El conflicto más sangriento del mundo desde la Segunda Guerra
Mundial sigue retumbando.
Una guerra en la que más de cinco millones de personas han muerto, millones
más quedado al borde de la inanición y víctimas de enfermedades y en la que
millones de mujeres y niñas han sido violadas.
La Segunda Guerra del Congo, llamada también Gran Guerra de África, que ha
succionado soldados y civiles de nueve países e innumerables grupos rebeldes
armados, se ha peleado casi enteramente dentro de las fronteras de este
desafortunado país.
Es un lugar aparentemente bendecido con toda clase de minerales, pero siempre
queda abajo en el índice de desarrollo humano de Naciones Unidas, pues hasta los
más afortunados viven en pobreza extrema.
La República Democrática del Congo es potencialmente uno de los países más
ricos de la Tierra, pero el colonialismo, la esclavitud y la corrupción lo
condenaron a ser uno de los más pobres.
Allí estuve este verano para descubrir en el pasado de este país qué lo llevó
a semejante violencia y anarquía.
Del imperio a la esclavitud
Recorrer el abusivo pasado del Congo mientras viajaba por su presente
desgarrado por la guerra, fue la experiencia más perturbadora de mi carrera.
Conocí a víctimas de violaciones, rebeldes, políticos inflados y ciudadanos
asustados en un país que dejó de funcionar: gente que lucha por sobrevivir en un
lugar maldito por un pasado que desafía la descripción, una historia que no los
libera de su apretón mortal.
El presente apocalíptico de Congo es producto directo de decisiones y
acciones tomadas en los últimos cinco siglos.
A fines del siglo XV, un imperio conocido como el Reino del Congo dominaba la
porción occidental del país y pedazos de otros estados modernos como Angola.
Era sofisticado, tenía su propia aristocracia y una impresionante
administración pública.
Cuando los mercaderes portugueses llegaron en la década de 1480, se dieron
cuenta que era una tierra de una inmensa riqueza natural, rica en recursos,
particularmente en carne humana.
Congo era una fuente aparentemente inagotable de esclavos fuertes y
resistentes a enfermedades. Los portugueses descubrieron rápidamente que esa
"mercancía" sería más fácil de explotar si el interior del continente permanecía
en la anarquía.
Hicieron lo posible por destruir cualquier fuerza política indígena capaz de
cercenar sus intereses esclavistas o mercantiles.
Enviaron dinero y armas modernas a rebeldes, derrotaron a ejércitos
congoleses, asesinaron reyes, masacraron élites y estimularon la secesión.
Para los años 1600, el otrora poderoso reino se había desintegrado en una
anarquía acéfala de miniestados atrapados en guerras civiles endémicas. Los
esclavos, víctimas de estos conflictos, huían a la costa y desde donde se los
llevaban a América.
Unas cuatro millones de personas fueron embarcadas a la fuerza en la
desembocadura del río Congo. Los buques ingleses estaban en el centro de este
comercio. Las ciudades y los mercaderes británicos se hicieron ricos gracias a
los recursos que los congoleses jamás verían.
Este primer encuentro con los europeos marcó el resto de la historia de
Congo.
Explotación rapaz
El desarrollo ha sido sofocado, el gobierno ha sido débil y el estado de
derecho, inexistente. Eso no se debe a una falla innata de los congoleses. A los
poderosos les convenía destruir, suprimir e impedir cualquier gobierno fuerte,
estable y legítimo.
Eso interferiría -como han amenazado los congoleses en algunas ocasiones- con
la fácil extracción de los recursos nacionales. Congo vive bajo la maldición de
su riqueza natural.
Es un país enorme, del tamaño de Europa occidental.
El agua interminable del segundo río más largo del mundo, el Congo, un clima
benigno y un suelo rico y fértil, debajo del que hay abundantes depósitos de
cobre, oro, diamantes, cobalto, uranio, coltán y petróleo, para mencionar sólo
algunos de los minerales que deberían hacerlo uno de los países más ricos del
mundo.
