante. Se trata del Messenger, el WhatsApp de los ordenadores; aquel ubicuo programa que todo el mundo utilizaba a principios de la década pasada. Lo primero que se iniciaba nada más arrancar el ordenador y lo último que se desconectaba tras horas y horas de conversaciones intensas, inanes y memorables. Ahora el servicio solo sigue vivo en China: en Europa y América dejó de funcionar a principios de 2013, cuando se integró en la plataforma Skype. A finales de octubre, Messenger desaparecerá también allí. Y ese día se habrá convertido en algo para la historia.
No es proporcional la atención que merece este fallecimiento, este lentísimo e inevitable fundido a negro, con lo determinante que fue Messenger en día. Cuando nació, en 1999, era un servicio de mensajería instantánea. Un ordenador le mandaba mensajes a otro a través de Internet. Pero tenía la ventaja competitiva de venir de fábrica en todos los ordenadores con Windows, que de aquella era la inmensa mayoría. Pronto, comenzó a incorporar funciones que conformarían nuestra idea de la comunicación digital, como enviar archivos de imágenes o canciones, o establecer conversaciones con vídeo. Para cuando llegó a los 100 millones de usuarios, en 2003, se fusionó con MSN, el servicio de noticias de Microsoft. En 2009 tocó techo con 330 millones de usuarios y empezó a decaer rápidamente, sustituido por GChat, Skype, el chat de Facebook y, en fin, WhatsApp. Esta estacada final, el 31 de octubre, día de los muertos en todo el mundo, es el punto final a la puerta que metió a varias generaciones de lleno en Internet. Y lo que nos enseñó fue esto:



"¿Me das tu Messenger?": el umbral de la identidad digital

Pocas frases en la historia han logrado cargar tanto paso con una apariencia tan ligera. A principios de los 2000 pedirle a un desconocido al que se acababa de conocer aquello de ¿Me das tu Messenger? o Dame tu correo que te agrego al Messenger, estaba a años luz de pedirle el teléfono a alguien –entonces no hacía tanto de la llegada del móvil: muchas veces había que pedir el teléfono de la casa entera en la que vivía– y parecía un tanto más moderno y menos invasivo que pedir el móvil (por no decir más rentable: los SMS entonces se pagaban). Prometía, además, que esta relación iba para algo más que un recado, para bien o para mal. Alguien que entraba en tu lista de contactos de Messenger era alguien cuyo estado (ahora vamos con eso) verías varias veces a diario. Pero además de todos estas cosas prácticas, había algo más metafíscio que estaba naciendo con el ¿Me das tu Messenger?: la noción de que dos personas podían conectar o desarrollar su relación más allá de la relación física o telefónica. Que había un lado de nosotros al que solo se llegaba con un teclado. Fue el comienzo de lo que luego explotó Facebook y decicidamente Instagram. Nuestra identidad digital.

Aprendimos a retratarnos en una sola foto de perfil (y en un tipo de letra y un color)

Siempre había quien se ponía la pelota de béisbol, o el patito de goma, o un atardecer. Pero esos la minoría. A pesar de lo complicado que era encontrar una foto reciente en una era donde las cámaras digitales todavía no eran la norma, una de las grandes virtudes del Messenger fue sugerir que el usuario subiera una foto de sí mismo para que el resto del mundo la viera. En consecuencia, el resto de usuarios que interactuaran con nosotros proyectaría todo lo relacionado con nosotros –nuestra ideología, bromas, faltas de ortografía...– sobre esa foto. Esa foto éramos nosotros tanto como lo era lo que decíamos. Esta obviedad que en tiempos de fotos de perfil de Facebook, de avatars en Twitter y de selfies en Instagram se da por sentada en aquella época era revolucionaria. Éramos una foto. Y como la mayoría de sus usuarios eran adolescentes y buscaban expresarse de absolutamente cualquier forma posible, algo parecido le pasaba al tipo de letra (ay, el Comic Sans) y los colores (ay, los y las que usaban rosa claro o verde fosforito).


Y a juzgar a los demás en función de su estado
Facebook le debe a Messenger el grabar en nuestra mente la forma de condensar, en una estudiada y a menudo kilométrica frase, todo aquello que queríamos que los demás pensasen que éramos. Así, era fácil etiquetar al tipo de personas que teníamos delante solo por el tipo de estado en el que había elegido mostrar sus complejidades. Los arrebatados que declaraban su amor –y duración de la relación– con el novio o novia. Los motivados a los que ponía nervioso cualquier examen o, en realidad, cosa que fuera pasar al día siguiente. Los intensos y futuros fans de Paulo Coelho que sabían encontrar en canciones, libros o menús de restaurante máximas idóneas para poner y que el resto pudiese medir su elevado paladar cultural. Y los que directamente ponían lo que buenamente se les viniera a la cabeza siempre y cuando alternara MaYúScUlAs con minúsculas y permitiera repartir grandes dosis de emoticonos por todas partes.

Socializábamos, no fardábamos

En Messenger la comunicación era fluida y básica. Recreaba una conversación en persona. La Red todavía no cultivado la cultura del yo que vendrían con las redes del futuro. Aquellas conversaciones eran más largas y nosotros, más simpáticos porque no éramos tan ególatras.
Nos enseñamos a nosotros mismos a usar ordenadores
Según llegaron comenzaron a implantarse las nuevas herramientas de envío de archivos, nos habituamos a utilizar las extensiones jpg,mp3 y demás siglas del diccionario informático como quien va al mercado cada sábado.


El horror de zumbar una conversación: los chats tienen un ritmo diferente al de las interacciones físicas

Si tu interlocutor consideraba que eras exasperantemente lento escribiendo tenía un recurso, más o menos aceptable, según la experiencia de cada uno. Era el zumbido, esa herramienta que hacía que la ventana de la conversación se moviese como si le hubiese dado un ataque de twerking. Podía servir para presionar a alguien para que contestase, cerrase unas cuantas pestañas en su pantalla y se diese cuenta de que le hablabas o simple y llanamente para fastidiar. Se convirtió en algo tan invasivo e irritante que solo se pudo extraer una conclusión: los chats no tenían por qué un principio y un final ni una atención constante como si tuviéramos al interlocutor en persona. Uno podía distraerse con otras cosas y luego volver a la charla en sí. Cientos de miles de conversaciones en Whatsapp dan fe de que esto será así para siempre.

La Red no tiene leyes pero nos inventamos un protocolo

En 1999 éramos novatos en materia de protocolo en redes pero, gracias al uso continuado de Messenger, supimos que hay que esperar al menos cinco minutos para comenzar una conversación con alguno de nuestros contactos recién conectado. También aprendimos que dar al correo electrónico nombres imposibles no es buena idea. Con todo, descrubrimos técnicas para hacernos los interesantes: desde encender y apagar el chat a lo loco para que nuestros contactos nos vieran en sus interminables listas de amigos, a permanecer en ausente durante largo tiempo para que algún amigo rompiera el hielo sin miedo. Y, si las buenas maneras entre colegas no funcionaban, el estado invisible o el botón de bloqueo solucionaban caracteres irreconciliables de manera higiénica, aunque, como es obvio, poco diplomática.

http://elpais.com/elpais/2014/09/16/icon/1410861031_520531.html

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