El traslado de la sede social del fabricante de autmóviles fuera del Italia se convierte en el símbolo de la decadencia económica del país.
El traslado de la sede social del fabricante de autmóviles fuera del Italia se convierte en el símbolo de la decadencia económica del país.
En Roma, para ver una Vespa, hay que conformarse con la que cabalga Gregory Peck con Audrey Hepburn a la grupa en los afiches coloreados —¿se habrá visto una herejía más grande?— que venden los paquistaníes por los alrededores de la Fontana di Trevi o del Coliseo, testigos también de un país que se desmorona. La Italia que estos días mira con preocupación la fuga de la Fiat —no existe una metáfora más dolorosa de la caída del imperio industrial italiano— decidió hace tiempo que los motorinos japoneses, de ruedas más grandes y precios más bajos, resultan más fiables a la hora de enfrentarse cada día a la locura del tráfico. Por eso, sumergido hasta el cuello en la riada de la globalización, Donato Costa, de 59 años, prejubilado, padre de un joven licenciado en paro y tío de una ingeniera que tuvo que emigrar a Alemania, asegura que la marcha de la Fiat no es un problema de sentimientos ni de patriotismos heridos. “A mí”, dice mientras espera un tren retrasado por el temporal en la estación de Termini, “no me importa demasiado que la nueva sede esté en Holanda, pague los impuestos en Inglaterra o cotice en Nueva York. Lo que de verdad me preocupa es que, para mantener las plantas que aún les quedan aquí, nos obliguen a cobrar como polacos”.
Es curioso que, preguntando aquí y allá, leyendo este periódico y el otro, prácticamente nadie atribuye toda la culpa a los jefes de la Fiat —ni a John Elkann, el heredero de Gianni Agnelli nacido en Nueva York, ni a Sergio Marchionne, el consejero delegado italocanadiense enemigo de las corbatas— de su decisión de marcharse. La fusión con la Chrysler consolida al grupo como el séptimo constructor mundial de automóviles, y ante una oportunidad así nadie esperaba que los dueños del dinero dudaran en quebrar una historia que empezó a escribirse en 1899 con el nacimiento de la Fabbrica Italiana Automobili Torino (FIAT) o agradecieran al Estado italiano los cuartos que ha venido gastándose en los últimos años para apuntalar las plantas ruinosas. El problema más grave, por tanto, no es que ahora la Fiat pase a llamarse CAP (Fiat Chrysler Automobiles) ni siquiera que, por el camino, se ahorre un buen puñado de impuestos al estilo de las grandes firmas tecnológicas. Lo más preocupante es que, en vez de representar la pujanza, la innovación, el gusto y hasta el atrevimiento de un país otrora dispuesto a comerse el mundo, haya pasado a ser el símbolo de un entramado industrial en constante liquidación. La mudanza de la Fiat, además de un aguijonazo al orgullo patrio, ha situado a los italianos frente a un espejo que les devuelve una imagen terrible.
“Nuestro verdadero problema”, escribía el jueves en el diario económico Il Sole 24 Ore Luigi Zingales, profesor de finanzas de la Universidad de Chicago, “no es que la Fiat quiera trasladarse al extranjero, sino que muchas otras empresas seguirán su camino y, sobre todo, que poquísimas quieran hacer lo contrario (…). Pero no solo las empresas. Solo en 2013, 9.000 jóvenes titulados universitarios han dejado Italia, ¿cuántos han venido a Italia? Las universidades de Estados Unidos están llenas de investigadores italianos (se habla de alrededor de 15.000) y lo mismo vale también para Inglaterra e incluso para España. ¿Cuántos extranjeros hay en nuestras universidades?”. Las palabras del profesor Zingales —que por desgracia también pueden aplicarse a España— se cierran en un círculo desalentador: “El mismo discurso sirve para los directivos. Seis de las diez más grandes empresas no financieras inglesas tienen un administrador delegado extranjero; en Italia, ninguna. El único sector que parece estar en disposición de atraer extranjeros de talento es el futbol. Si nuestro país solo atrae a los desesperados y a quien no tiene la fortuna de poder elegir, nuestra rabia no debe dirigirse contra la Fiat, sino contra nosotros mismos por haber tolerado (cuando no favorecido) un sistema económico que premia a los peores y excluye a los mejores”.
La preocupación no acaba ahí. La fuga de la Fiat —que Elkann y Marchionne calificaron como "un paso histórico”— se hizo oficial el pasado miércoles, pero el cuerpo de la noticia, la peligrosa letra pequeña, no se sabrá hasta mayo. Será entonces cuando Elkann y Marchionne hagan público el nuevo plan del grupo y, en consecuencia, el destino de las seis plantas italianas y de sus miles de empleados. A nadie se le escapa que, al margen de las fusiones estratégicas o de las operaciones para pagar menos al fisco, hay un dato demoledor: en 2013, las plantas de Fiat en Italia, con capacidad para producir un millón y medio de vehículos al año, solo fabricaron 400.000, de los que apenas se lograron vender 340.000. En 1990 se fabricaron casi dos millones de coches. Las pérdidas en 2013 fueron de 911 millones de euros.
“Esto solo es el principio”, dice Donato Costa, “Fiat dejará de ser italiana como lo han dejado de ser otras empresas punteras. ¡Ya hasta el aceite lo traemos de fuera! Durante 20 años hemos estado muy entretenidos con el juego de la política sin darnos cuenta, o sin querernos dar cuenta, de que el país se caía a pedazos. Ahora, a fuerza de golpes, nos estamos despertando, pero aquel que llamábamos ‘il bel paese’ ya no existe”. Aquella época feliz detenida en una fotografía en blanco y negro.
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