sábado, 30 de mayo de 2020

La enemistad que dio forma al Chrysler Building

La enemistad que dio forma al Chrysler Building


Dos operarios se toman un descanso sobre una de las águilas de la planta 61 del edificio Chrysler. (Bettmann / Bettmann Archive)


Hace 90 años se inauguró este símbolo del ‘skyline’ neoyorquino. Su construcción respondía a una frenética carrera entre dos antiguos socios



Esa mañana, miles de personas tomaron el metro para viajar al centro de la ciudad. ¿Su destino? Muy probablemente, uno de esos altos edificios de oficinas que en los últimos años habían perforado el cielo neoyorquino y transformado la ciudad. Era el 23 de octubre de 1929. Una jornada más de trabajo, otro día más en la vida de los habitantes de Nueva York, ajenos al hecho de que, solo a unas calles de distancia, estaba a punto de crearse una leyenda.
El arquitecto William Van Alen miraba con preocupación desde la calle. Después de tanto tiempo guardando el secreto, al fin su plan estaba a punto de ver la luz. Ni siquiera los más de dos mil operarios que trabajaban en el proyecto sabían exactamente qué eran aquellas cinco piezas de acero inoxidable que habían estado depositando en el interior del edificio. Ahora, mientras las juntaban, un todo empezó a cobrar sentido. ¡Una aguja!
Las grúas estaban listas ya para subir el pináculo y colocarlo en lo más alto del capitel. Noventa minutos fue todo lo que tardaron. Un cambio en el tiempo, un viento más fuerte, habría dificultado la labor y puesto en peligro a los trabajadores y a los viandantes. Pero ese día todo fue perfecto, un sueño hecho realidad. El edificio Chrysler rascaba ya el cielo y se coronaba como el más alto de la ciudad y del mundo entero.
William Van Alen, arquitecto del Chrysler Building.
William Van Alen, arquitecto del Chrysler Building. (Dominio público)

A solo unas manzanas, en Wall Street, cuando iban a ser las tres de la tarde, la bolsa empezaba a caer en picado. En seis días tendría lugar el fatídico “martes negro”, fecha que acabaría desencadenando el inicio de la Gran Depresión. A unos meses de su inauguración, el edificio Chrysler quedaría para siempre ligado a una de las épocas más sombrías de la historia económica estadounidense. Pero antes de la oscuridad hubo luz.
Nueva York era una fiesta
Los gloriosos años veinte. “La mayor y más brillante borrachera de la historia”, como los bautizó Scott Fitzgerald en su relato Éxito prematuroLa Gran Guerra había terminado y, sin millonarias reparaciones a las que someterse, a diferencia de sus aliados europeos, Estados Unidos se acababa de convertir en la primera potencia económica del mundo, lo que tendría un impacto gigantesco en la sociedad y la cultura del país. Y Nueva York fue uno de sus máximos exponentes.
El de los años veinte era el Nueva York de la ley seca y los excesos, el de la popularización del automóvil y la extensión de la red de metro y, sí, también el de la desenfrenada especulación financiera e inmobiliaria, instigadora en gran parte de la transformación que sufrió la metrópoli durante esos años, siempre con la vista puesta en las alturas.
Le Corbusier decía: “La arquitectura debe ser una expresión de nuestro tiempo”. Sin duda alguna, la metamorfosis que experimentó el centro de Nueva York a lo largo de las dos primeras décadas del siglo XX lo fue. Destacó en especial el cambio de la zona de Midtown Manhattan, actual centro comercial de la ciudad, distrito de teatros y sede de los principales medios de comunicación, así como emplazamiento del edificio de las Naciones Unidas, el Museo de Arte Contemporáneo y la Estación Central.
Las diferentes etapas en el diseño del Chrysler Building.
Las diferentes etapas en el diseño del Chrysler Building. (Dominio público)

