Asomándose a un balcón de Schatzalp, el otrora sanatorio de tuberculosos y asmáticos en el en que Thomas Mann situó La montaña mágica, el periodista Andy Robinson (Liverpool, 1960), atisba a los Davos Men regresando de las pistas de esquí mientras en el resto del mundo está teniendo lugar una crisis global de enormes dimensiones, y no puede evitar que se le venga a la mente el paralelismo entre la obra de Mann, “una inquietante alegoría de catástrofes inminentes” y la situación actual.
Robinson, corresponsal volante del diario La Vanguardia y freelance para Business Week, The Guardian o The Nation ha asistido a las cumbres que se celebran en la montaña suiza desde 2008, armado con una acreditación “marrón” (de rango medio para un reportero) que le permite asistir a algunos de los actos del Foro Económico Mundial (World Economic Forum, WEF) que se celebra todos los meses de enero en Davos. Ahora publica Un reportero en la montaña mágica. Cómo la élite económica de Davos hundió el mundo (ed. Ariel), donde describe el ambiente, las ideas y los personajes que se citan en la localidad suiza.
Dentro de la montaña mágica
El ambiente del Foro está compuesto por soldados, megatascos con limusinas, y pianistas en los hoteles que interpretan a Supertramp o Abba. Allí hay reporteros que, como Robinson, intentan colarse en las fiestas para que los que tienen acreditación por la puerta de atrás y son disuadidos por un helicóptero, hay conversaciones entre desconocidos en las que se escapa alguna información reservada y gente que hace eavesdropping (simular que se habla por teléfono móvil mientras te acercas a los poderosos para escuchar disimuladamente sus conversaciones). Allí puedes encontrar a billonarios intentando bailar con chicas jóvenes, a CEOs famosos con alguna copa de más y a Bono con gafas de sol Armani y pantalones de cuero negro. Pero básicamente, en Davos “hay gente con estatus y poder relacionándose con gente con aún más estatus y poder que ellos”, según Robinson.
Pero Davos no sólo provee de ideas y de contactos a las élites de nuestro mundo, sino que ofrece una suerte de conciencia al mundo de los negocios, cuenta Robinson a El Confidencial. Davos permite añadir una capa de armonía y diálogo a un mundo revuelto, “gracias a la incorporación a las reuniones de emprendedores sociales, a menudo muy jóvenes. Ese aire progresista hace que las figuras más importantes en Davos sean personas como el filántropo Bill Clinton, el activista Bono o el expolítico Tony Blair, que encajan bien en ese discurso lleno de conceptos como progreso social, filantropía humanitaria, igualdad de oportunidades o stakeholder society que le gusta exhibir al Foro.
Pero, avisa Robinson, Davos es más una operación de márketing que una realidad, y “su lenguaje y sus ideas disfrazan una ideología destinada a intensificar la concentración de poder y riqueza. Por ello se vigilan las formas: alguien tan directo como Aznar no sería bien visto por Klaus M. Schwab, el organizador del Foro, ya que le tomaría por un ingenuo a causa de su franqueza. Hay que decir las cosas de otra manera…”.
La caída del último velo
El problema, hoy, es que ese velo no es suficiente para ocultar una realidad compleja. La oposición al Foro se hace patente incluso a las puertas del mismo, y en las últimas ediciones, mientras los participantes debatían sobre los beneficios del emprendimiento, las pantallas televisivas retransmitían incesantemente imágenes de personas acampadas en la plaza Tahrir, como en 2011, o en la ateniense plaza Sintagma.
Según Robinson, esa situación diferencia nuestra época de tiempos recientes. Los participantes en Davos son conscientes de que el ambiente está crispado en las calles desde los rescates bancarios, y necesitan transmitir algo de tranquilidad. En los 80 todo fue más sencillo, porque las ideas de Reagan y Thatcher sobre la privatización y los males del estado burocrático eran fuertemente respaldadas por los votantes. No había diferencia entre las ideas que salían de la Universidad de Chicago y lo que se ofertaba en los programas políticos. Hoy no es así, porque sus ideas generan una aceptación mucho menor. Hay una sensación de peligro y de impotencia que el WEF trata de combatir incorporando una disidencia tolerable”.
