Los brasileños han renunciado a ser tratados como adolescentes y ansían hacerse cargo de su destino, lo que abre una tercera vía electoral.
Hace cuatro meses, antes de la protesta popular que de forma inesperada surgió en todo el país, Brasil era uno. El de hoy es un Brasil diferente. El de antes de las manifestaciones, cuya gota que colmó el vaso fue la subida de 20 céntimos en los transportes públicos, era el país que rezaba en eslóganes acuñados por gente anónima: “Éramos infelices felices y no lo sabíamos”.
Era el Brasil satisfecho consigo mismo; el Brasil envidiado mundialmente por sus conquistas económicas y sociales, el que el carismático Lula da Silva definía con aquella famosa frase de “nunca antes en este país”. Y era verdad en parte, porque los brasileños comenzaron a vivir mejor, con mayor renta, sin angustias de desempleo; respetado internacionalmente; democrático y con total libertad de expresión.
En un Brasil así, que había pasado de sufrir el complejo de perro callejero a ser la sexta potencia económica del planeta, no tenía lugar el movimiento de los indignados que ya incendiaba otros lugares del mundo.
Era un Brasil en permanente luna de miel.
¿Y hoy? Brasil es diferente. Hoy existe una toma de conciencia generalizada de que la inflación está alta, el país crece poco, las familias están endeudadas y el gasto público sigue disparado. Los brasileños, tanto los de la clase media clásica que viaja más que nunca al exterior, como la nueva clase emergente salida de la pobreza, han perdido ahora el miedo reverente a protestar. Y eso es nuevo.
Las manifestaciones masivas de hace cuatro meses no se han repetido de aquella forma, gracias también a los grupos de violentos que se introdujeron ellas, pero el fuego ha seguido encendido y cientos de manifestaciones menores han tenido lugar en todo el país, esta vez más sectoriales, menos etéreas y más concretas. Como la última de días atrás de los profesores de Río de Janeiro que, después de muchos años de silencio, llevan un mes de ruidosas protestas. Con ellos se han solidarizado más de 50.000 personas que han paralizado la ciudad.
Desde hace cuatro meses los políticos locales no tienen paz. La gente invade las asambleas regionales y exige participar en las decisiones de los mismos. Y eso también es nuevo.
Los políticos brasileños entendieron enseguida que el movimiento de protesta iba en serio y tanto el gobierno como el Congreso asumieron las reivindicaciones y ofrecieron hasta más de lo que la gente pedía. Cundió el miedo político a pesar de que los manifestantes nunca pidieron ni un cambio de régimen ni un “fuera Dilma”. Querían, sencillamente, mejorar su calidad de vida.
¿Cuál es hoy el peligro en vísperas de un año del Mundial de fútbol y de elecciones presidenciales y congresuales? Que la gente pueda sentir que las promesas se quedaron en eso, promesas, y que los transportes públicos, la sanidad y la seguridad ciudadana, una de las preocupaciones más acuciantes de los ciudadanos de a pie, continúen como hasta ahora. Es decir, sin corresponder a la potencia económica del país y a la modernidad que exige la nueva ciudadanía brasileña. Y con los corruptos en libertad.
La gran prueba serán en efecto las elecciones. Por primera vez, y como fruto de las protestas que fueron dirigidas de un modo claro contra la corrupción política y contra el despilfarro del gasto público, no se van a enfrentar el gobierno de turno y la oposición. Ha surgido una tercera vía, formada por la unión tan inesperada como lo fueron las manifestaciones de junio, del movimiento ambientalista de Marina Silva y del Partido Socialista de Brasil de Eduardo Campo, dos formaciones progresistas, con líderes llegados de la izquierda.
Una formación que nace bajo el lema de hacer política de una “forma nueva”, más pegada a las exigencias nacidas de la base, expresada en las redes sociales. Propone un “recambio” político después de 14 años de gobierno del Partido de los Trabajadores (PT) que dio mucho, pero que el poder ha desgastado.
Admiten Marina y Campos que “Brasil no va mal”, pero que “puede ir mejor”. Y prometen acabar con la “Vieja República”, desgastada por la corrupción y centrada en una política centrífuga, preocupada por los intereses inmediatos y personales de los políticos en el poder, para dar paso a una “Nueva República”, en la que la primacía la tengan las exigencias del Estado a largo plazo y las peticiones de la gente hasta ayer muda y anónima y hoy con ganas de participar en la gestión del poder.
¿Con quién irá a las urnas el mundo de la protesta? Esa es la gran incógnita. Todo va a depender de la estrategia que el gobierno de la presidenta Dilma Rousseff tome en estos meses para demostrar, no con promesas, sino con hechos, que como un día dijo Felipe González en España, “ha entendido el recado”.
Tanto Rousseff como Lula están en ello.Tendrán que demostrar en estos meses que ellos son capaces, mejor que nadie, de dar vida a esa “Nueva República” que la nueva oposición reclama,al fin y al cabo la música de fondo de la protesta callejera. Lula ya recordado que el PT “nació en la calle” y que no debe tener miedo de “volver a ella”.
De cualquier modo, las manifestaciones están abiertas como cuando se “abre la veda de la caza”, decía un sociólogo, porque los brasileños han perdido el miedo a protestar. Están llamadas a diseñar un Brasil mejor, capaz de aprovechar todas las posibilidades que le ofrece la naturaleza, la coyuntura y hasta el destino.
Un Brasil que, en vez de empezar a perder lo mucho que ya ha conseguido, pueda conquistar una mayor calidad de vida, por lo menos igual o parecida a la que tenían. Es la calidad de vida que ya están perdiendo algunos países europeos, empezando por España.
Mucho va a depender de la sensibilidad y de la conversión de la vieja política. En vez de colocarse a la defensiva, los gobernantes deben prepararse para los tiempos nuevos que exigen los brasileños, que ya no renuncian a ser tratados como adolescentes, sino que quieren ser tratados como hijos adultos deseosos de participar con mayor intensidad en labrarse su futuro y el de sus hijos.
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