Fue precisamente la inauguración de esta última, en 1913, la que dio el pistoletazo de salida a esta espectacular transformación del barrio, hasta esa fecha alejado del bullicio de la ciudad. Ahora, los centenares de trenes que recibía día a día la inmensa estación ferroviaria atraían a miles de ciudadanos y viajeros, lo que acabó convirtiendo la zona en un importante centro de negocios, capaz de competir en poder y prestigio con Wall Street, situado al sur de la isla.
Muchos de los empresarios noveles, nacidos de la conocida como “era de la máquina” y enriquecidos por el crecimiento de la industria automovilística y las nuevas tecnologías del momento, buscaron afianzar su estatus en la zona. Hicieron construir allí sus oficinas y costearon los altos edificios que empezaban a perforar el cielo sobre sus cabezas. Arrancaba la fiebre de los rascacielos. “El rascacielos representa la versión del capitalismo del impulso por construir grandes monumentos”, explica el economista Jason M. Barr en Building the Skyline, volumen sobre los rascacielos neoyorquinos.
Y así fue. Ayudada por la especulación en el mercado inmobiliario y sustentada por la ya entonces producción masiva de acero y la popularización en el uso del ascensor, la construcción de estas torres monumentales pronto cambiaría las vistas de la ciudad para siempre. El skyline de Nueva York sería de ahora en adelante un referente en todo el mundo.
El Chrysler Building poco después de su finalización.
El Chrysler Building poco después de su finalización. (Dominio público)

Excelsior, siempre más alto
Poco imaginaban los creadores de la bandera y el escudo del estado de Nueva York, en 1778, que su lema iba a resultar tan acertado siglo y medio después. Procedente del latín, “Excelsior” se traduce habitualmente por “más alto” o “superior”, aunque hay quienes también utilizan una acepción más poética: “siempre hacia arriba”. Los promotores y arquitectos norteamericanos de principios del siglo XX se la tomaron al pie de la letra.
No en vano, cuando se inauguróel edificio Home Insurance de Chicago en 1885, de 42 m de altura, se lo empezó a tildar de “rascacielos” (“skyscraper” en inglés), palabra hasta entonces utilizada para referirse a personas altas o, en terminología marítima, velas ligeras en la parte superior de un mástil. Derruido en 1931, el Home Insurance se considera el primer rascacielos, el primer edificio habitable de gran altura construido en el mundo con una estructura de acero. Sus 10 plantas, sin embargo, pronto serían pocas al lado de las torres que se alzarían en Chicago y, muy especialmente, en Nueva York.
En 1902, el edificio Flatiron (por entonces el edificio Fuller) llegó a los 87 metros de altoy maravilló a gran parte de cuantos fijaban su mirada en él. “Es la imagen de una nueva América aún en construcción”, dijo de él el fotógrafo Alfred Stieglitz. Todavía hoy uno de los iconos de Nueva York, el Flatiron fue una inspiración para los rascacielos que vinieron después, todavía más altos. Como el edificio Singer (205 m), la torre del Metropolitan Life (213 m) o el edificio Woolworth (241 m).
Todos ellos lucieron orgullosos el título de edificio más alto del mundo y contagiaron a otros la ambición por surcar los cielos de la ciudad. Pero nadie, nadie se tomó esta “carrera a los cielos” tan en serio como Harold Craig Severance y William Van Alen.

Walter Percy Chrysler era el vivo reflejo de su tiempo: poder industrial, capitalismo y modernidad


Carrera épica hacia los cielos
Talento, dinero, prestigio. Una larga amistad y colaboración de diez años destruida en cuestión de meses. ¿Quién atraía a más clientes? ¿Quién recibía más elogios? ¿Quién era el responsable del éxito de su firma? El ego de ambos arquitectos, dueños de la firma Severance & Van Alen Architects, hablaba por sí solo.
Van Alen, genio y visionario, deslumbraba con la modernidad y el atrevimiento de sus diseños, influenciados en gran medida por sus estudios en la École des Beaux-Arts de París, cuna del Art Déco. Por su parte, Severance, carismático y empresario nato, controlaba al detalle las finanzas de la empresa y se codeaba con las altas esferas del poder de Wall Street, de donde venía gran parte de los clientes. Así pues, donde no llegaba el uno, llegaba el otro, y viceversa.
La compenetración era absoluta. Hasta que, en 1924, los celos, la rivalidad y el resentimiento se interpusieron entre ambos, poniendo fin a la empresa y a su amistad.
Ninguno de los dos habría mirado atrás si no fuera porque en 1929 fueron protagonistas de una nueva batalla por construir el edificio más alto del mundo. Asistido por el arquitecto Yasuo Matsui, H. Craig Severance acababa de aceptar el encargo de un importante grupo de inversores para levantar el edificio del Bank of Manhattan Trust, situado en el número 40 de Wall Street. El proyecto inicial planteaba una estructura de 47 pisos, que pronto pasaron a ser 60, luego 62, hasta los 71 pisos y 283 metros de altura que tuvo finalmente.
Walter P. Chrysler se implicó en gran medida en la construcción del edificio.
Walter P. Chrysler se implicó en gran medida en la construcción del edificio. (Dominio público)

