lunes, 19 de diciembre de 2011

Los obreros invisibles


Foto from elpais.com


La primera vez que viajé a Shanghai, me alojé en un hotel cuyo amplio ventanal ofrecía una vista excelente sobre una obra en la que pululaban como hormigas cientos de obreros. Llegué a media tarde, y la actividad en el solar vecino era frenética. Recuerdo que salí a dar una vuelta y me acerqué hasta el Bund, el paseo junto al río Huangpu, cita obligada para turistas y visitantes. Allí estaban, al atardecer, chinos y extranjeros fotografiándose ante el escenario galáctico de Pudong, el distrito financiero de Shanghai. Para quien le guste hacerse fotos –que no es mi caso-, el Bund es el sitio en el que inmortalizarse como testigo del ascenso chino.
Tras cenar, regresé al hotel, y al pasar junto a la obra me sorprendieron el gemido de las grúas desplazando material y el ir y venir de los camiones. Los obreros –no sé si los mismos que había visto por la tarde o un turno nuevo- trabajaban bajo los focos como si el día no tuviera fin. Las chispas de los soldadores caían desde las alturas como lluvia de oro y fuego.
Mi habitación estaba bien aislada, y los zumbidos y el repiqueteo no me impidieron dormir; pero ante aquella vista llegué a una conclusión: si alquilas un apartamento en China, más vale hacerlo junto a un edificio en obras.
Así se lo comenté al día siguiente a un amigo, que me miró sorprendido y me preguntó: “¿Por qué?, ¿y el ruido?”. “Bueno”, le dije, “con el ritmo de construcción que vive China, si alquilas el piso en un sitio donde no haya una obra, te tragarás otra entera, desde el principio al final. Si la obra ya está empezada, eso que te evitas”.
Puede parecer una exageración, pero los años de estancia en China me han confirmado aquel juicio temprano. La velocidad y la magnitud de la euforia constructiva que vive el país asiático –en particular, las grandes metrópolis como Pekín, Shanghai o Guangzhou-, no tiene precedente en la historia de la Humanidad. Edificios de varias decenas de plantas ocultos durante meses dejan caer un día sí y otro también las lonas verdes para descubrir su desnudez de acero y cristal, de glamour y poder. Barrios del tamaño de ciudades nacen en pocos años, con sus hospitales, colegios, supermercados, centros comerciales y restaurantes.
Según un informe del pasado junio del banco francés Société Générale, China gastó en 2010 en construcción –residencial, no residencial e infraestructuras- el equivalente al 20% del PIB (producto interior bruto), casi el doble de la media mundial. El gasto ha crecido a un ritmo medio del 17% anual durante los últimos 20 años; de 50.000 millones de dólares (38.300 millones de euros) en 1990, a 1,1 billones (0,84 billones) el año pasado.
En la última década, el país asiático ha edificado superficie residencial suficiente para acomodar a 600 millones de personas, asumiendo 30 metros cuadrados per cápita. Casi la mitad de los rascacielos (edificios de más de 150 metros de alto) que serán terminados en el mundo en los próximos seis años están en China. Tiene en construcción más de 200.
Pero no solo los nuevos barrios crecen a un ritmo difícil de seguir. Incluso el centro histórico de las ciudades cambia a gran velocidad. Caen los hutong (callejuelas de casas bajas y viviendas de una planta, típicas de Pekín) bajo las excavadoras para hacer sitio a proyectos comerciales y líneas de metro. Y por todo el país se extienden como regueros de pólvora los tendidos de ferrocarril, las autopistas y los aeropuertos.
Este inmenso bosque de hormigón y cristal ha sido levantado por obreros (mingong, 民工) llegados de todas partes de China, que han dejado sus pueblos en busca de trabajo. Son ciudadanos de segunda clase en las grandes ciudades, ya que la ausencia de permiso de residencia –el llamado hukou (户口)- les impide contar con los mismos derechos y servicios –sanitarios, educación de los hijos- que los que gozan los locales.
Son ciudadanos casi invisibles. Durante el día, trabajan ocultos tras las vallas de las obras. Por la noche, descansan en dormitorios comunes –en muchos casos, simples barracones-, levantados junto al tajo. Pero, a veces, se les ve por la ciudad. Cerca de la obra, en cuclillas, comiendo con los palillos el rancho de arroz y verduras en un bol metálico. O caminando con el pico al hombro, el martillo en la mano, el casco ladeado sobre la cabeza y el pelo enmarañado como si hubieran metido los dedos en un enchufe. Muchos tienen la mirada alucinada, sorprendidos aún hoy día ante la visión del extranjero. Otras veces se internan en los grandes centros comerciales, y observan los escaparates como si vivieran un sueño. Actores de una extraña aventura, en un mundo que no es el suyo, antes de regresar a la obra para continuar al día siguiente vertiendo hormigón, plegando acero corrugado.
Cuando llegaron los Juegos Olímpicos de Pekín, estos ejércitos de emigrantes dentro de su propio país fueron expulsados de la ciudad. Las obras fueron paralizadas para disminuir la contaminación, y las autoridades no querían verlos deambulando por la capital. Luego regresaron. Las grúas y los camiones rugen desde entonces con mayor intensidad, alimentados por las fuertes inversiones públicas realizadas para paliar los efectos de la crisis global.
El mes que viene, como todos los años, millones de obreros volverán a sus pueblos para disfrutar de las vacaciones del Año Nuevo chino, el del Dragón. Para la mayoría, será la única vez en 12 meses que vean a sus familias, que puedan abrazar a sus hijos, dejados atrás al cuidado de la esposa o de los abuelos.
Para muchos, será también el momento de discutir con sus jefes el cobro de los sueldos adeudados. Según un reciente informe de la Universidad de Pekín sobre las condiciones de vida de los obreros de la construcción en Pekín, Shanghai, Chongqing y Shenzhen, el 40% sufre retraso en el pago de su salario y el 22,5% solo cobra una vez que el proyecto ha sido acabado. El obrero medio trabaja 9,9 horas al día, 27 días al mes y cobra 125 yuanes (15 euros) al día, según la investigación. Los trabajadores apenas cuentan con soporte legal para proteger sus derechos, ya que el 75% no ha firmado contrato con sus empresas. Los sindicatos son ilegales en China.
El estudio indica que los esfuerzos del Gobierno para acabar con la práctica de salarios impagados o abonados con retraso no han servido para resolver el problema. En China hay 240 millones de trabajadores emigrantes dentro del país, gran parte de ellos en la industria de la construcción. Son los obreros invisibles.

Por: Jose Reinoso  from  blogs.elpais.com  18 de diciembre de 2011

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