Un paseo por Cuba, donde el futuro un día partió rumbo al norte y jamás volvió.
La cubana más famosa sin el apellido Castro, Yoani Sánchez, ofrece su visión de sus irrepetibles calles.
Los contrastes, los anacronismos, son parte inseparable de Cuba. Las sombras y las luces componen esta realidad que ha entrado a tropezones en el siglo XXI. Un poeta definió la insularidad con una frase que se puede confirmar a cada paso: “la maldita circunstancia del agua por todas partes”. Pues así es, mar, mar y mar, hacia cualquier lado que se mire. No solo las aguas azules donde los chiquillos se zambullen, sino también un mar de nostalgias, encierros, sueños, balseros... Un país difícil de descifrar, incluso para quienes han nacido en él.
Aquí todo va más despacio. Como si en cámara lenta se mostrara la vida de once millones de cubanos. El efecto de antigualla se ve reforzado por todas esas casonas a las que no les llegó su momento de perecer ante los rascacielos. Joyas arquitectónicas de columnas resquebrajadas por los años y la falta de recursos. Pisos de mosaicos y arabescos, las lámparas de lágrimas conservadas por la abuela. El esplendor y la necesidad, dándose la mano.
Lejos del casco histórico, con sus hoteles y sus opulentos restaurantes, se extiende la verdadera Habana. A cualquier hora sorprende la cantidad de gente en las calles. Estamos ante una ciudad peatonal, en parte porque durante décadas la compra y venta de autos estuvo prohibida. De manera que el cubano está acostumbrado a caminar largas distancias o a aguardar durante horas el ómnibus. Eso refuerza la impresión de inmovilismo, de estatismo.
El arte de esperar
Las espera es justamente uno de esos componentes inherentes a la identidad de la Mayor de las Antillas. Un chiste popular asegura que el “yoga debió inventarse en Cuba”, dada la paciencia mostrada por las personas ante las largas colas y los larguísimos gobiernos. Sin embargo, a la hora de la diversión y el baile, es como si el minutero del reloj fuera más rápido, a saltos. Incluso hoy, La Habana conserva algo de ese glamour noctámbulo que la hizo ser llamada “la Babilonia de Caribe” durante la primera mitad del siglo pasado.
La dualidad monetaria –entre el peso cubano y convertible– determina el tipo de diversión a la que se puede acceder. Los más pobres preparan sus bebidas en casa, con alcohol barato, algo de azúcar y limón. Sin embargo, desde hace unos años también proliferan los buenos restaurantes, conocidos en la isla como paladares. La cocina criolla se mezcla con la internacional en esos sitios, que han podido prosperar gracias a las flexibilizaciones económicas del último lustro. Los turistas componen el grupo principal de clientes, pero también asisten a sus mesas cubanos en el exilio o la emergente clase empresarial. Cercana la medianoche hasta puede llegar algún jerarca de verde olivo vestido de paisano.
Sin embargo, la magia principal de este país no está en su presente. Curiosamente, sus dos principales puntos de atracción quedan en el pasado y en el futuro. Lo que fue, con sus viejos autos que aún circulan por las calles y aquel orgullo de tener una ciudad que compartía carteles con París, Nueva York, Buenos Aires... No obstante, una fuerza contraria obliga a mirar hacia lo que vendrá. Porque Cuba es uno de esos países con un potencial agazapado. Cuna de pensadores, filósofos, músicos y artistas, basta recorrerla para darse cuenta de la creatividad de su gente.
El mismo poeta que definió tan magistralmente la insularidad dijo también que “si Kafka hubiera nacido en Cuba sería un escritor costumbrista”. Porque el absurdo está presente en cualquier lado. Desde la estomatóloga que se come una pizza mientras atiende a ese paciente al que le duele tanto la muela; hasta los enrevesados trámites para darle de baja a un difunto en el listado del mercado racionado. Inexplicable e inaudita cotidianidad, pero también subyugante y única.
V.O. sin subtítulos
La célula principal de lo cubano radica en las cuarterías, conocidas como solares. Esas antiguas casonas que el tiempo y las estrecheces han ido dividiendo y poblando con múltiples familias. El patio central, el baño colectivo, la azotea donde los adolescentes crían palomas, las toallas de color indescifrable colgando de las tendederas. El dominó, la solidaridad de la gente para solventar las carencias materiales, el juego de dominó y alguna madre que vocifera el nombre de su hijo desde el balcón: “¡Yunisleidy!”.
Una semana no basta, un hotel no basta, una mirada desde la ventanilla del autobus climatizado tampoco. A Cuba hay que vivirla en sus calles para comprender sus contradicciones. Como, por ejemplo, que a pocos metros de la Plaza de la Revolución florezca un enorme mercado ilegal de materiales de construcción; o que muchos de los niños que en la escuela repiten la consigna “pioneros por el comunismo, seremos como el Che”, luego se van al mar para mirar al Norte, hacia esa ansiada orilla.
Porque Cuba es una isla con ansias de continente, ávida de ser más, de ir más rápido, de llegar más lejos. Un país adolescente al que le crecen los brazos y las piernas, pero dentro de una vestimenta muy estrecha. Visitar su realidad no deja a nadie indiferente. Como una postal en sepia, que en lugar de colocarla en algún marco, estamos obligados a meternos en ella, vivirla, sufrirla, amarla.
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