Xi Jinping y Donald Trump, en una imagen de archivo (Andy Wong / AP)
La guerra comercial con Trump se inicia cuando la economía se hace madura
Los jóvenes de zapatillas New Balance que acudían al cursillo en el reluciente Apple Store en Wangfujing, la principal avenida de compras en Pekín, no querían para nada una guerra comercial con Estados Unidos. Tim Cook, el consejero delegado de Apple, tampoco la quiere. Aquí hay 800 millones de usuarios de teléfonos móviles. Es más, la multinacional ya ha superado la crisis de imagen sufrida en el 2010 cuando salieron aquellas fotos embarazosas de las redes antisuicidio colgadas de los dormitorios del polígono de Foxconn en Shenzhen, donde medio millón de trabajadores ensamblan iPhones.
China ya no es un secreto sucio de las multinacionales occidentales. Los salarios han subido en los últimos años en industria y servicios. Recorrida por Audi, trenes bala y manadas de turistas, la mayoría chinos, Pekín parece una ciudad europea. “Un ayudante de cocina en un restaurante aquí cobra el doble que en México”, comentó asombrada una visitante mexicana que tomaba un café en el Tous les Jours, al lado de Apple.
Las criticas de competencia desleal y manipulación de su divisa que llegan de Washington parecen ya anacrónicas
Las criticas de competencia desleal y manipulación de su divisa que llegan de Washington parecen ya anacrónicas. Aquel enorme superávit comercial que China acumuló con el resto del mundo ha bajado casi a cero. (Comparado con Alemania, que registra un superávit por cuenta corriente superior al 8% del PIB, China parece un vecino generoso.) La divisa ya se ha situado en los últimos años próxima a su valor de equilibrio, según el FMI, aunque precisamente las tensiones actuales pueden forzar una vuelta a las viejas intervenciones para bajar su valor. En las grandes tiendas de marca global en Wangfujing, un turista puede comprobar que China ya no sólo exporta. Un cinturón de cuero comprado en el Gap estaba fabricado en España; una camiseta de lino y algodón, en Portugal.
La fórmula de externalización manufacturera y cadenas globales de valor ha garantizado un crecimiento espectacular para la economía china en las ultimas décadas y, pese a la desaceleración más o menos controlada de los últimos años, aún crecía al 6,9% en el 2017. Ha facilitado también un récord de beneficios para corporaciones globales como Apple, lo cual ha impulsado a las bolsas mundiales a récords históricos este año (al menos, hasta la semana pasada). Pero, ahora, paradójicamente, justo cuando China emprende finalmente su gran reforma estructural –de convertir el consumo interno en el motor de su economía en lugar de la inversión y las exportaciones–, suenan los tambores de la guerra comercial.
Los desequilibrios que generan la sobre inversión y el sobre endeudamiento pasarán factura tarde o temprano
Nadie duda en la asamblea del FMI esta semana en Bali (Indonesia) que el pulso global con Estados Unidos está complicando la transición estructural de la economía china. El reto de controlar una expansión de deuda sin precedentes en la historia del mundo –a China le corresponde el 60% de la expansión de la deuda mundial en los últimos diez años hasta una cifra récord de 182 billones de dólares–, sin provocar una excesiva desaceleración del crecimiento económico, ya era un “delicado acto de equilibrismo”, según resumió el economista jefe del FMI Maurice Obstfeld. Pero tras los primeros disparos de la preguerra comercial, la tarea parece aún más delicada.
Después de la adopción de aranceles del 25% sobre importaciones chinas por valor superior a 2.500 millones de dólares, y más medidas proteccionistas ya en preparación, el reto será enorme. Pekín “está buscando opciones para mantener el crecimiento necesario para tener bajo control a su economía y seguir al timón del barco chino”, dijo Christine Lagarde, la directora gerente del FMI, al inicio de la asamblea.
