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Havel fue una figura determinante de la Europa de finales del siglo XX
Con las manos aleteando como dos hélices dobles, Václav Havel se mueve con sus andares apresurados y de pasos cortos por el vestíbulo con espejos del teatro Linterna Mágica, el cuartel general de la revolución de terciopelo. La figura ligeramente encorvada y fornida, vestida con unos vaqueros y una sudadera, se detiene un instante, empieza a hablarme de unas “negociaciones importantes” y, escasamente tres frases después, se lo llevan. Me lanza por encima del hombro una sonrisa pidiendo disculpas, como si dijese, “¿qué puedo hacer?”. Hablaba a menudo como si fuese un crítico irónico observando el teatro de la vida, pero allí, en el teatro Linterna Mágica, en 1989, se convirtió en el protagonista de una obra que cambió la historia.
Havel fue una figura determinante de la Europa de finales del siglo XX. No fue solo un disidente: fue el epítome del disidente, según solemos entender ese término novedoso. No fue solo el líder de una revolución de terciopelo: fue el líder de la revolución de terciopelo original, el que nos dio una etiqueta aplicada a muchas otras protestas masivas no violentas a partir de 1989 (siempre insistió en que un periodista occidental acuñó el término). No fue solo un presidente: fue el presidente fundador de lo que hoy en día es la República Checa. No fue solo un europeo: fue un europeo que, con la elocuencia de un dramaturgo profesional y la autoridad de un exprisionero político, nos recordó las dimensiones históricas y morales del proyecto europeo. Viendo lo mal que anda el proyecto actualmente, solo puedo gritar: “¡Havel! No deberías marcharte en este momento: Europa te necesita”.
También fue uno de los seres humanos más encantadores que he conocido jamás. Le conocí a principios de los años ochenta, cuando acababa de salir de la cárcel después de varios años. Hablamos en su apartamento a la orilla del río, con sus grandes mesas de escritor y su vista panorámica de Praga. Aunque la policía secreta comunista por aquel entonces calculaba —probablemente de forma realista— que el núcleo activo del movimiento Carta 77 estaba compuesto por solo un centenar de personas, él insistía en que el apoyo popular silencioso estaba aumentando. Un día, las trémulas velas derretirían el hielo. Es importante recordar que nadie sabía cuándo llegaría ese día. Resulta que llegó solo seis años después, pero podría haber tardado 22, como ha sido el caso para Aung San Suu Kyi, a quien Havel nominó desinteresadamente para el Premio Nobel de la Paz, en una época en la que el mismo lo podría haber ganado.
El honor del disidente no proviene de la corona del vencedor político. Havel fue el epítome del disidente porque perseveró en su lucha, con paciencia y sin violencia, con dignidad e inteligencia, y sin saber cuándo llegaría la victoria exterior, e incluso si llegaría. El éxito ya era esa perseverancia y la práctica de la "antipolítica", o la política como el arte de lo imposible. Mientras tanto, analizó el sistema comunista en ensayos profundos pero también con los pies en la tierra y en cartas que mandaba desde la cárcel a su primera mujer, Olga. En su famosa parábola del verdulero schweikiano que coloca en el escaparate de su tienda, entre las manzanas y las cebollas, un letrero que dice “Trabajadores de todos los países, ¡uníos!” —aunque, por supuesto, el hombre no cree ni una palabra de lo que pone— Havel captó la revelación esencial en la que se inspira toda resistencia civil: que incluso los regímenes más opresivos dependen de un grado mínimo de conformidad de la gente a la que gobiernan. En un ensayo fundamental, hablaba del “poder de los que no tienen poder”.
Cuando le llegó la oportunidad de practicar él mismo la resistencia civil, Havel la convirtió en un electrizante teatro político. La plaza Wenceslao de Praga fue el escenario. Un reparto de 300.000 personas habló como una sola. Ninguno de los que estuvieron allí olvidarán nunca la imagen de Havel y Aleksander Dubcek, el héroe del 89 y el héroe del 68, apareciendo hombro con hombro en el balcón: “¡Dubcek-Havel! ¡Dubcek-Havel!” O el sonido de 300.000 llaveros que se agitaban a la vez, como campanas chinas. Rara vez o nunca una minoría tan minúscula se ha convertido tan rápidamente en una gran mayoría. Ojalá que pronto ocurra lo mismo en Birmania.
Pero Checoslovaquia —como todavía se llamaba por aquel entonces— contaba con la ventaja de llegar tarde a la fiesta de 1989. Los polacos, los alemanes del Este y los húngaros ya habían hecho la mayoría del trabajo duro, aprovechando la oportunidad que Gorbachov les brindó. Cuando llegué a Praga y busqué a Václav en su bar de copas favorito, situado en un sótano, bromeé con el hecho de que en Polonia habían tardado diez años, en Hungría diez meses y en Alemania del Este diez semanas, y que quizás, aquí tardarían diez días. Me hizo repetir inmediatamente la ocurrencia ante un equipo de grabación clandestino. Resultó que al cabo de siete semanas era presidente. Recuerdo claramente el momento en que aparecieron chapas de fabricación casera que decían: “Havel presidente”. "¿Puedo coger una?”, preguntó Havel educadamente al estudiante que las vendía.
“Pueblo, ¡vuestro Gobierno ha vuelto a vosotros!”, declaró en su discurso de Año Nuevo de 1990 como recién nombrado jefe de Estado, emulando al primer presidente de Checoslovaquia, Tomáš Garrigue Masaryk. Esas primeras semanas en el Castillo de Praga fueron frenéticas, divertidas, inspiradoras y caóticas. Me enseñó la sala de torturas original: “Creo que la usaremos para las negociaciones”. Pero entonces empezó el duro camino de deshacer el comunismo. Todo el veneno acumulado a lo largo de 40 años empezó a supurar. Actores políticos más inflexibles, como Václav Klaus, salieron a la palestra. Y también lo hizo el nacionalismo, el eslovaco y, finalmente, también el checo. Havel luchó con toda su elocuencia para mantener unido el sueño de Masaryk de una república cívica y multinacional, pero en vano.
Volvió como presidente fundador de la actual República Checa, que surgió del llamado divorcio de terciopelo de Eslovaquia. Le parecía, con toda la razón, que tenía que estar presente en la creación. Creo que desempeñó ese papel demasiado tiempo. Menos habría sido más. Con una salud debilitada, estaba agotado por la interminable serie de deberes ceremoniales y las mezquinas luchas políticas internas, y, a la larga, su gente se cansó de él.
Mantuvimos una discusión a larga distancia durante la década de los noventa sobre si una persona podía ser un político en ejercicio y un intelectual independiente a la vez. El insistía en que sí se podía. Pero también prometía siempre, cada vez que nos encontrábamos, que una vez que dejase el cargo escribiría una obra sobre la comedia de la alta política, que ahora había observado de primera mano. Algo sobre la impotencia de los poderosos.
A lo largo de los años, empecé a dudar de que lo hiciese alguna vez. Sin embargo, mantuvo su palabra. La retirada —una obra irónica, como era típico en él, sobre la pérdida de poder y el ansia de recuperarlo— ha sido llevada al cine hace poco, dirigida por él mismo, con su segunda mujer, Dagmar, en un papel protagonista.
Ahora, demasiado pronto, Havel nos ha dicho su adiós definitivo. Pero pocas personas han dejado tantas cosas de valor tras sí.
Por Timothy Garton Ash from elpais.com 19 DIC 2011
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