Cartel publicitario de Imperial Airways, la primera compañía aérea comercial británica de largo alcance, publicado en 1936. Getty Images
"Volveremos a volar como antes", escuchamos insistentemente a raíz de la pandemia. Pero no será exactamente como antes: los vuelos en los sesenta y setenta tenían una serie de lujos y particularidades impensables en el año 2020
Hoy, acostumbrados a los viajes low cost, a los recargos por respirar, cuando incluso se ha llegado a plantearse la posibilidad de viajar de pie, es difícil retrotraerse a aquellos años a la llamada era dorada de la aviación. Poco más de dos décadas en el que las compañías aéreas compitieron en una loca carrera por convertir un billete en un artículo de lujo. Una época que se inició, oficiosamente, el 26 de octubre 1958, con el primer vuelo comercial de la ruta París-Nueva York de Pan Am en un Boeing 707, y a los que puso banda sonora Frank Sinatra ese mismo año con su Come fly with me ("Ven y vuela conmigo"). La canción de La Voz, que le tenía pavor a los aviones (creía que iba a morir en uno como Glenn Miller), trascendía lo musical para reflejar una realidad social: los largos viajes transoceánicos y de costa a costa eran el símbolo del triunfo.
Viajar era pertenecer, a la jet set, a la misma clase que J. F. Kennedy, Richard Burton, Elizabeth Taylor o el gran icono del cine, James Bond. Si no tocabas el cielo, se parecía mucho. Y todo el mundo quería tocarlo: entre 1958 y 1965, los pasajeros aéreos pasaron de 50 a 100 millones solo en EE UU. Pasajeros que, por entonces, disfrutaban de lo lindo.
Pagando, el control de seguridad te saltas
Parece que si algún día volvemos a volar lo de los arcos de detección de metales que había hasta ahora se va a quedar en algo propio del neolítico comparados con los nuevos controles biológicos a lo Desafío total. En la Edad de Oro, los pasajes podían salir por 2.700 euros (ajustado a inflación y sin tener en cuenta que los sueldos eran menores). A cambio, no había que pasar controles. Uno se presentaba, entregaba su billete, y tan ricamente se subía al avión. La gente se paseaba por la pista de aterrizaje como Pedro por su casa, y así se ve en películas como La dolce vita, de Federico Fellini o Al final de la escapada, de Jean-Luc Godard (también en El verdugo, de Berlanga, pero aquí el pasajero viaja en un asiento de pino).
Restaurante de cinco reactores
Hoy, con suerte, te dan unas patatas y unas almendras, pero el estómago siempre fue uno de los grandes reclamos de las aerolíneas. De hecho, fueron los primeros en servir zumos envasados cuando no se comercializaban en los supermercados. Pero dejémonos de entrantes y vayamos al primer plato. William Stadiem ha publicado un libro sobre aquellos locos años titulado Jet Set: The People, the Planes, the Glamour and the Romance in Aviation’s Glory Years. El menú de Pan Am era una creación del restaurante Maxim’s parisino. Air France, que se sintió herida en lo más profundo de su chauvinismo, contratacó contratando a La Tour d’Argent. La langosta, el rosbif y las costillas de cerdo se daban por supuestos. Y no venían en mini dosis precintadas. Se podía repetir hasta reventar porque aquello era la gran comilona, un buffet libre. Si el contenido era de primera calidad, lo mismo puede decirse del continente: nada de vasitos y cubiertos de plástico: porcelana de verdad y una cubertería que, sin ser de plata, se le acercaba mucho. Y luego estaba el servicio: casi había una azafata por cada cliente.
La fiesta de los cielos
Desengáñense: cualquier cosa que se inventara Gunilla von Bismarck en la Marbella del pelotazo ya la hicieron décadas antes las líneas aéreas. Había barra libre en los aviones, así que cuando uno subía las escalerillas, tenía muchas posibilidades de bajarlas cantando eso de “arrriba con el pipiripipí”. De nuevo, sería Pan Am la que le daría una vuelta de tuerca al lujo celestial. En enero de 1970 lanzó su primer vuelo comercial de un Boeing 747, con su ultra célebre cabina superior, lo más parecido a un privé de discoteca. Y ardió Troya. Había mesitas para compartir la comida con amigos y desconocidos. Y si era un sitio de relax, ¿por qué no hacerlo temático? La aerolínea Continental montó un “Pub polinesio”, con mucho cóctel servido en cocos, que sirvió de inspiración al Lounge Capitán Cook de la australiana Quantas. Las fiestas temática-aéreas se convirtieron en habituales. Incluso algunos aviones llevaban incorporado su propio “piano bar”, con un órgano Wurlitzer, por eso de que no se desafinara con tanta turbulencia. Por supuesto, tanto en la cabina superior como en la inferior se fumaba. Mucho. Tal vez demasiado. El otro gran pasatiempo, si eras capaz de escribir con semejante tasa de alcohol en sangre, era redactar postales facilitadas por la compañía con su membrete… cualquier cosa era buena para poner verde de envidia a tus familiares.