¿La razón de tanto cambio? La firme intención de superar al otro rascacielos que en ese momento se estaba construyendo en la esquina de la avenida Lexington con la calle 42. Su promotor era el magnate de la automoción Walter Chrysler. Su arquitecto, William Van Alen.
Innovación, negocio y progreso
La parcela se encontraba justo al lado de la flamante Grand Central Terminal, la estación ferroviaria más grande del mundo en esos momentos. Su valor iba a dispararse en los años siguientes. De eso, el exsenador por Nueva York William H. Reynolds no tenía ninguna duda. Reconvertido en promotor inmobiliario, en 1911 alquiló el terreno y esperó a que la especulación inmobiliaria hiciera el resto.
Tuvieron que pasar todavía unos cuantos años, durante los cuales incluso contrató a uno de los arquitectos del momento, Van Alen, para que le hiciera los planos de un imponente rascacielos. El diseño, que imaginaba una estructura de más de sesenta plantas con una gigantesca cúpula de cristal, quedó en papel mojado. Reynolds no tenía ninguna intención de seguir adelante con el proyecto.
El Chrysler dominando el 'skyline' en 1932.
El Chrysler dominando el 'skyline' en 1932. (Dominio público)

El momento llegó en 1928, cuando el dueño de la tercera empresa automovilística más importante del país, por detrás de Ford y General Motors, decidió hacerse con el alquiler por la friolera de dos millones de dólares y, esta vez sí, construir un edificio que fuera “una sólida contribución al negocio y el progreso”.
Hombre del año en la revista Time, Walter Percy Chrysler era el vivo reflejo de su tiempo: poder industrial, capitalismo y modernidad. Y su edificio iba a ser una exhibición de todo ello. Por eso mantuvo a Van Alen como su arquitecto, y juntos concibieron un nuevo rascacielos, más alto, más elegante y el summum de la innovación de la época.
El sueño de un hombre
Construido a partir de una estructura de acero inoxidable rellena de mampostería y con áreas con revestimiento de metal, el edificio Chrysler es una de las más bellas encarnaciones del estilo Art Déco.
Con su mezcla de materiales elegantes y detalles ornamentales que apostaban más por las formas geométricas que por los estampados florales del Art Nouveau, Van Alen llevó un paso más allá el estilo artístico nacido de la “Exposition Internationale des Arts Décoratifs et Industriels Modernes” celebrada en 1925 en París. Le Corbusier se refirió a él como si fuera una expresión del mejor “jazz en piedra y acero”.
Y es que todo en ese rascacielos tenía una razón de ser y una estrecha unión con su entorno. Desde los frisos con motivos automovilísticos del enladrillado hasta la brillante corona de metal con ventanales triangulares, pasando por las gárgolas de la planta 31 y las icónicas águilas de la planta 61, inspiradas respectivamente en las tapas de los radiadores y en los capós de los coches Chrysler de la época. También en el interior del edificio, con un dominio en el uso del mármol, todos los elementos –la decoración, los colores, los ascensores, el mobiliario– beben del Art Déco más neoyorquino.
Vestíbulo del edificio Chrysler.
Vestíbulo del edificio Chrysler. (Tony Hisgett, Birmingham, UK / CC BY-SA-2.0)

