De Hess a Priebke, los restos de los criminales pardos son un grave problema
Los restos mortales de los criminales de guerra nazis son tan peligrosos como los de los vampiros. Contagian odio, generan culto y hay que manejarlos con cuidado. De hecho, la mejor solución (y así se ha hecho a menudo) es incinerarlos y hacer desaparecer las cenizas discreta y definitivamente arrojándolas al río más cercano, o al mar. De esa sumaria manera se procedió con Adolf Eichmann tras su juicio y ahorcamiento en Israel en 1962.
Podrá parecer cruel y un atentado al derecho a la memoria y a un entierro digno que merece todo ser humano, incluso el peor nazi. Pero, aparte de que esos criminales no mostraron ninguna consideración con sus víctimas —en el III Reich los familiares incluso debían pagar la cuenta del verdugo y no hablemos ya de los millones de asesinados anónimamente en los campos de exterminio-— los quebraderos de cabeza que proporcionan los digamos nazis póstumos parecen justificar sobradamente que se dé un trato expeditivo a sus cadáveres. No hay que olvidar que el martirio formaba parte del ideario nazi desde sus inicios y que los cuerpos de los caídos eran considerados reliquias y objeto de culto. Destruir los restos de un criminal nazi es eliminar una capilla del odio.
El caso del capitán de las SS Erich Priebke, uno de los ejecutores de la masacre de rehenes en las Fosas Ardeatinas en 1944, fallecido el 11 de octubre en Roma a los cien años de edad, muestra a las claras qué complicado es lidiar con un nazi muerto. Las exequias de esos criminales propician demostraciones neonazis y sus tumbas se convierten tradicionalmente en lugares de peregrinación, revitalizadores de su maligna ideología.
Los problemas empezaron ya con el propio Hitler. Los rusos, que echaron mano de su cadáver -miembros del Smersh, el departamento de espionaje militar, desenterraron su cuerpo y el de Eva Braun en los jardines de la cancillería del Reich en los primeros días de mayo de 1945-, tuvieron claro que había que tratar los carbonizados restos del líder nazi con sumo cuidado. Los escondieron en una base militar soviética en Alemania del Este hasta que fueron incinerados por orden de Andropov en 1970 y las cenizas lanzadas al Elba. Algunos fragmentos de cráneo y la mandíbula (fundamental para la identificación), se conservaron en Moscú. Conjurada la posibilidad de una tumba de Hitler, la principal preocupación funeraria de los Aliados se trasladó a los diez cadáveres de los jerarcas del III Reich ajusticiados el 16 de octubre de 1946 tras el proceso de Nurenberg, Von Ribbentrop, Keitel, Jodl, Rosenberg, Frick, Seyss-Inquart, Sauckel, Kaltenbrunner, Frank y Streicher. Todos ellos fueron incinerados y sus cenizas arrojadas al río Isar. De la misma manera fue tratado el cuerpo de Goering, que se suicidó la noche antes de las ejecuciones.
Otro nazi susceptible de causar problemas post-mortem, Heinrich Himmler, el líder de las SS, que se envenenó al caer en manos británicas el 21 de mayo de 1945, fue envuelto en una red de camuflaje y enterrado sin ceremonia en un lugar del bosque de Lüneberg que se mantuvo en secreto. Según algunas fuentes, fue luego desenterrado, incinerado y las cenizas dispersadas.
De la seriedad con que se tomaban los Aliados la amenaza de los nazis muertos da prueba el que en 1947 dinamitaron en Munich los Ehrentemple, los templos honoríficos para los 16 nazis "inmortales" fallecidos en el putsch de 1923, y repartieron los cadáveres por los cementerios de la ciudad. Los cuerpos de famosos oficiales de las SS ejecutados por sus crímenes como Otto Ohlendorf o Oswald Pohl, ahorcados en Landsberg, no se devolvían a sus familias.
Los siete jerarcas condenados a penas de prisión en Nuremberg y trasladados a la cárcel de Spandau representaron otro problema. Se estableció que si alguno moría no habría funeral, se le incineraría y sus cenizas serían esparcidas en lugar secreto. Más tarde se accedió a enterrarles dentro de los muros. Al ir saliendo libres, cumplidas las penas, las cosas se relajaron y los reclusos que murieron fuera tuvieron entierros familiares íntimos (como Von Neurath, un personaje por lo demás poco susceptible de culto) e incluso públicos, como el almirante Raeder, en cuyo entierro en 1960 habló, sacando pecho (voilà el peligro), otro de los ex presos, el también almirante y también muy nazi Doenitz.
El gran problema lo provocó Rudolf Hess, que murió en Spandau en 1987, cuando ya, con 93 años, era el único preso, ahorcándose con un cable eléctrico. Aunque se destruyeron muchas cosas que podían servir de reliquias como el traje de vuelo que llevó en su loca misión a Escocia, el cuerpo fue entregado a la familia que lo enterró en un clima de martirologio y teorías conspirativas. Hess fue luego trasladado a la tumba familiar de Wunsiedel bajo una lápida elogiosa y desde entonces, la sepultura, convertida en lugar de peregrinación neonazi cada aniversario de la muerte del gerifalte, no paró de causar problemas hasta 2011, cuando al no renovárseles la concesión de la tumba los familiares se llevaron los restos y el monumento fue destruido.
La propia prisión de Spandau fue demolida y sus ruinas mezcladas con otras a fin de que nadie pudiera identificarlas y llevarse un trozo para levantar su propio santuario a los manes pardos.
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