En cambio, es uno de los más desahuciados.
Al interior de Congo llegó a fines del siglo XIX un explorador nacido en
Reino Unido, Henry Morton Stanley, cuyo sueño era establecer asociaciones de
libre comercio con las comunidades que iba conociendo. Pero estos fueron
destrozados por el infame rey de Bélgica, Leopoldo, quien creó un vasto imperio
privado.
El suministro más grande de caucho fue encontrado justo cuando se había
vuelto una materia prima indispensable en Occidente, en virtud de las llantas de
bicicletas y autos, así como el aislamiento eléctrico.
La locura por las bicicletas en la Inglaterra victoriana fue facilitada por
el caucho congolés recogido por los esclavos.
Hombres congoleses eran acorralados por la brutal fuerza de seguridad belga,
sus esposas internadas como garantía y maltratadas durante su cautiverio. Los
hombres eran forzados a la selva a cosechar el caucho.
La desobediencia o resistencia era castigada inmediatamente con azotes,
amputación de manos y muerte. Millones perecieron.
Los líderes tribales capaces de resistir eran asesinados, la sociedad fue
diezmada y se les negaba la educación.
Se creó un régimen rapaz y bárbaro de una élite belga sin el mínimo interés
en desarrollar el país o su población... y ha perdurado.
Supuestamente para acabar con la brutalidad, Bélgica se anexó el Congo, pero
los problemas en su excolonia persistieron.
La minería floreció, los trabajadores sufrían en condiciones deplorables,
produciendo los materiales que alimentaron la producción industrial en Europe y
Estados Unidos.
En la Primera Guerra Mundial, los hombres dieron la vida, pero fueron los
minerales de Congo fueron los que los mataron.
Las cubiertas de bronce de los proyectiles aliados disparados en
Passchendaele y Somme eran 75% de cobre congolés.
En la Segunda Guerra Mundial, el uranio de las bombas atómicas de Hiroshima y
Nagasaki provenían de una mina en el sureste de Congo.
Las libertades occidentales eran defendidas con recursos de Congo, mientras a
los negros congoleses se les negaba el derecho al voto, a formar sindicatos o
asociaciones políticas. Se les negaba todo, más allá de una educación
básica.
Se les mantenía en un nivel infantil de desarrollo que convenía a gobernantes
y dueños de minas, pero garantizaba que cuando llegara la independencia no
hubiera una élite nativa que condujera al país.
Por eso la independencia en 1960 fue predeciblemente desastrosa.
Independencia, Mobutu y Kabila
Fragmentos del inmenso país intentaron separarse inmediatamente, el ejército
se amotinó contra sus oficiales belgas y en pocas semanas la élite belga que
gobernaba evacuó el estado, dejando a nadie con capacidad para manejar el
gobierno o la economía.
De 5.000 empleos gubernamentales antes de la independencia, apenas tres eran
de congoleses y no había ningún abogado, doctor, economista o ingeniero
congolés.
El caos amenazaba con apoderarse de la región. Las superpotencias de la
Guerra Fría entraron para disputarse el terreno.
Atrapado entre estas rivalidades, el líder congoleño Patrice Lumumba fue
horriblemente golpeado y ejecutado por rebeldes con apoyo occidental. Un hombre
fuerte del ejército, Joseph-Desire Mobutu, que fue sargento de la policía
colonial, se hizo cargo.
Mobutu se convirtió en tirano. En 1972 se cambió el nombre a Mobutu Sese Seko
Nkuku Ngbendu Wa Za Banga, que significa "el guerrero todopoderoso que, gracias
a su resistencia e inflexible voluntad para ganar, va de conquista a conquista,
dejando un rastro de fuego".
Occidente lo toleró mientras los minerales fluyeran y Congo se mantuviera
fuera de la órbita soviética.
