lunes, 20 de enero de 2014

‘Liberté, égalité, infidélité’

 
 
La tradición licenciosa y el alto concepto de privacidad ha marcado la relación entre los presidentes franceses, sus amantes y el pueblo.
 

Los franceses, que tienen fama de protestar por todo, aceptan sin mayores problemas que hay una relación natural y afrodisiaca entre el poder y el sexo. Y creen que si el sexo viene con un poco de libertinaje, peligro y misterio, tant mieux! Lejos del puritanismo anglosajón, de la mojigatería española y del falso moralismo italiano, muchos presidentes franceses han sido grandes tombeurs de femmes (seductores) desde que nació la I República en 1792.
 
Esa costumbre libertina, que unos juzgan sana, moderna y liberal, y otros imperial y machista, ha sido a veces silenciada a conciencia y con medios ilícitos, y otras veces ejecutada torpemente y sin la necesaria discreción. Pero siempre ha sido tolerada por el pueblo y ha llegado intacta hasta hoy mismo.
 
Ahora, el muy impopular François Hollande ha sido cazado por una revista traicionando a la aún menos popular primera dama con una actriz 18 años más joven que él. Y se ha visto que la actitud de tolerancia hacia la vida privada de los gobernantes cuenta con numerosos y apasionados defensores en Francia.
 
Dominique Wolton, investigador emérito del Centro Nacional de Investigaciones Científicas (CNRS) y autor del libro Indisciplinado. La comunicación, los hombres y la política (Odile Jacob, 2012), es uno de ellos: “¡Es la vida, amigo mío, la historia del mundo!”, comenta. “Pasa en todos sitios, pero quizá en Francia se tolera más porque somos algo más libertinos, algo más laicos y algo menos hipócritas que otros. La tradición de respeto a la vida privada es así, aquí todo el mundo defiende la libertad individual. La transparencia anglosajona es lo peor, un ramalazo de hipocresía insoportable. Nosotros separamos vida privada y vida pública, y eso es una prueba de libertad. ¿Que el presidente engaña a su pareja con una amante? ¡Muy bien! Todo el mundo lo hace. ¿Si eso puede implicar que engaña también a los franceses? ¡Qué tontería! ¿Engañaría usted más a sus lectores si tuviera una amante que si no la tuviera?”.
 
Aclarado el elevado principio filosófico, veamos qué dice la agitada microhistoria íntima y sentimental del Elíseo.
 
El repaso empieza por el emperador y presidente-príncipe, Luis Napoleón Bonaparte, Napoleón III. Fue un fornicador implacable, una especie de Dominique Strauss-Kahn con corona. Llegó soltero al Elíseo, como Hollande, pero en 1853 se casó con la belleza granadina Eugenia de Montijo, lo que no le impidió tener amantes a mansalva. La lista incluye a Miss Harriet Howard, que financió su campaña presidencial en 1848; a Pascale Corbière, ama de cría de sus hijos naturales, y a Virginia Oldoini, condesa de Castiglione y célebre cortesana italiana. Para no ser observado por sus empleados —la moto y el casco aún no se habían inventado—, Napoleón III mandó construir un pasadizo secreto desde la sacristía del Elíseo hasta un hotelito cercano donde retozaba con la “deliciosa”, dicen las crónicas, Louise de Mercy-Argenteau.
 
Félix Faure fue llamado el Presidente Sol. Poco interesado en la política, pasó a la historia por la imbatible puesta en escena: finos trajes, abrigo entallado, cuerpo de deportista, y calesa de seis caballos seguida por pelotones de coraceros. Su esposa, Berthe, era obligada a caminar 20 pasos detrás de él. El 16 de febrero de 1899 Faure murió felizmente en el salón azul del Elíseo, agarrado al corsé de la mundana Marguerite Steinheil. Los diarios y chansonniers se permitieron algunas bromas. La mejor, de Clemenceau: “Quiso vivir como César y murió como Pompeo (Pompée, en argot, es felación)”. La dama se ganó el apodo de pompe funebre.
 
