viernes, 10 de mayo de 2019

¿Somos capaces de detener esta locura?

En Colombia existen más de 1.920 especies de aves.

En Colombia existen más de 1.920 especies de aves. EFE

El reciente informe sobre el peligro de extinción masiva de especies en el planeta llama a una urgente reflexión



Como a miles de ciudadanos del mundo, el informe que acaba de presentar en París la Plataforma Intergubernamental sobre la Biodiversidad y los Servicios Ecosistémicos (IPBES, por sus siglas en inglés) me ha dejado literalmente pasmado e indignado. Es cierto que no es el primer documento de este tipo. Pero acaso es el primero que muestra, sin anestesia y con precisión casi quirúrgica, qué le puede pasar al ecosistema terrestre.
Un millón de especies, animales y vegetales, podrían desparecer en unas pocas décadas, desde los árboles de zonas tropicales hasta los corales, así como numerosas especies de anfibios, peces, aves, mamíferos y hasta insectos, la mayoría aplastante dentro de los habitantes de la biosfera. Nadie se salva, y menos aún nosotros, con nuestras grandes ciudades, nuestro delirio consumista y nuestra escasa visión de un futuro sostenible.
En América Latina, han desaparecido 42 millones de hectáreas de bosques tropicales entre 1980 y  2000, según ha reportado el portal Mongabay Latam reseñando parte del profuso informe, cuya versión final tiene 1.500 páginas. Se trata, en suma, de una suerte de informe similar a los que emite el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC), pero sobre la biodiversidad, ese recurso sin el cual la vida es imposible.
Ya en el 2007 la ONU, a través de su secretario ejecutivo de la Convención para la Biodiversidad de entonces, Ahmed Djoghlaf, alertaba sobre la extinción de 150 especies animales por día. Y la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) renueva, desde hace años, su Lista Roja de Especies Amenazadas. No hay forma de decir que no sabemos lo que ocurre, pero ¿por qué (nos) está pasando esto?
El informe sostiene que uno de los factores que ha desatado este drama es el cambio climático, en tanto que los otros cuatro son la contaminación, los cambios en los usos de la tierra y el mar, la desaforada extracción de recursos y las especies invasoras. Todos ellos, si se observa, se intensifican a partir del siglo XVIII, fecha clave para identificar cuándo comienzan a emitirse Gases de Efecto Invernadero (GEI) en grado extremo.
Si no conocemos, no amamos, no entendemos. Cuidar una flor, un colibrí, una abeja, un guacamayo, no es un mero acto de exotismo
Un tiempo en el cual también empiezan a crecer las ciudades y a aumentar una población que demanda recursos, alimentación, comodidades. La historia trágica, sublevante, de la paloma migratoria (Ectopistes migratorius) en EE UU es un episodio desolador. A inicios del siglo XIX existían millones de ellas, cubrían el cielo de algunos estados, pero al final de esa centuria desaparecieron de la faz de la Tierra.
Las mataron sin medida ni clemencia, por deporte o por necesidad (eran fáciles de cazar y, por ende, un alimento barato). A comienzos del siglo XX solo quedó una, de nombre Martha, que murió en el Zoológico de Cincinnati, Ohio, un aciago 1 de diciembre de 1914. Esa masacre fue una de las peores, pero no la única, en un mundo donde el homo sapiens se multiplicaba, sin conciencia ecológica alguna, con escaso sentido preventivo.
Un desarrollo económico, muy centrado en la lógica extractiva, gravitó en esta deriva depredadora y lo siguen haciendo. Si lo principal es el crecimiento, o mover la economía a como dé lugar, este tipo de tragedias se repetirán. ¡Están en curso, mejor dicho! Basta ver lo que dice este informe sobre Indonesia, donde millones de hectáreas de bosques tropicales se han perdido, debido al cultivo masivo de palma aceitera.
Por lo visto y sufrido, resulta evidente que la pérdida de biodiversidad solo se puede controlar promoviendo cambios políticos y económicos. Ya se habla de economía verde, o de aprovechar los servicios ecosistémicos, términos y prácticas que a estas alturas de la historia ya no deberían alarmar a nadie. Y que, por supuesto, no aluden a una economía cerrada o estatista, que también puede provocar estragos ambientales.
El extractivismo no tiene signo político. Se le usa para llenar la caja fiscal y hacer programas asistencialistas, o para llenar las arcas de enormes empresas, mientras los ecosistemas son diezmados. Mientras las zonas indígenas, donde la biodiversidad está mejor conservada, son devoradas en el altar de una modernidad inconsciente y desatada, que acaso cree que todo tiempo pasado, o toda cultura originaria, fue peor.
Ya en el 2007 la ONU, a través de su secretario ejecutivo de la Convención para la Biodiversidad de entonces, Ahmed Djoghlaf, alertaba sobre la extinción de 150 especies animales por día
A nivel social e individual, la responsabilidad tampoco es mínima. Hoy existe una gran campaña mundial para reducir el uso de plástico, otro insumo que degrada ferozmente la biodiversidad. ¿Es suficiente? ¿Se va a salvar el mundo usando bolsas de tela o llenando un bolsón semanal con plástico para reciclar? Sin duda, eso ayuda, pero tan importante como eso es recuperar, a nivel ciudadano, la experiencia real de la naturaleza.
Hoy buscamos pájaros en el mundo de los Pokémon, en vez de buscarlos en los árboles, o creemos que conocemos la naturaleza viendo las magníficas series de Nat Geo Wild. A muchos les interesa más pasarse un día en un Mall, antes que en un parque, o en un área protegida, como si la vivencia de comprar fuera superior, o siquiera comparable, con la de ver volar una parvada de palomas sobre un bosque.
Si no conocemos, no amamos, no entendemos. Cuidar una flor, un colibrí, una abeja, un guacamayo, no es un mero acto de exotismo. Es una manera de salvarnos como especie, y de salvar al resto de seres vivos. Un colibrí hace, con su dulce y mágico vuelo, que las plantas se reproduzcan; un pez sirve de alimento para un mamífero marino, o para nosotros mismos; el bosque amazónico suelta materia orgánica y fertiliza la lluvia.
La naturaleza está allí, viéndonos y llamándonos; somos parte de ella, pero la estamos destrozando. Aunque la biodiversidad tiene un riquísimo potencial, la agredimos con un ritmo de vida que luego se vuelve irrespirable. Este informe nos está diciendo que eso no puede continuar, que se agota y, con ello, puede extinguirse nuestra propia especie, como en esas películas catastróficas de Hollywood donde todo se acaba.
La última paloma migratoria en libertad fue supuestamente matada por un adolescente que le disparó con una escopeta, allá por 1900. Imagino que en sus adentros se sintió realizado al perpetrar esa cacería final. Deberíamos hoy imaginar a un joven, tal vez distinto, que mire un árbol, o un bosque, con otra expectativa: la de cuidarlo, la de sentir que una paloma, o cualquier otra ave, son parte de la preciosa comunidad de los seres vivos que lo arropa.

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