Un surrealista en el avión
Volar en avión se ha convertido en un bazar: que si el catálogo del duty free, que si los calendarios de azafatos, que si la lotería, que si la captación de dinero para causas benéficas… Pero hubo un tiempo en que entrar en un avión elevaba el espíritu como solo el arte puede hacerlo. Air France fueron los pioneros, bien sûr. Encargaron a los artesanos más prestigiosos del país galos tapices para decorar su flota diseñados por artistas como Sonia Delaunay, Vasarely, Alechinsky, Hartung, Mathieu, Hilaire, Perrot, Picart Le Doux, Manessier… No fue una gran idea, visto que más de un pasajero, consciente de su valor y envalentonado por el Dom Pérignon, se los llevó para casa.
Iberia, punta de lanza del desarrollismo, no se quedó atrás y, en 1972, encargó a Salvador Dalí, el más pop de los surrealistas, un par de cuadros para dos de sus aviones DC-10: “Pastor del Ampurdán” y “Sirena alada de la Costa Brava”. Según su información corporativa, fueron la primera compañía del mundo en exhibir obras de arte en sus aviones. El vídeo de su realización es, ejem, de lo más daliniano con toques de Lazarov. Absténgase personas sensibles a estímulos psicotrópicos (o tomen biodramina antes de verlo).
Cuatro salidas de emergencia… y una pasarela de moda
Las azafatas eran las auténticas estrellas del momento, así que la colaboración entre la alta costura y las compañías aéreas era normal, pero la locura llegó en 1965, cuando la compañía Braniff le encargó a Emilio Pucci el diseño de sus uniformes. Fue una idea de Mary Wells Lawrence, esposa del propietario de Braniff y auténtica reina de Madison Avenue, la calle de los genios de la publicidad. Estaban mejor que bien, con un toque futurista muy Barbarella, aunque eran un poco incómodos… uno de los uniformes venía hasta con escafandra incorporada (bien pensado, ideal para pandemias).
En 1968, TWA ya tiró la casa por la ventana y encargó diseños temáticos según las rutas. Cuenta Simon Spalding en su libro Food in the Air and Space que, si ibas a Roma, las azafatas vestían con togas como vestales romanas, a París, con minifaldas de lamé, a Manhattan, con pijamas y a Londres como taberneras de novela de Dickens.
¿Y en España? En un principio, antes de que la RAE se metiera de por medio, a las azafatas se las conocía como “aeromozas”, un término como de lo más quijotesco y que a uno le hace pensar en una Dulcinea del Toboso sideral. Los trajes de las aeromozas eran de lo más sosos hasta que en 1962 se fichó al maestro de la costura Pedro Rodríguez y, especialmente, en 1968 a Manuel Pertegaz. Un año antes del vestido de Salomé para Eurovisión, Pertegaz creó el que, sin duda, sería el uniforme más bonito de Iberia jamás visto y uno de los más elegantes de la historia de la aviación: color burdeos y botas de caña alta, una capa que pondría los dientes largos a Ramón García… más yeyé que Concha Velasco. Encima, cada traje estaba hecho a medida, pues se cuenta que las azafatas debían pasar por su taller para personalizar su equipamiento.
¡Déjenme sitio, soy pasajero!
Pasajeros vestidos de domingo, azafatas que eran el equivalente a las top models actuales que debían cumplir unos rigurosísimos estándares de belleza… un espacio cerrado y alcohol en cantidades industriales… El contexto ideal para el ligoteo. Henry Fonda se enamoró de su quinta mujer, la azafata Shirlee Adams, durante un vuelo de American Airlines; el Sultán de Brunei también se casó con una azafata y por España fue célebre el caso de Joaquín Prat y Marianne Sandberg. Había amor, pero en las alturas también se despertaban las más bajas pasiones. Las bibliotecas están llenas de memorias de las profesionales de la época denunciando los comportamientos sexistas de clientes con la mano muy larga. Probablemente, el más exitoso de todas estas recopilaciones de anécdotas ellos sea Tea, coffee or me? ("¿Té, café o yo?"), aunque hoy nos parece demasiado pudoroso. Quizás la mejor historia de todas es la que contó una azafata a Vanity Fair: en un vuelo transoceánico, se dirigió al asiento de la incorregible Elizabeth Taylor para saber si ella y su amor, Eddie Fisher, estaban servidos… Estaban tan a gusto que decidió no interrumpir su intimidad. Por aquel entonces, en los aviones les sobraba espacio para ello, claro.
El canto del cisne
Y en estas, llegó el Concorde y su picudo diseño, el último gran sueño de la aviación de lujo. Desde el 2 de marzo de 1969, volar de Europa a Nueva York en tres horas y media fue posible. Ese era el tiempo que tenías para beber todo el champagne, una carta de vinos franceses que quitaría el sentido a cualquier sumiller y comer todas las trufas y el caviar que pudieras… y para evacuarlo a match 2, dos veces la velocidad del sonido, que debía tener su punto. Fue el epílogo al vuelo para privilegiados. En 1978, Jimmy Carter decidió liberalizar la aviación comercial, con lo que las compañías ya no estaban encorsetadas por rutas y precios. Los billetes empezaron a bajar. Los vuelos se democratizaron. Los asientos se multiplicaron y el catering se racionó. El maravilloso viaje del glamour aéreo acababa de tocar tierra.
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