Él, su familia y amigos desangraron al país de millones de dólares,
construyeron un palacio de US$100 millones en la selva más remota de Gbadolite,
una larguísima pista de aterrizaje a su lado, diseñada para el Concorde, que era
fletado para ir de compras a París.
Los disidentes eran torturados o comprados, los ministros robaban
presupuestos enteros, el gobierno era atrofiado. Occidente le permitía a su
gobierno que pidiera millones de dólares prestados, que luego eran robados. Hoy
es Congo el que debe pagar la cuenta.
En 1997, una alianza de países vecinos, encabezada por Ruanda -furiosa porque
Congo le daba refugio a muchos de los responsables del genocidio de 1994-
invadió para deshacerse de Mobutu.
Un exiliado congoleño, Laurent Kabila, fue reclutado en África oriental para
actuar como líder. El ejército de Mobutu, sin dinero, implosionó. Sus líderes,
compinches incompetentes del presidente, abandonaron a sus hombres en una
alocada carrera para escapar.
Mobutu salió una vez más de su Versalles selvático, en su avión cargado de
objetos valiosos, mientras sus propios soldados le disparaban.
Ruanda había conquistado a su inmenso vecino con una facilidad espectacular.
Sin embargo, una vez instalado, Kabila, el títere de Ruanda, se negó a cumplir
órdenes.
Ruanda volvió a invadir, pero esta vez fue detenida por sus antiguos aliados
que se pelearon entre ellos y arrastraron a Congo a una guerra terrible.
Caos interminable
Ejércitos extranjeros se enfrentaron en lo profundo de Congo mientras el
frágil estado colapsaba totalmente y la anarquía reinaba.
Cientos de grupos armados cometieron atrocidades, millones murieron.
Las diferencias étnicas y lingüísticas atizaban la ferocidad de la violencia,
mientras el control de la impresionante riqueza natural de Congo añadía una
terrible urgencia a la lucha.
Niños soldados reclutados a la fuerza acorralaban ejércitos de esclavos para
que extrajeran minerales como coltán, componente clave de teléfonos celulares,
la última obsesión del mundo desarrollado, mientras aniquilaban a comunidades
enemigas, violando a las mujeres y forzando a los sobrevivientes hacia la jungla
donde morían de inanición y enfermedades.
Una paz profundamente fallida y parcial fue fabricada hace una década. En el
este de Congo, hay una nueva guerra, una compleja red de rivalidades internas e
internacionales con grupos rebeldes enfrentados al ejército y la ONU, mientras
pequeñas milicias comunitarias contribuyen a la inestabilidad general.
El país ha colapsado, las carreteras ya no unen a las principales ciudades,
el cuidado de la salud depende de la ayuda y la caridad. El nuevo régimen es tan
miserable como sus predecesores.
Me subí a uno de esos trenes cargados de cobre que van directamente de minas
de propiedad extranjera a la frontera y de ahí al Lejano Oriente, cruzando por
barrios marginales de congoleños desplazados y empobrecidos.
Los portugueses, los belgas, Mobutu y el actual gobierno asfixiaron
deliberadamente el desarrollo de un Estado, ejército, poder judicial y sistema
educativo fuertes, porque interfiere con su misión primaria: hacer dinero de lo
que hay bajo la tierra.
Los millones de dolares que esos minerales generan no han llevado más que
miseria y muerte a la gente que vive encima, mientras se enriquecía una élite
microscópica en Congo y sus patrocinadores extranjeros, y sustentando nuestra
revolución tecnológica en el mundo desarrollado.
Congo es una tierra lejana, aunque nuestras historias están íntimamente
entrelazadas. Hemos prosperado gracias a una relación asimétrica, pero estamos
totalmente ciegos a ella. El precio de esa miopía ha sido el sufrimiento humano
a una escala inimaginable.
Dan Snow Historiador. Especial para la BBC Última actualización: Domingo, 20 de octubre de 2013
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