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El proceso creativo por el que surge una idea ha permanecido envuelto en misterio durante siglos. Los griegos hablaron de musas, pero hoy sabemos que es un estado emocional subjetivo, repentino y contagioso
Las ideas no surgen de la nada. Surgen del espacio profundo de nuestra anatomía conceptual. De repente, y sin previo aviso, una chispa se enciende en algún lugar de nosotros y nos sentimos inspirados. No tiene por qué ser, necesariamente, una idea sublime. Se puede estar inspirado igualmente para escribir un libro y para combinar ropa, para crear una empresa y para dar un consejo, y también tanto para pintar un cuadro como para elaborar una receta sencilla.
La inspiración es un fenómeno humano que ha permanecido envuelto en su misterio durante siglos, desde que la mitología griega hablara de la divina acción de las musas, que eran hijas de Zeus y Mnemósine, la diosa de la memoria. Desde entonces hasta ahora poco, más bien nada, se ha escrito para intentar capturar la esencia de esta fabulosa fuerza que ha dado a luz a algunas de las creaciones más sobresalientes y memorables de la historia de la humanidad. Solo recientemente se ha empezado a desvelar su mística naturaleza. Y algunas de las ideas que surgen resultan tan asombrosas como seductoras.
“Debemos siempre recordar con gratitud y admiración a los primeros marinos que gobernaron sus embarcaciones entre brumas y tormentas, acrecentando nuestro conocimiento sobre las tierras heladas del Sur”, escribió el explorador Roald Amundsen. La expresión a hombros de gigantes se remonta al siglo XII y expresa precisamente esa idea, la convicción de que los miembros de cada generación ven más allá que la anterior gracias a la obra de quienes caminaron por el planeta antes que ellos. Y esa es precisamente una de las cualidades más relevantes de la inspiración: que es contagiosa.
En un estudio sobre este fenómeno se pidió a 205 estudiantes que leyeran 195 poemas, de los cuales existía información respecto a los momentos en que sus autores se habían sentido inspirados. De forma completamente sorprendente, encontraron que esos momentos se relacionaban de manera muy clara con los escalofríos y estremecimientos que sentían los lectores al leer esos mismos versos. Es decir, cuando un escritor redacta un fragmento de un texto sintiéndose inspirado, en ese mismo punto, con una alta probabilidad, el lector experimentará una conmoción. Una manera sofisticada y elegante de demostrar que no solo la inspiración se transmite, sino que lo hace físicamente.
Es muy probable que el lector experimente una conmoción en el mismo punto del texto en el que el escritor se sintió inspirado
De hecho, es altamente probable que el ingrediente más sobresaliente de la inspiración sea de tipo emocional, un estado que se experimenta corporalmente. Mozart, hablando de sus procesos creativos, dijo en una ocasión que, en un momento dado, sus ideas le llevaban a un estado que encendía su alma. “Los años buscando en la oscuridad una verdad que uno siente, pero que no puede expresar”, diría Albert Einstein, señalando que el camino que le llevó a la Teoría General de la Relatividad tuvo un importante componente emocional.
Una de las hipótesis más probables sobre la inspiración es que es una acumulación de sentido que ocurre fuera de los límites de la conciencia. Así pues, mientras nuestra atención se centra en un reducido conjunto de temas, en nuestra vida no consciente, un espacio mucho más amplio, se produce un continuo bullir y entrechocar de ideas. Súbitamente, varias de ellas se agregan generando algo que tiene valor para nosotros, una conexión entre ideas que tiene significado por su relación con lo que somos o buscamos en la vida. La emoción que eso produce trae esa nueva idea repentinamente a nuestra conciencia y entonces, por primera vez, tenemos la capacidad de ver algo que, hasta ese momento, no veíamos: nos sentimos inspirados.
La inspiración es un estado emocional subjetivo, repentino y efímero, en el que de manera concentrada experimentamos sentido y tras el que, generalmente, nos vemos motivados a actuar. Esa acción puede ser aparentemente intrascendente, como por ejemplo cuando simplemente compartimos esa idea con otra persona, o puede ser de gran calado, como en el caso de todas aquellas personas que, a partir de un momento de inspiración, se han puesto en camino para crear algo verdaderamente grande. Arquímedes y su “eureka” en la bañera o la manzana de Newton son ejemplos ampliamente conocidos, pero hay muchos más. Darwin encontró la solución a uno de los aspectos de su teoría de la evolución repentinamente, mientras viajaba en su carruaje; Poincaré vivió también uno de estos repentinos destellos en relación con su trabajo paseando junto a un acantilado, y Chopin no dejaba de trabajar sobre una idea concebida espontáneamente, hasta que finalmente lograba escribir la melodía con total fidelidad respecto a lo que ese primer instante de inspiración le había hecho sentir. Una mañana, a finales de 1965, Vladímir Nabokov sintió lo que él describió como un latido, o un resplandor. En ese momento, anotó sobre un papel poco más de un centenar de palabras. Tres años más tarde su obra Ada o el ardorestaría completa.
Quizá el mayor elemento distintivo de la inspiración es su valor trascendente. “La poesía viene de un lugar que nadie controla, que nadie conquista”, dijo Leonard Cohen en su discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Goethe atribuía su genio a un poder que podía llegar a actuar contra su voluntad, Keats reconoció que una fuerza similar influía en él, y Mary Anne Evans reconoció también haber sido poseída por ese mismo espíritu. Es común en artistas y creadores no reconocerse en sus propias obras. Es como si, realmente, sintieran que no las han gestado ellos. Como si hubieran sido habitados por un aliento místico. De hecho, en tiempos remotos se consideraba que la facultad de crear era únicamente divina y, por tanto, los poetas o escritores de textos sagrados eran solamente receptores de los dictados de entidades sobrenaturales.
Todos los seres humanos nos hacemos preguntas sobre la vida. Por encima del qué y el cómo, queremos saber el porqué. Eso es lo que verdaderamente nos diferencia del resto de habitantes del universo conocido, porque los demás animales no se preguntan por el sentido de su vida o qué pasará después de su muerte. Somos criaturas espirituales porque buscamos sentido. Y en esa búsqueda de significados vitales, de vez en cuando, encontramos pequeñas gemas que nos elevan, que nos trascienden. Las verdades siempre están envasadas en frascos diminutos y mediados. Nunca son grandes, nunca son completas. Sin embargo, en nuestro vagar por el cosmos, esos pequeños relámpagos de inspiración que sentimos de vez en cuando nos iluminan, nos llenan de sentido. Es nuestro don vivir esos estados y nuestra responsabilidad capturar y cultivar las ideas que nos brindan. Porque son las que nos hacen específicamente humanos y las que hacen que el mundo que nos rodea sea más interesante, emocionante y vivo. Y, sobre todo, son las que hacen que nuestra especie evolucione cada día hacia un mejor hacer, sentir y saber.
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