Especialmente destacado es, en ese sentido, el mural del techo del vestíbulo, realizado por Edward Turnbull y titulado Transporte y esfuerzo humano. En él se muestran escenas de los trabajadores que construyeron el rascacielos, así como otros edificios, automóviles y aviones, tributos a la era de la máquina.
Elegancia, lujo y modernidad. El edificio Chrysler lo tenía todo, y, tal como escribieron en la revista Architectural Forum en 1930, el rascacielos era “la realización y el cumplimiento en metal y ladrillos del sueño de un hombre”. Y parte importante de este sueño fue un último elemento, el que finalmente convirtió la obra maestra de Van Alen en una leyenda: la aguja.
Como una mariposa
Severance acababa de coronar el Bank of Manhattan Trust, convencido de que a su oponente no le quedaban ya pisos por añadir al edificio Chrysler. Con sus 283 metros, el Trust sería el edificio más alto del mundo. Severance se daba ya por vencedor. Pero en el número 405 de la avenida Lexington, Van Alen y Chrysler guardaban un as en la manga, un secreto de 38 metros de alto y 27 toneladas que, sin que nadie lo supiera, estaba a punto de cambiar las tornas del partido. Aquel 23 de octubre, cuando las grúas hubieron subido y colocado la aguja, Van Alen lo vio claro. Fue “como una mariposa saliendo de su caparazón”.
Gracias al pináculo, el Chrysler llegaba a los 318,9 metros y, con sus 77 pisos, no solo se coronaba como el rascacielos más alto del mundo, sino que superaba también los 300 metros de la torre Eiffel , hasta entonces la estructura en cabeza. La noticia, relegada a un segundo plano ante el pánico desatado por la histórica caída de la bolsa, no apareció en los diarios hasta un mes más tarde.

En un momento de crisis económica y social, muchos quisieron verlo como un símbolo de esperanza


Pero no importaba. Van Alen le había ganado la partida a Severance, y el 27 de mayo de 1930, el edificio Chrysler se inauguró, sabiéndose poseedor del récord. Un final feliz si no fuera porque, al cabo de solo once meses, en el número 350 de la Quinta Avenida, otro rascacielos superaría al Chrysler con sus 380 metros.
Durante su contienda, Van Alen y Severance no habían dado crédito a las noticias sobre el proyecto de un tercer edificio que los superaría a los dos. Diseñado por la firma Shreve, Lamb & Harmon y promovido, entre otros, por John J. Raskob, ejecutivo de la General Motors, el rascacielos abriría sus puertas en abril de 1931. Se trataba del Empire State Building.
El rascacielos más querido
A pesar de su corto reinado en el cielo neoyorkino, la torre de Van Alen continuó siendo objeto de alabanza. En un momento de crisis económica y social, y con tantos otros proyectos de rascacielos paralizados, muchos quisieron verlo, junto al Empire State, como un símbolo de esperanza. Algo un tanto irónico, teniendo en cuenta que la construcción de ambos colosos era un constante recordatorio de los excesos de los años veinte y del crac que habían contribuido a desencadenar.
A pesar de múltiples cambios de propietarios (la familia Chrysler solo lo mantuvo hasta los años cincuenta) y tras varias reformas y lavados de cara, el rascacielos es hoy una de las marcas de identidad incontestables de la ciudad, así como uno de los contornos más reconocidos de su skyline, tantas veces protagonista involuntario de fotografías y películas.
El edificio Chrysler visto desde el Empire State Building.
El edificio Chrysler visto desde el Empire State Building. (Dominio público)

A su fama contribuye también el título de Monumento Histórico Nacional, que le otorgó en 1976 la Comisión de Preservación de Monumentos de la Ciudad de Nueva York: “El edificio Chrysler encarna la esencia romántica del rascacielos Art Déco en la ciudad de Nueva York, con sus efectos dramáticos, materiales elegantes y detalles ornamentales vívidos”.
En 2005, el Museo de los Rascacielos de Nueva York realizó una encuesta entre un centenar de arquitectos, constructores, críticos, ingenieros e historiadores. Se les preguntaba por sus edificios favoritos de la ciudad. El edificio Chrysler quedó en primera posición.


Este artículo se publicó en el número 626 de la revista Historia y Vida.
  

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