Ha sido la comidilla en los medios internacionales esta semana. China habría llegado a un acuerdo con Ucrania para comprarle, ni más ni menos, tres millones de hectáreas de suelo agrícola. Una superficie equivalente al 5% de su territorio o al 9% de su espacio cultivable y del tamaño, por ejemplo, de la Bélgica comunitaria.
Según los medios locales chinos, el acuerdo, de 50 años de duración, estaría estructurado en distintas fases. La primera de ellas abarcaría el aprovechamiento de ‘sólo’ 100.000 hectáreas cuya producción agraria y ganadera -fundamentalmente trigo y cerdos- sería adquirida a precio preferente por dos compañías estatales chinas (V.A., "Ni el agua, ni el oro, ni el petróleo: es el cerdo, ¡estúpidos!", 10-07-2013). Luego vendría todo lo demás.
En el trasunto de la transacción, por una parte, la necesidad del gigante asiático de asegurarse el suministro de determinadas materias primas ante una creciente demanda interna, fruto tanto del proceso de urbanización que vive el país como del cambio de hábitos alimenticios y la mejora de la renta per cápita de su población (V.A., "El más que preocupante caso de las 100.000 vacas chinas", 30-04-2012); por otra, la precaria situación financiera ucraniana, tan bien descrita ayer por el Heard on the Street del WSJ, que le llevó a aceptar ya en 2012 una línea de crédito de la segunda potencia del mundo por importe de 3.000 millones de dólares para financiar el desarrollo de sus infraestructuras (FT, "Ukraine agrees $3bn loan-for-corn deal", 19-09-2012).
Pues bien, parece que, con el paso de las horas, la credibilidad de la noticia se ha ido desvaneciendo. De hecho, el propio vendedor, KSG Agro, emitió el martes un desmentido, apenas recogido en prensa, por mor del cual señalaba que la operación apenas abarcaba 3.000 hectáreas, una milésima parte de lo inicialmente publicado. Es más, subrayaba que carecía de derechos sobre suelo para soñar siquiera con un deal de ese tamaño.
Más allá del baile de tres ceros, lo cierto es que la información, fake o no, ha puesto sobre la mesa la estrategia de acaparación de recursos naturales por parte de China en los últimos 20 años en los que, de acuerdo con el propio WSJ, se habría gastado 226.000 millones de dólares con desigual éxito operativo hasta ahora, por cierto. De hecho, su fondo soberano se ha hecho en estos días con el 12,5% del mayor fabricante de cloruro potásico del mundo -material usado como fertilizante-, curiosamente, o no, la ucraniana Uralkali (Quartz, "China buys 12’5% stake in the world biggest potash-maker", 24-09-2013).
Sería, no obstante, la punta del iceberg en términos de desembolsos necesarios respecto a lo que puede suceder en el futuro inmediato. Si su tasa de crecimiento anual pasara del 7-8% de la última década a niveles más ‘razonables’ del 4-5%, como estiman aquellos analistas que prevén un soft landing, los chinos verían doblar su economía en apenas 15 años. Los problemas de cohesión social se multiplicarían y el desequilibrio entre disponible dentro de sus fronteras y efectivamente dispuesto para mantener la rueda girando crecería exponencialmente.
El imperialismo económico forzado de China se tendrá que hacer entonces, necesariamente, aún más evidente.
No hace falta ser un malthusiano recalcitrante para entender las consecuencias de dicha política en términos de tensionamiento internacional. Estamos ante los primeros escarceos de lo que puede ser la principal batalla entre potencias económicas en el siglo XXI. Y ríanse ustedes de los conflictos que tienen al crudo como causa última de su gestación, cosa del pasado. La lucha por el agua y los alimentos no ha hecho sino comenzar (V.A., "El agua, inesperada arma de destrucción masiva", 22-09-2011). Al tiempo.
S. McCoy 30.09.2013
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