Claro que eso no significa que se la escuche, afirma Robinson. El mejor ejemplo de esa incomunicación probablemente sea la ausencia de efectos de la conferencia que pronunció en el Foro Fareed Zakaria (editor de The Times) en la que alertaba de la posibilidad de problemas serios si se proseguía con las políticas económicas que estaban acabando con la clase media, el estrato social que ha sido el centro del capitalismo en las últimas décadas. “La reacción de los asistentes, muchos de ellos consejeros delegados, fue la de pensar qué pasa aquí, nosotros somos emprendedores, los working rich, y lo que tenemos que hacer no es redistribuir la riqueza sino incentivar su creación”.
Sin embargo, señala Robinson, fuera de ese mundo asentado en “un continuo frenesí de networking, tormentas de ideas y vuelos intercontinentales en el Gulfstream” existe una menguante clase media que pierde poder adquisitivo a pasos agigantados y hay un buen número de países occidentales cuya vida cotidiana se está deteriorando: las tensiones aumentan y amenazan con sumirnos en un terremoto similar a aquel que asoló la Europa de la primera mitad del siglo XX. Quizá las élites que se citan en Davos estén viviendo en un edificio conceptual similar a ese sanatorio en el que Hans Castorp, el protagonista de la novela de Thomas Mann, quedaría preso, esperando “esa gran tempestad que barrería con todo”.
El perro que nunca ladró
Nada hace pensar, sin embargo, que esas grandes tensiones vayan a explotar en breve. Cuenta Robinson que en la izquierda británica se menciona a España (como a Portugal o de Italia) como el perro que nunca llegó a ladrar. “Pensaban que las políticas de austeridad y deflacionistas no serían toleradas durante mucho tiempo por una sociedad sumida en el paro y la miseria por su causa. Pero no ha ocurrido así, y las desastrosas consecuencias no han llevado a una conflictividad creciente”. Hay quienes creen que, aún así, todo tiene un límite, y si seguimos empeorando se generará inevitablemente una alternativa sistémica, lo cual quizá sea cierto o “quizá no sea más que un síntoma patológico de una izquierda que vive en la convicción eterna de que en algún momento el capitalismo se va a derrumbar”.
La recesión no ha producido tensiones brutales, pero sí ha generado cambios notablemente paradójicos en el mapa geoeconómico. Después de todo el dinero invertido y de todos los esfuerzos de gobiernos y ciudadanos para evitar la quiebra sistemática, el resultado es que volvemos donde estábamos. “En 2008 no era sostenible que EEUU fuese el consumidor de último recurso de la economía mundial con el enorme déficit por cuenta corriente que tenía, como tampoco lo era que Alemania, China y Japón basaran su crecimiento en la exportación. En 2013, hemos regresado a la misma situación, con EEUU creciendo mucho más que Europa, en parte porque se encuentra sumida en una nueva burbuja de vivienda y en parte porque sus precios bursátiles están sobrevalorados al menos en un 40%”.
La próxima frontera de la crisis, afirma Robinson, siguiendo la tesis del economista Michael Pettis, es la de los BRICS. Los signos están ya presentes, y en algún caso, como en el de la India, son muy evidentes: “la divisa india ha caído un 50% en pocas semanas. Si se sigue por el camino de la depreciación, y ya que muchas de sus empresas están endeudadas en dólares y euros, se van a provocar muchas quiebras”. Para Robinson, contamos con una experiencia reciente acerca de cómo salir de una gran crisis con éxito, y deberíamos extraer de ella las lecciones para nuestro presente. “El único ejemplo de capitalismo sostenible que conocemos es el que vivimos durante las tres décadas de gestión que van de 1940 hasta la crisis de los setenta. Había un entorno fuertemente regulado, con controles de cambio que dificultaban enormemente el carry trade, donde existían leyes que separaban la banca de inversión de la comercial y donde el Fondo Monetario Internancional actuaba para resolver crisis de balance de pagos como hemos tenido en Europa estos años. Todo eso ya no existe.
Hemos ido en sentido completamente opuesto, menguando el poder adquisitivo de una clase media cada vez más presionada. Y eso tendrá consecuencias. No sabemos aún cuáles”.
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