Aunque el FMI confía más en la capacidad gestora de la élite tecnócrata comunista que en el heterodoxo equipo de Donald Trump, Lagarde no parecía muy convencida de que Pekín esté a la altura del reto. Obstfeld contradice a Trump al insisitir en que “no hay ganadores en una guerra comercial; sólo perdedores”. China y EE.UU. sufrirán efectos negativos duraderos “si estalla una guerra comercial”, advierte el Fondo. Sin embargo, según las previsiones del mismo FMI, China es el que más perdería. Su PIB crecería 1,6 puntos menos frente a 0,9 puntos en EE.UU.
Es fácil entender las protestas en Pekín. China ha actuado de bombero global en dos ocasiones en los últimos veinte años cuando sendas crisis fueron provocadas por una excesiva desregulación y liberalización financiera impuesta desde Washington.
Hace dos décadas, en medio de la crisis de los entonces llamados tigres asiáticos , el gobierno chino mantuvo estable la cotización del yuan cuando países como Corea del Sur, Tailandia y Malasia realizaban fuertes devaluaciones. Pekín evitó una espiral bajista de devaluaciones competitivas que habría sido desastrosa para la economía mundial.
Diez años después, en la crisis financiera occidental, China adoptó un enorme paquete de inversiones públicas –infraestructura y vivienda publica– y otras medidas de expansión fiscal que impidieron que la recesión brutal en EE.UU. y Europa fuese tan dura en China y otras economías emergentes. Según un análisis cuantitativo publicado esta semana en Bali por el FMI, el paquete de estímulos chinos por cuatro billones de yuanes (nada menos que el 10% del PIB) en el 2008 creó mercados para muchas economías emergentes desde Brasil a Indonesia y “resultó un factor importante para contrarrestar la demanda perdida de las economías avanzadas”.
Pero la decisión de expandir su demanda tuvo el efecto de posponer aún más el ajuste necesario para frenar la expansión de la deuda. “No hubo ajuste en China. El crecimiento se mantuvo en el 10% después de la crisis del 2008 porque no ajustaron; gastaron masivamente en inversión financiada con deuda; y todo lo que ya hacían mal empezaron a hacerlo aún peor; siempre pasa lo mismo; si pospones un ajuste, será peor, explicó un economista en Pekín que no quiso divulgar su nombre por temor a represalias en un sistema que tolera cada vez menos la disidencia en esta crisis.
Ahora puede volver a pasar lo mismo. El Gobierno chino ha empezado a expandir la política monetaria para evitar un mayor impacto de las tensiones comerciales sobre el crecimiento. “En una economía controlada y autoritaria puedes tal vez evitar una crisis con todas sus repercusiones políticas, pero si no tienes una crisis y sigues expandiendo tu deuda, vas a tener graves problemas de crecimiento; es lo que pasó en Japón”, dijo ese economista.
China no tiene problemas de endeudamiento público y, si se tiene en cuenta el enorme valor de sus activos públicos –el resultado precisamente de esa prodigiosa inversión pública–, el patrimonio neto del país es el segundo más grande del mundo. Pero la expansión de la deuda privada –facilitada por una banca en la sombra que se escapa del control hasta de las autoridades chinas– no puede sino recordar a las economías occidentales antes de la gran crisis del 2008. En China y otras economías emergentes, “la deuda privada está creciendo muy rápido mientras que la deuda pública es estable; es exactamente lo que pasó en las economías avanzadas antes de la crisis financiera global”, advirtió Vitor Gaspar, director del FMI esta semana en Bali.
Aunque China logre evitar una crisis, los desequilibrios que generan la sobre inversión y el sobre endeudamiento pasarán factura tarde o temprano, advierte Julián Evans-Pritchard de Capital Economics, en Singapore. “A más largo plazo, el crecimiento de la deuda y el envejecimiento de la población va a ir bajando el potencial de crecimiento chino hasta el 2% para el 2030”. Será la desaparición del único motor potente que queda. China y la región asiática han aportado el 60% del crecimiento de la economía global desde la gran crisis del 2008.
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