La anorexia y la bulimia afectan al 5,6% de la población adolescente. (Getty/ BSIP)
- Este trastorno de la alimentación encuentra tierra fértil en las sociedades de capitalismo avanzado, o mejor dicho, exacerbado
Aunque necesitemos alimentarnos para vivir, los humanos, en tanto seres de lenguaje, no tenemos una relación puramente instintual con la comida. Somos seres inmersos en un baño de lenguaje desde nuestro nacimiento, y eso marca definitivamente nuestras vidas. A partir de ahí, elegimos qué comer, a qué hora hacerlo, con quién. Descubrimos un gusto personal por determinados alimentos mientras que otros pueden no gustarnos. Decidimos incluir ciertos alimentos en nuestras dietas y excluir otros. Lo hacemos en razón de nuestras tradiciones, religión, creencias científicas, influencias de la época y gustos o manías personales.
Podemos esperar para comer aunque tengamos hambre si aún falta alguien a la mesa, o comer sin hambre algo que nos gusta, por el puro placer que nos produce. Aún más, podemos sentir hambre si estamos angustiados, o por el contrario, experimentar un nudo en el estómago que nos impide ingerir alimento alguno. Todas estas situaciones dan cuenta de que la relación que cada ser hablante establece con la comida está fuera de toda programación y se convierte en absolutamente singular.
La relación que cada ser hablante establece con la comida está fuera de toda programación y se convierte en absolutamente singular
Por eso, las santas anoréxicas de los siglos XIV a XVI, como Catalina de Siena o Teresa de Ávila, pudieron cultivar el ayuno como medio de acceso a la comunión con Dios, mientras que las anorexias que han proliferado en nuestra época se presentan de un modo totalmente diferente.
Para entender este fenómeno hoy podemos pensar en claves de época. La anorexia, como otros de los denominados trastornos de la alimentación - bulimia, ingesta compulsiva, obesidad - encuentra tierra fértil en las sociedades de capitalismo avanzado, o mejor dicho, exacerbado. Solo allí dónde hay exceso de objetos producidos por el capitalismo y un empuje voraz al consumo prosperan estas patologías, en el contexto discursivo de un circuito sin fin basado en la falsa promesa de tapar con un objeto, a menudo tecnológico, la falta estructural que nos caracteriza como humanos.
Para entender a cada anoréxica solo podemos partir de su subjetividad
Pero para entender a cada anoréxica, solo podemos partir de su subjetividad, de esa dimensión humana singular inaugurada por el lenguaje, donde el rechazo del alimento -que, por cierto, es un don inaugural del Otro para los humanos- aparece para la anoréxica como una solución. Solución, porque lo que visto desde fuera constituye un trastorno alimentario, a la anoréxica le permite hacer frente al malestar de su vida singular. En este sentido es una armadura defensiva, que le impide hacer una demanda de tratamiento. De ahí la conocida ausencia de demanda anoréxica y la comparativa que ha suscitado con las adicciones. Porque para la anoréxica, el tratamiento es la anorexia misma.
La falta estructural ante la que cada cual ha de responder en su vida, -léase por ejemplo cómo devenir mujer en el tránsito puberal-adolescente, sin manual de instrucciones- cobra una dimensión trágica en la anorexia. En tanto es imposible hacerle frente, solo queda la “solución” anoréxica, que ofrece al sujeto una sensación de control con la contabilización de las calorías y la pérdida ponderal.
El cuerpo ingobernable, experimentado a veces como fragmentado, es ilusoriamente dominado a través del tratamiento anoréxico. Se trata una solución de tipo defensivo, a la par que produce un goce sufriente. Una manera de hacer frente al malestar de la vida. Con un coste altísimo, pero para ella imprescindible.
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