Gaston Doumergue también llegó soltero al cargo, y también se casó, a los 68 años, en 1931, cuando faltaban 12 días para el fin de su mandato. Hasta Sarkozy, fue el primer presidente realmente republicano en abrazar el sacramento que Hollande considera anatema. La rica viuda sureña Jeanne Marie Josephine Gaussal, amor de infancia, fue la elegida. La prensa no publicó una línea sobre el evento: la vida doméstica de los presidentes era cosa suya. Pero el deseo de privacidad de Doumerge fue vano. Al salir, el personal del Elíseo les esperaba para regalarles flores. Sorprendido, Gastounet preguntó cómo lo habían sabido. “Por la Embajada de Inglaterra”, le dijeron. Como ahora, los británicos se interesaban más por las intimidades francesas que los franceses.
 
Valéry Giscard-d’Estaing, gran amante de las amantes y los diamantes —de Bokassa—, acabó con el aura de inocencia de los jefes del Estado. En septiembre de 1974, el apuesto VGD sufrió un inoportuno accidente de coche mientras regresaba de una cacería nocturna ya de mañana. Policía, bomberos y médicos fueron enviados al lugar del choque y hallaron al presidente visiblemente piripi, a bordo de un Ferrari que le prestó Roger Vadim, y en compañía de la bella actriz, argelina de nacimiento, Marlène Jobert —aunque esto jamás se confirmó—. Giscard embistió la camioneta de un lechero que empezaba su día de trabajo, y este, furioso, le tocó la cara. Por supuesto, la prensa no violó el pacto de silencio y no hizo sangre con tan privada y ejemplar aventura. En 2009, el académico Giscard publicó una sabrosa novelita, La Princesse et le Président, que narra el idilio entre un académico y presidente francés... y Lady Diana Spencer.
 
En 1981 llegó el turno del socialista François Mitterrand, y la revista de extrema derecha Minute lo festejó publicando que tenía una hija secreta de siete años, Mazarine, con una amante secreta y estable, Anne Pingeot. Los medios pasaron 13 años sin rozar la historia, quizá porque Mitterrand ordenó pinchar un centenar de teléfonos para evitarlo. En 1994, Paris Match publicó una foto del presidente conocido como La Esfinge saliendo de un restaurante con su hija bastarda. El paparazi es el mismo que tomó la foto a Hollande en la calle du Cirque: Sébastien Valiela. La leyenda dice que Mitterrand autorizó la foto porque quería reconocer a su hija. En 1996, Mazarine y su madre asistieron al funeral junto a la familia legítima. Todo muy sobrio y civilizado —pero con los teléfonos pinchados—.
 
Su sucesor, el viril y campechano Jacques Chirac (1995-2007), único presidente condenado aparte de Pétain, ha tenido una vida larga y plena de romances poco o nada secretos, según ha asumido incluso la que ha sido su esposa durante cerca de medio siglo, Bernadette. La lista, que no cabe en esta página, es más digna de un playboy que de un estadista. Y solo se encuentra en las webs de la prensa rosa.
 
Nicolas Sarkozy (2007- 2012) fue el primer presidente macarra de Francia: mediático hasta el mareo, se inspiró en Silvio Berlusconi para utilizar su vida privada y su alma de hormiga atómica como armas políticas. Se dejó filmar a placer correteando en sudadera sudada; veraneó en yates prestados; amó los relojes grandes; convirtió a su primera mujer, Cécilia, en agitadora electoral y vicepresidenta; intentó zanjar su crisis conyugal por sms (“si vuelves, cancelo todo”), y nombró primera dama (“lo nuestro va en serio”) a la viajada cantante y modelo Carla Bruni, llenando el palacio de un inédito tufo bling bling (hortera).
 
Hollande (2012-?), soltero, padre de cuatro hijos, alias Flamby, desalojó a Sarkozy del trono prometiendo que sería un presidente normal y cumplió su palabra al dejarse retratar in fraganti cuando visitaba a la actriz Julie Gayet, 18 años más joven que él, montando de paquete en un escúter oficial y ataviado con un casco estilo Daft Punk. Al enterarse, la primera dama-concubina, la guapa y dominante periodista Valérie Trierweiler —conocida por la plebe como Rottweiler—, sufrió un coup de blues (síncope de tristeza) e ingresó de urgencia en La Pitié. Nueve días después, sigue allí. Ante 500 periodistas, Hollande fue preguntado un par de veces por el asunto, y dijo: “Francia es un país de gran libertad y eso es bueno. Y hay también, no como en otros países, respeto a la vida privada y a la dignidad”. Ayer se supo que “François Casanova”, según le ha bautizado Frédéric Mitterrand, llevaba dos años largos hablando de cine en sus ratos libres.
 
Solo hay un colofón posible: “Vive la France! Vive la République!”.
 
 

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